jueves, 30 de septiembre de 2021

CAJAS

 

Una furgoneta de reparto se detuvo delante de la comisaría. Un joven ataviado con un buzo amarillo y una visera del mismo color, se apeó de ella.

Abrió la puerta trasera, sacó una carretilla de mano de su interior y empezó a apilar cajas, hasta un total de cuatro. Todas de madera y del mismo tamaño. Cada una de ellas tenía un número en la parte superior.

En la entrada, un policía le firmó la nota de entrega. El joven las dejó en el suelo y antes de irse le dio un sobre blanco, cerrado, con el nombre del comisario escrito en la parte delantera.

El policía, le entregó en mano la carta al comisario que estaba en su despacho. Mientras la leía, su semblante se tornó blanco como la cera, e inmediatamente ordenó a gritos que encontraran aquella furgoneta y al tipo que había hecho la entrega.

Se procedió a abrir las cajas. La nota decía: «Me gusta matar y lo hago a sangre fría y con una saña desmesurada que me provoca un inmenso placer. Disfruté viendo el miedo en los ojos de estas mujeres al saber que iban a morir. ¿Quién te hará la comida hoy?”

En cada caja había una cabeza, todas eran de mujeres. Una de ellas pertenecía a la esposa del comisario.

sábado, 25 de septiembre de 2021

NO MENTIRÁS

 

Me gustó ir a la playa, fue fantástico. Sabía que mis padres querían que me olvidara del accidente del autobús, dónde todos mis amigos del instituto murieron, cuando íbamos de camino a una granja con la idea de interactuar con los animales y conectar con la naturaleza. Por ello me habían obsequiado con aquel fin de semana tan especial. Me olvidé de todo por unas horas. Fue estupendo. Incluso disfruté muchísimo al subirme a un tobogán enorme, dejando atrás mis miedos y mi vértigo. Sinceramente creo que, si les hubiera pedido ir a Bélgica no se hubiesen negado. Harían cualquier cosa con tal de verme sonreír de nuevo.

Les había mentido. Yo, no iba en el autobús. Ese día por la mañana, había hecho una mochila y mi intención era fugarme de casa. Subí los escalones que daban al acceso a la estación de autobuses, pero no llegué a cruzar la puerta. No sabía cuál tomar, porque no sabía a donde ir. Así que me puse a caminar.

Hice autostop y me recogió un hombre de unos treinta años, que tenía todas las trazas de ser un ejecutivo, por el traje negro que llevaba, el perfecto corte de pelo y unas uñas bien cuidadas. Me dijo que iba al norte si me venía bien, le dije que sí. Tomamos una carretera estrecha y con muchas curvas. Desde la ventanilla del coche podía ver la enorme pendiente rocosa que empezaba donde terminaba el ancho de la carretera. Un despiste y…

Comenzó a hablar sin parar de astronomía, de estrellas y de constelaciones, supe por el número de veces que la nombró, que le fascinaba la constelación de Andrómeda. Tras más de una hora parloteando sin parar, dejó de hablar. Me miró de soslayo y su mano se posó sobre mi muslo izquierdo. Se estaba poniendo muy mimoso, emitía soniditos extraños mientras iba escalando centímetros por mi pierna. Le dije que parara el coche. Me miró con odio, pero lo hizo al cabo de unos metros, insultándome cuando me bajé dando un portazo.

En ese momento, al girar la cabeza para ver si venía algún coche que pudiera parar, vi acercarse el autobús en el cual tendría que ir.  Me puse delante e hice señas para que parara. El conductor al verme pisó el freno. Perdió el control del autobús, se salió de la carretera, precipitándose al vacío. Maté a mis compañeros.

Corrí como no lo había hecho nunca hacia el lugar del accidente. Escuché gritos y alaridos de dolor. Aquello era un infierno. Nadie podía saber lo de mi aventura. Así que decidí auto infligirme unos cortes y unos cuantos golpes con unas piedras. Tumbada sobre el arcén esperé la ayuda. Una mariposa se posó sobre mi nariz unos segundos para luego seguir volando hacia donde fuera que tenía que ir. 

Llegó la policía. Un reconocimiento exprés bastó para diagnosticarme una conmoción y subirme a una ambulancia que acababa de llegar. Venían más de camino, acompañadas de los bomberos. Antes de subir vi un reptil en el momento justo que desaparecía reptando tras unos matorrales.

La policía tomó notas de mi declaración, de la sarta de mentiras que les conté. Era la única superviviente. Mi foto salió en las cadenas locales y nacionales de la televisión, así como en la prensa y programas de radio. Me pedían entrevistas que, rechacé amablemente, objetando que no estaba preparada para ello, en realidad los que hablaban por mi eran mis padres. Estaba viviendo una farsa que se estaba haciendo cada vez más y más grande.

