Le despertó un aire gélido que le azotó la cara como una
bofetada. Estaba desorientado y algo mareado. Se incorporó. Se dispuso a
bajarse de la cama, pero… no había cama, estaba tumbado en la tierra, cubierto
de hojas y lleno de polvo y barro. Se levantó de un salto, asustado. Su hermano
estaba a su lado, todavía seguía dormido, lo sacudió con brusquedad para que se
despertara. Juan, somnoliento, entreabrió los ojos. Cuando se dio cuenta de
donde estaba, se puso a llorar.
Se miraron entre ellos, ¿dónde estaban sus pijamas?
Llevaban puestas unas camisas de lino que, en algún tiempo, muy lejano, habían
sido blancas y que ahora estaban muy sucias y llenas de manchas. También
vestían unas calzas que le llegaban hasta la rodilla, unas medias y unos
zapatos de piel.
¿Cómo habían llegado hasta allí? Y por supuesto, ¿dónde
estaban?
El último recuerdo que tenía Carlos, el mayor de los
hermanos, es adormecerse junto a Juan, en la habitación que compartían en la
casa de sus padres. A ambos les encantaba la lectura y esa noche, Carlos le
estaba leyendo en voz alta, un libro que les encantaba, Drácula, del escritor
Bram Stocker. Después de ese recuerdo, nada, hasta que se despertaron en medio
de aquel camino polvoriento, en un lugar desconocido para ellos.
Se preguntaban si estarían viviendo un sueño compartido,
y si era así, cómo podrían salir de él y despertarse. Eran muchas las preguntas
que rondaban por sus cabezas y ninguna respuesta a la vista.
Todavía no había amanecido. Echaron un vistazo a su
alrededor, sólo había árboles y más árboles, y el camino en el que se
encontraban (que parecía interminable y que se perdía más allá de donde
alcanzaba sus vistas). Juan, empezó a temblar, pero no era de frío sino de
miedo, la causa, fue una idea que se le cruzó por su cabeza. Se la hizo saber a
su hermano ¿Y si algún animal salvaje tenía su hogar en aquel bosque?
Escucharon unos gritos a lo lejos. Gente que se acercaba.
Juan se puso eufórico, quiso gritarles, pidiendo ayuda, pero Carlos le tapó la
boca y lo arrastró hasta un árbol cercano, escondiéndose detrás de él. No
quería que los vieran, por lo menos, de momento. No sabía si podían confiar en
ellos. Tenía un mal presentimiento. Un grupo de personas, hombres y mujeres
portando antorchas, se iban acercando a ellos. Carlos le hizo señas a Juan de
que se mantuviera callado. En silencio, pudieron escuchar lo que decía aquella
gente. Al parecer buscaban a un demonio, una mujer. Hablaban de un gusano
blanco. Decían más cosas que no lograban comprender. Se fueron alejando por el
camino. Esperaron a perderlos de vista, para salir de su escondite. Se miraron
entre ellos, estaban pensando lo mismo y ¿si aquel demonio los encontraba a
ellos antes de que aquella gente lo matara? Juan rompió a llorar, su hermano lo
abrazó y trató de consolarlo. No estaban preparados para vivir algo así. Y no
sabían cómo salir de aquella locura en la que estaban inmersos.
Decidieron seguir a aquella gente, manteniendo una
distancia prudencial. No querían quedarse solos en aquel bosque tan siniestro y
menos con un demonio por ahí rondando. Escucharon el crujir de una rama no muy
lejos de donde estaban. Tenían los nervios a flor de piel y aquel ruido fue el
detonante para que echaran a correr como alma que lleva el diablo. En esa
alocada carrera Juan tropezó con la raíz de un árbol, cayéndose de bruces sobre
el camino, lastimándose la cara y las rodillas. Empezó a gemir de dolor. Carlos
corrió hacia él para ayudarle a levantarse.
Aceleraron el paso, Juan se iba sacudiendo el polvo de
sus ropas. A un kilómetro aproximadamente, vieron al grupo de gente. Se habían
parado a descansar. Se mezclaron entre ellos, esperando pasar desapercibidos.
Pero dos hombres, altos y fornidos, con muy mal carácter, los agarraron de los
brazos con fuerza. La gente se agolpó a su alrededor. No les gustó nada la
manera en que los estaban mirando. Se hizo un silencio sepulcral cuando un
anciano de pelo y barba blanca, vestido con una túnica morada, se fue acercando
a ellos. La gente se iba apartando a su paso dejándolo pasar. No tardaron en
comprender el por qué los observaban, ellos a pesar de sus ropas sucias y
gastadas, no tenían aspecto de campesinos. Su tez era blanca y lo que más les
destacaba como diferentes, era su pelo, eran rubios. Aquel anciano, al que
parecía que todos temían y respetaban, tuvo la brillante idea (idea que ellos
no compartían) de darlos como sacrificio a aquel demonio/mujer/gusano blanco
para que los dejaran tranquilos. Profirió un discurso ante los presentes con
voz firme y escogiendo adecuadamente las palabras que sabía harían mayor efecto
entre los allí reunidos. Tenía un don innato para la oratoria. Todos, sin
excepción, estuvieron de acuerdo, mientras gritaban alzando los puños ¡muerte!
¡muerte!
Tenían que escapar de allí. Pero ¿cómo?
La fuerza que hasta entonces aquellos hombretones habían
ejercido sobre sus brazos ahora era casi mínima, se habían relajado ante el
discurso de aquel hombre, parecían hipnotizados ante la verborrea del anciano.
Los chicos se miraron durante un segundo y supieron qué hacer, ahora o nunca,
pensaron, así que una patada bien dada en el lugar adecuado y una alocada
carrera, tal vez los librara de una muerte segura. Pero… ¿hacia dónde? La
libertad de momento. Luego ya pensarían algo. Irían improvisando.
Corrieron como nunca lo habían hecho antes.