Tras un día en el hospital me dieron el alta, a tiempo para asistir al funeral de mis amigos. No podía dejar de sentirme culpable. E incluso podía ver odio en los ojos de aquellos padres desconsolados y rotos de dolor por la pérdida de lo que más querían.

A la vuelta de aquellas vacaciones, decidí hacer las cosas bien y confesarles a mis padres lo que había pasado. Pero antes tenía que ir al cementerio y pedirles perdón a mis compañeros de clase.

Estaba anocheciendo cuando traspasé la puerta de hierro del camposanto. Al cruzar el umbral ésta se cerró de golpe a mis espaldas. Di un brinco por la sorpresa y el miedo que me causó. Los vi. Delante de mí, había quince chavales observándome. Asustada comencé a caminar hacia atrás. Mi espalda se topó con la puerta, cerrada por alguna fuerza desconocida.

Comenzaron a acercarse a mí, mientras repetían una y otra vez:

- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Aquella palabra retumbaba en mi cabeza, volviéndome loca. Los tenía tan cerca que podía sentir sus alientos putrefactos, en mi cara.

Se abalanzaron sobre mí.

 

NO ROBARÁS

 

Lo de robar, comenzó como un juego, siendo un chiquillo. Empezó robando caramelos, gomas, lápices, cosas pequeñas que podía esconder, sin problema, en los bolsillos del pantalón o su cazadora. Ç

Al ir creciendo sus gustos también cambiaron y pasó a robar revistas pornográficas y alguna que otra lata de cerveza. Siempre le había resultado fácil hacerlo así que, el día que lo pillaron, fue una verdadera sorpresa para él. Pero sólo recibió una reprimenda, una semana expulsado del instituto y un disgusto para la buena de su madre.

Por aquel entonces vivían en un pueblo pequeño y todos se conocían. Él tenía un sueño: salir de allí e ir a vivir a la ciudad. Su madre trabajaba en la biblioteca y el sueldo, si bien no era mucho, les ayudaba a salir adelante. Siguió robando, no podía dejarlo, era una adicción para él, no podía pasar sin el subidón que le producía aquel chute de adrenalina corriendo por sus venas, cuando robaba.

Había conseguido algún dinero que guardaba celosamente para el día que se largara de aquel miserable pueblo. Gracias a él, en la ciudad consiguió sobrevivir unos días hasta que encontró trabajo en una cadena de comida rápida. Era un joven amable, bien parecido y hacía muy bien su trabajo. Nadie lo conocía. No le costó adaptarse.

Le gustaba pasear por la ciudad, ver los lugares donde sería más fácil hacerse con lo ajeno y sobre todo le gustaba vigilar a la gente. Era metódico y paciente. No lo volverían a pillar, de eso estaba más que seguro.

Un día, la madre de su jefe murió. Acudió al tanatorio a dar el pésame. Nunca había estado en un entierro en la ciudad. En su pueblo no había lugares como aquel, se velaba el cuerpo en la casa del fallecido. La caja estaba abierta. Se acercó para ver el cuerpo que descansaba en ella. La señora era muy mayor. Había muerto mientras dormía. Llevaba varios anillos en sus dedos y una cadena adornaba su arrugado cuello, todos eran de oro. Le pareció la idiotez más grande que hubiera visto jamás, enterrar a alguien con sus joyas, pudiendo sacar partido de ellas, sobre todo económico. Acompañó a su jefe y su familia al cementerio donde enterraron a la anciana. Tras el entierro alquiló un coche, compró una pala y esperó a que oscureciera. Saltó la verja de hierro del camposanto y cavó la tumba de la madre de su jefe. Le resultó fácil, era joven y estaba en forma. Abrió el ataúd y sin ningún reparo le quitó las joyas a la difunta. Volvió a colocar la tierra en su sitio y se largó de allí.

A partir de ese día, en su tiempo libre, visitaba las funerarias de la ciudad.  Nadie se fijaba en él. En una de ellas, hasta le dieron el pésame, pensando que era el nieto del fallecido. Observaba los cuerpos que descansaban en sus cajas Si había joyas iba con la comitiva al entierro, sino había nada interesante, se largaba. Moría mucha gente cada día y a veces “trabajaba” varias noches seguidas.

Un día se encontró sólo, no había nadie en aquella sala donde estaba expuesto el difunto, un señor muy mayor, podría tener cien años tranquilamente, teniendo en cuenta la cantidad de arrugas que surcaban su cara. Le preguntaron si era de la familia. Él nervioso, no supo que decir. El dueño de la funeraria lo miró con compasión y le dijo que su abuelo había dejado todo pagado y listo para su entierro. Respiró con verdadero alivio. Se fijó en su “abuelo”. Llevaba un reloj en la muñeca de su mano izquierda. Brillaba mucho. Podría jurar que era de oro. Escuchó pasos tras él y fingió que lloraba, se le daba bien fingir. El de la funeraria, se acercó al difunto, le sacó el reloj y se lo entregó a él, diciéndole que era suyo, sería un grato recuerdo de su abuelo ¡No lo podía creer! ¡No tendría que cavar para obtenerlo! Lo observó embelesado. Pesaba mucho. Era de oro seguro, le darían un dineral por él. Se dio cuenta de que no funcionaba. Se había parado a las 12. No importaba, pensó, se lo comprarían de igual manera. Se fue a su casa. Pasó la tarde limpiando e intentando ponerlo en hora, sin conseguirlo.

Se despertó con el sonido del móvil. Era una llamada. Miró la hora. Siete de la mañana. ¿Quién lo llamaba un sábado tan temprano? Logró emitir un “hola” somnoliento.

Escuchó una voz lejana, ronca, desagradable que le decía:

- ¡Devuélveme el reloj!

Se levantó de un salto de la cama, soltando el teléfono que tenía entre las manos, a causa del terror que lo invadió de pies a cabeza.

El teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido.

- ¡Devuélvemelo!

Quien estuviera haciendo aquellas llamadas de mal gusto se iba a quedar con las ganas de tenerlo, porque no pensaba deshacerse de él. Se vistió a toda prisa y cogió el reloj con la intención de venderlo cuanto antes.

Por primera vez desde que se lo había dado el de la funeraria se lo puso en la muñeca. Entonces sucedió. Se sintió aturdido, mareado, la habitación empezó a girar a su alrededor. Cayó tendido en el suelo mientras múltiples imágenes iban pasaron por su cabeza como si fuera una película. Imágenes cada vez más y más desagradables. Veía un hombre atando y amordazando mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, para luego violarlas y matarlas a sangre fría. Había un detalle, aquel hombre llevaba un reloj igual que el que tenía. Y pudo ver la hora que marcaba.

Se despertó bañado en lágrimas y sudor. Tenía que llamar a la funeraria y preguntarles quién era ese hombre aun sabiendo que, su mentira quedaría al descubierto. Cogió el móvil, se había quedado sin batería. Tenía el cargador sobre la mesilla de noche. Se acercó para cogerlo, pero llegó tarde. Aquel anciano que debería estar metido en una caja, apareció frente a él con el cargador en la mano. Gritó presa del pánico e intentó huir, pero el viejo fue más rápido y lo atrapó. Le pasó el cargador por el cuello apretándolo con una fuerza descomunal, impensable en un hombre de su edad.

La policía lo encontró colgado de la lámpara de su dormitorio. En el informe escribieron la palabra, suicidio. Hora de la muerte: 12 de la mañana.

 

 

sábado, 18 de septiembre de 2021

VISITA AL CEMENTERIO

 

La gente utilizaba un vehículo motorizado para viajar o moverse de un lado a otro de la ciudad. El padre de nuestra protagonista iba siempre en moto, de un lado para otro. Esa pasión por las dos ruedas se había despertado en él desde la más tierna infancia. Y esa locura por las motos lo llevó a una muerte prematura, cuando su pequeña apenas tenía tres años.

Desde entonces, su esposa le llevaba flores al cementerio todos los domingos y siempre iba acompañada de su hija. A la pequeña le encantaba ese día porque su madre, antes de entrar en el camposanto, le compraba una bolsa de golosinas con mucho azúcar para que se entretuviera, mientras ella colocaba las flores en la tumba de su esposo y rezaba. Años después la niña seguía acompañando a su madre, cada domingo, al cementerio. Después de tanto tiempo yendo, sabía caminar por los laberínticos pasillos del camposanto, sin perderse. Desde que la descubrió, visitaba una tumba de alguien que había nacido en Noruega, por una simple razón, allí descansaba un niño que había muerto a los seis años, la edad que tenía ella ahora. Robaba una flor, del ramo que compraban para su padre y la depositaba sobre aquella pequeña tumba.

Un domingo, su madre se puso enferma, tenía mucha fiebre y el médico le recomendó que no saliera de casa y menos con el tiempo tan desapacible que hacía, temperaturas muy bajas y un cielo encapotado que presagiaba lluvia. La niña se entretuvo viendo un rato la televisión, pero le parecía que aquel domingo no era como los demás, la costumbre de ir al cementerio se había arraigado en ella más de lo que cabía esperar. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación de su madre para comprobar que ésta seguía durmiendo, se puso unas botas de agua, un chubasquero con capucha y salió a la calle en dirección al camposanto. Ese día no llevaba flores, pero sí una figura de barro con forma de corazón, que había hecho en clase de manualidades. La depositó sobre la tumba de su padre y se quedó en silencio unos minutos. Un carraspeo le hizo girar la cabeza sobresaltada. Detrás de ella había un hombre, muy mayor, vestido con un traje de aguas y unas botas que le llegaban hasta el muslo. Ella lo miró detenidamente y le preguntó:

- ¿Quién eres?

-Un pescador –le respondió el hombre.

- ¿Y qué haces aquí? –le preguntó ella.

-Vivo aquí -le respondió el hombre- y te voy a contar un secreto, echo mucho de menos el mar.

- ¿Y por qué no vas a verlo? –le preguntó la niña con curiosidad.

-Porque no puedo salir de aquí –le respondió el anciano.

La niña le iba a responder cuando de un panteón abandonado, a pocos metros de donde estaban, surgió la voz de un hombre que les decía.

-Pensé que hoy no tendríamos visitas, cuando llueve no suele venir mucha gente – Iba hablando a medida que se iba acercando a ellos. Era un hombre de unos treinta años, alto y con la tez muy morena. La niña se fijó en un detalle en el aspecto de aquel joven que le llamó mucho la atención, llevaba una cuerda atada al cuello.  –Levantó la cabeza dejando que la lluvia empapara su cara- El agua siempre es refrescante- comentó mientras esbozaba una sonrisa que a la pequeña le pareció muy siniestra.

El hombre siguió hablando y hablando, parecía que le habían dado cuerdo o algo así. La niña sonrió al acordarse de una expresión que utilizaba su madre cuando alguien hablaba mucho “no deja de hablar ni debajo del agua”

- ¿Se puede saber el motivo de tu sonrisa, jovencita?  –le preguntó aquel hombre en tono amenazador

El pescador salió en su defensa

- ¡Déjala en paz!, y vuelve al lugar de donde has salido

-Volvería si me diera la gana –le respondió. Al cabo de un rato dijo en voz más baja- echo de menos rezar en una mezquita.

- ¡Cállate o despertarás a todos! –le gritó el pescador

Un niño, con la tez muy blanca y el pelo muy rubio, casi blanco, se unió al grupo. Se acercó a la pequeña que estaba entre los dos hombres y le dijo.

-Gracias por la flor que pones todos los domingos sobre mi tumba. Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarme. –Había lágrimas en sus ojos.

La niña comprendió de quien se trataba. Le daría un caramelo, pero hoy su madre, por razones evidentes, no le había comprado. Entonces tuvo una idea.

- ¡Qué os parece si nos vamos de aquí! –les propuso a los tres

- ¿Qué tienes en mente, pequeña? –le preguntó el joven

-El señor pescador quiere ver el mar, tú quieres ir a rezar a una mezquita y mi amigo quiere chuches ¿a que sí? –le preguntó al niño.

-Siiiii -respondió muy contento.

- ¡Pues vamos! –les apremió.

-Es indeclinable esta invitación, señorita -le dijo el joven con la cuerda al cuello.

Y los cuatro se encaminaron hacia la salida. Al llegar a la puerta del cementerio, el pescador, el joven y el niño se pararon.

- ¿Qué os pasa? –les preguntó la niña.

-No podemos salir de aquí si alguien no nos invita a hacerlo. –le respondió el pescador.

Ella les invitó a hacerlo. Cuando los cuatro cruzaron la puerta, la pequeña les preguntó:

- ¿Y cómo haréis para volver?

Se miraron entre ellos y no pudieron menos que sonreír. Fue el niño quien le respondió:

-No volveremos a entrar. Y se desvanecieron entre las sombras del atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 13 de septiembre de 2021

LA RESPUESTA

 

Se encontraba solo y perdido en aquel pueblo abandonado, sin saber ni el cómo, ni el por qué estaba allí. Miró a su alrededor. Vio desolación y caos. Las casas, que alguna vez habían albergado en su interior a alguna familia, ahora eran ruinas cubiertas de vegetación. Comenzó a caminar sin rumbo, esperando encontrar a alguien que pudiera responder las múltiples preguntas que se agolpaban en su garganta. Vio la iglesia con un campanario que albergaba en su interior una vieja campana que permanecía inmóvil y silenciosa, sabiendo que nadie acudiría a su llamada. Detrás un viejo cementerio abandonado, cubierto de matojos y zarzas. En la vieja verja de hierro oxidada de la entrada, había unas letras grabadas que rezaban: Cementerio de Talos. La verja cedió al empujarla levemente con la mano, emitiendo un sonido agudo y estridente. Vio una figura arrodillada ante una tumba. Caminó hacia ella. Se trataba de una joven, delgada, con una larga melena rubia recogida en una coleta. Llevaba puesto una blusa roja y unos vaqueros. Se colocó a su lado. La tumba correspondía a una mujer que había muerto con tan solo 25 años, se llamaba Marta. Ella lo miró, el hombre vio pena y dolor en aquellos grandes ojos azules y sintió unos deseos desmesurados de abrazarla. “Esta es la respuesta a tu pregunta”, le dijo con voz temblorosa.

- ¡Cariño, cariño! ¿estás bien? –le preguntaba la mujer sentada a su lado, mientras lo zarandeaba ligeramente para que reaccionara.

El hombre, como salido de un trance, la contempló unos instantes, luego miró a su alrededor, confundido y desconcertado. Estaba en una cafetería. Su mujer lo contemplaba con verdadera preocupación

-Estoy bien –le respondió, intentando calmarla, pero pudo ver en su mirada que no lo había conseguido.

Tenía algo entre sus manos. Era la tarjeta de un detective privado. Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico, hacía menos de un mes. Al leer el testamento se había enterado de que era adoptado. Aquella tarjeta se la había dado un amigo suyo. Al parecer era el mejor si querías buscar a alguien del pasado. Pero él sabía que ya no lo necesitaba. Sabía dónde encontrar sus raíces.

Una camarera se acercó a la mesa, el hombre pidió un café con dos terrones de azúcar, regalándole su mejor sonrisa.

 

 

domingo, 12 de septiembre de 2021

JUGAR AL ESCONDITE

 

Era sábado y Tony no tenía clase. Se dedicaría a dormir gran parte de la mañana, o eso tenía pensado. La noche anterior su madre le había dicho que tendría que ausentarse a la oficina un par de horas. No solía trabajar el fin de semana, pero había alguien interesado en una de las casas que había en venta en la zona y le tocaba a ella enseñarla. 

Escuchó cómo su madre lo llamaba. Abrió un ojo y miró el reloj que descansaba sobre su mesilla de noche, marcaba las 10 de la mañana. No sabía si aquello era buena o mala señal, que su madre estuviera tan pronto en casa. Tal vez no hubiera vendido la casa. Somnoliento le respondió:

- ¿Qué, mamá?

Pero su madre no le respondió. Así que se dio media vuelta y siguió durmiendo. Al cabo de un rato volvió a escuchar la voz clara y esta vez más alta de su madre llamándolo de nuevo. Volvió a mirar el reloj, 10 y media. Volvió a responderle esta vez casi gritando:

- ¿Qué quieres mamá?

- ¡Sal de la cama! –le ordenó

Era la primera vez que mantenían una conversación casi a gritos. Por lo general ella iba a su cuarto y le pedía que se levantara. No importa, pensó, tal vez esté malhumorada por no llevar a cabo aquella venta.

Se levantó, abrió la puerta de su habitación y se encaminó hacia las escaleras que daban al piso de abajo. Esperaba escuchar ruidos en la cocina, donde seguramente estaría su madre preparando el desayuno, pero la casa estaba en silencio. Su madre no estaba en la cocina.

Escuchó el ruido de una puerta al cerrarse en el piso de arriba.

- ¿Mamá? –le llamó. Su madre no le respondió.

Se estaba enfadando, a ¿qué jugaba su madre? Si aquello era una broma, no le estaba gustando demasiado.

Volvió a subir, cuando puso el pie en la última escalera la puerta de la habitación de su madre se cerró de golpe. Corrió hacia allí y la abrió. La habitación estaba vacía.

Escuchó pasos tras él corriendo por el pasillo y la voz de su madre llamándole y riéndose. Se giró y vio una sombra que bajaba las escaleras. Tony pensó si su madre se había vuelto loca o algo así. Y decidió no seguirle el juego. Estaba muy enfadado. Era sábado por la mañana y lo único que le apetecía era dormir y no andar jugando al escondite por toda la casa. Así que, abrió la puerta de su cuarto y antes de meterse de nuevo en la cama, le gritó desde el umbral que no tenía ganas de jugar que si quería algo estaría en la cama. Al cabo de un rato escuchó abrirse la puerta de su habitación. Su madre sabía que se había enfadado y venía a pedirle disculpas, seguro. La puerta se abrió de todo, él no se movió de la posición en la que estaba. No iba a entrarle al juego. Escuchó la respiración de su madre y esperó a que ella se abalanzara sobre él para hacerle cosquillas, como solía hacer cuando quería hacer las paces, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no reírse.

Escuchaba los pasos estaban cada vez más cerca. Entonces….

Su madre abrió la puerta de la calle mientras le gritaba eufórica:

-Tony, ya llegué. ¡He vendido la casa!

 

 

 

 

miércoles, 8 de septiembre de 2021

EL CUERVO

 

 

 Un cuervo graznaba en el bosque. Un hombre llevaba horas deambulando. Había perdido sus zapatos, los pies le sangraban y tenía la ropa hecha jirones. Estaba exhausto, sediento, la visión del cuervo no presagiaba nada bueno. La muerte lo acechaba. Llevaba horas, tal vez días, perdido, no lo sabía con certeza. Había sufrido un accidente, un ciervo se había cruzado en su camino, perdió el control de su coche chocando contra un árbol. Repuesto del susto inicial, decidió pedir ayuda. El móvil estaba roto. Esperó horas a que pasara algún coche. La suerte lo había abandonado. Decidió caminar. Lo hizo durante horas, le dolían mucho los pies y se había bebido toda la botella de agua que había encontrado en el coche. Se levantó una brisa que fue incrementándose poco a poco, los árboles comenzaron a moverse, levantó la mirada al cielo por si se acercaba una tormenta, pero seguía igual azul y sin ninguna nube que lo enturbiara. Escuchó un grito aterrador.  Entre los árboles vio pasar una sombra corriendo, podría ser un animal o una persona, no estaba seguro.  Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban. Nadie le respondió. Pero entonces, como salido de la nada, vio una figura en medio de la carretera a pocos metros de donde estaba. Era alto, calculó que mediría unos dos metros, y muy delgado. Vestía una túnica blanca con capucha que le cubría la cara y llevaba un gran bastón en la mano. Supo que su vida corría peligro. Corrió hacia el bosque, notando en cada momento aquella presencia tras él.

                     

                    Tropezó y cayó rodando por una pendiente. El cuervo revoloteaba a su alrededor. Una sombra lo cubrió por completo, el encapuchado levantó el cayado. No debió abandonar la carretera. Pero era demasiado tarde para rectificar. Sintió un dolor punzante, luego oscuridad.

 

 

 


 

 

 

 

MARÍA APARECIÓ EN TU REFLEJO

 

La iglesia estaba a tope el día del funeral. Ana y yo habíamos sido sus mejores amigas. Ese día me quedé a dormir en casa de Ana. Estuvimos charlando hasta bien entrada la madrugada hasta que nos quedamos dormidas. Un ruido me despertó. Me levanté. Vi luz por una rendija de la puerta del cuarto de baño. Entré. Vi a Ana delante del espejo mirándose fijamente, pero había algo más allí, algo que definitivamente no tenía que estar. Proferí un grito agudo y desgarrador que hizo que Ana saliera del trance en el que estaba inmersa. Se desmayó y cayó sobre el frio suelo de baldosas del baño. La llevé hasta la cama. Se despertó al cabo de un rato, entonces le dije:

-María apareció en tu reflejo

Ella rompió a llorar

- ¿Qué pasó? –le pregunté

Había escuchado algo en boca de aquel espectro: venganza.

Ana me miró fijamente.

-La dejé morir.

En aquel momento un frío gélido nos envolvió. La almohada que hasta entonces reposaba inmóvil sobre la cabecera de la cama se levantó impulsada por una fuerza invisible, situándose sobre la cabeza de Ana. Yo estaba tan asustada que me quedé petrificada ante el horror que estaba contemplando. Ana pataleaba intentando aspirar una bocanada de aire. Se estaba asfixiando. Minutos después estaba muerta. María se había vengado. 

MANICOMIO

 

“Pasados de tuercas, locos, chiflados, idos, dementes, chalados, lunáticos, maniáticos, majaretas y un sinfín de apelativos que reciben aquellas personas que consideran diferentes al resto de la sociedad, inventando calificativos donde etiquetarlos e irlos separando, a fuego lento, de la gente “normal” e internándolos en lugares denominados “manicomios”, que no son otra cosa que cárceles para mantenerlos ocultos, sin nadie que los visite, sin nadie que los ayude y donde los maltratos físicos y mentales son el pan nuestro de cada día. El rechazo social hacia esas personas con alguna enfermedad mental, se producía porque se pensaba que estaba tan desequilibrada que, se podía convertir en un monstruo. Sus familias los abandonaban allí a su suerte.

Una vez que la puerta del manicomio se cerraba tras de ti ya no volverías a salir por ella. Lo harías por la puerta de un sótano angosto y frío, envuelto en una mortaja donde te arrojarían a una fosa húmeda, oscura y como único recuerdo de tu presencia en la tierra, una cruz de madera sobre tu tumba con tu número de paciente. Eso te pasaba si tenías “suerte” y tu estado mental era clasificado como leve o medio. Pero si llegabas allí porque te consideraban conocedor y practicante de la magia negra, brujería o posesiones demoníacas, ya eras clasificado como grave y te encerraban en un cuarto de apenas dos metros, sin ventanas, durante horas y días hasta que enloquecías. Luego te arrojaban al crematorio, aún con vida, entre gritos desgarradores de horror y dolor.

Escribo esta carta antes de quitarme la vida porque, aunque no soy un paciente, los horrores que veo aquí han hecho tambalear mi cordura considerablemente. En un intento desesperado por salvar algunas vidas mis huesos han acabado en una fría celda del sótano. Sé que saldré de aquí muerto. Mis horas están contadas. Espero que esta carta llegue a buenas manos y realicen las acciones necesarias para acabar con este infierno. No tengo miedo a la muerte porque, aunque me castiguen por el acto vil e infame que voy a cometer sé que el infierno que me espera será mucho mejor que éste. Que Dios se apiade de mi alma”

Padre Juan, 2 de enero del año del señor 1450”

El gobernador recibió esta carta de mano de una joven, apenas una mujer, con aspecto desaliñado, con la tez blanca como la nieve y con la mirada ausente, perdida. Se la entregó y despareció de su vista como si hubiera sido una aparición.

Tardó dos días en visitar aquel lugar. Al entrar el olor era nauseabundo, olía a vómitos y orina. La limpieza del hospital era nula. Los médicos y enfermeras tenían las batas sucias y se veía poco aseados. El director del centro lo llevó a su despacho. Un lugar sobrio, poco iluminado con grandes estanterías recubriendo las paredes, cargadas de libros, todos de medicina.

Le estaba empezando a pedir explicaciones de lo que acontecía en aquel lugar, pero fue interrumpido por una joven enfermera, de aspecto saludable, con una larga melena rubia y bien parecida. Le ofreció una bebida. Preguntó qué era, al ver el aspecto que presentaba en el vaso. No era nada que había visto con anterioridad. La bebida estaba formada por varias capas, al fondo se veía roja, en el medio era verde y arriba de color blanco, parecía un arcoíris. No le respondió a la pregunta sólo le dijo que la bebiera que le sentaría bien, era la especialidad de la casa, una receta de tierras lejanas, un batido que calmaba los nervios y le haría sentir mejor. Se la bebió no sin cierto recelo, bajo la atenta mirada del médico y de aquella joven. Les pareció ver cierto placer en sus ojos cuando se llevaba el vaso a los labios. Al poco rato de beberla se sintió mareado. Se despertó llevando una camisa de fuerza y sentado en una silla, en una habitación pequeña sin iluminación. Supo, a ciencia cierta, que aquella bebida que tenía pinta de ser “tropical” por sus colores, era la culpable de su estado actual.

 

martes, 7 de septiembre de 2021

MONTAÑA RUSA

 

Los tornillos de la montaña rusa, estaban siendo aflojados por una mano invisible, un detalle a tener en cuenta si te querías montar en ella, pero los chavales que en ese momento estaban sacando el ticket para subir, no lo sabían. Ni ellos, ni nadie en el parque de atracciones. Eran cuatro, dos iban delante y los otros dos detrás. Nerviosos ante los que les esperaban se reían y bromeaban entre ellos. Al ser fin de semana el parque estaba lleno hasta los topes de gente que deambulaba de un lado a otro, comiendo algodón de azúcar, perritos calientes y parándose en cada caseta que se encontraban. Gente de todas las edades, niños acompañados de sus padres, parejas deseosas de meterse mano en algún lugar amparados por las sombras.  Adolescentes plagados de acné, envalentonados por llevar unos cuantos petardos en el bolsillo delantero de sus vaqueros que harían explotar para incrementar su maltrecho ego, pisoteado por los matones de turno. Y estos últimos con diversos problemas psicológicos propios o implantados por sus progenitores y la sociedad en general que utilizaban a los más débiles para canalizar su ira y frustración que los corroía por dentro. Entre todo el bullicio y el jaleo la montaña rusa comenzó a ascender lentamente. No muy lejos de allí había una orquesta que amenizaba el ambiente, para el disfrute de los clientes del parque. Todo lo que sube en algún momento tiene que caer, y así fue, pero no como se suponía que debería ser. Los tornillos que habían quedado sueltos dejaron de hacer su función. La montaña rusa se desarmó. Toda la estructura metálica cayó sobre todo lo que se movía en un radio de más de un kilómetro a la redonda. Fue un caos total. Pero inexplicablemente el único que todavía quedó en pie tras la catástrofe había sido el trompetista de la orquesta, que igual que en aquella película, no dejó de tocar.

lunes, 6 de septiembre de 2021

TAQUILLAS

 

Inmóviles y expectantes, viendo pasar la vida de cientos de adolescentes, las taquillas estaban colocadas en hilera contra la pared de aquel largo pasillo del instituto. En su interior guardaban secretos, recuerdos y sueños. Al atardecer, cuando las puertas del edificio se cerraban, quedaban olvidadas. El amanecer las despertaba de sus sueños fríos y metálicos, inyectándoles vida nuevamente.

El encargado de cerrar el instituto al término de las clases, era el conserje. Un hombre con la edad suficiente para jubilarse, pero que, por una razón u otra, esquivaba, como lo había hecho con las balas, en aquella guerra donde se vio inmerso sin quererlo, cuando era joven. Llevaba muchos años allí, demasiados dirían algunos. Fue el primer trabajo que encontró después de servir heroicamente a su país y no sabría qué hacer si lo dejaba. No quería esperar a la muerte sentado en el porche de su casa, mirando a la nada. Prefería que lo encontrara recorriendo los pasillos de aquel instituto que tan buenos recuerdos le traían y donde siempre sintió una felicidad plena. Su mujer había muerto hacía mucho tiempo. No habían tenido hijos. Cada muchacho o muchacha de aquel lugar los consideraba suyos. Siempre estaba dispuesto a ayudar y tender una mano a quien lo necesitara. Todos lo apreciaban mucho.

 Esperaba, mientras recorría las distintas aulas, así como los despachos de los profesores, gimnasio e incluso el sótano a que los servicios de limpieza terminaran sus labores. Era entonces cuando apagaba las luces y cerraba con llave las dos cerraduras de la puerta principal para irse a casa.

Pero aquella tarde fue diferente a todas las que había vivido con anterioridad.

Tenía una habitación pequeña, en el sótano, con un ventanuco que daba a la parte de atrás del edificio, desde donde se veía un jardín con la hierba cortada, tarea que había realizado hacía menos de dos días. Allí guardaba distintas herramientas para el mantenimiento del edificio, y el jardín. Tenía dos accesos una puerta daba directamente al exterior y otra al interior del instituto. En esos momentos estaba intentando arreglar un pequeño reloj de pared de una de las aulas, que se había averiado. Las sombras del atardecer adquirían terreno en su pequeño habitáculo y la sirena de fin de clase la había pulsado hacía más de dos horas. Encendió la luz. Se empezó a sentir cansado, sin fuerzas, se tuvo que agarrar a la mesa para no caerse porque la cabeza le daba vueltas. Logró ponerse en pie y se preparó un café mientras escuchaba el boletín de noticias de la pequeña radio que descansaba al lado de la cafetera. Dejó el arreglo del reloj para el día siguiente porque su vista ya no era la de antes. El hombre del tiempo pronosticaba fuertes lluvias para esa noche. No le preocupó. Sabía que al anochecer estaría en su casa, sano y salvo, de cualquier tempestad que se originara.

Terminó el café, cogió las llaves, se puso la chaqueta y salió a dar la última ronda por el edificio. Se encontraba mejor, sabía que una buena dosis de cafeína le cargaría las pilas. El servicio de limpieza ya se había marchado. Se puso a caminar por el largo pasillo donde estaban situadas las taquillas. Se percató de que sus pies no hacían ruido al andar, por lo general escuchaba el eco de sus pisadas. No le dio importancia. El sonido de la lluvia se empezaba a escuchar fuera, tal vez sus pasos se perdían entre el fuerte ruido que producía el agua al caer sobre el suelo.

Al fondo vio que la puerta de una de las taquillas estaba abierta de par en par.  Se encaminó hacia allí. Era la última de la fila. Nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo. Le llamaban la “taquilla maldita” porque nunca se lograba abrir por mucho que lo intentaran, y mucha gente lo intentó a lo largo de los años, gente del centro y varios cerrajeros. Había pertenecido a un muchacho que había muerto a manos de unos chavales. Lo habían arrinconado en el baño, poniéndole una navaja en el abdomen, querían su dinero. El muchacho nervioso empezó a levantar los brazos para indicarles que se rendía, que lo dejaran en paz. El que portaba la navaja pensó que se iba a defender dándole un puñetazo y su reacción no se hizo esperar, se la clavó, provocándole la muerte. Aquella historia enturbió mucho la reputación del instituto durante mucho tiempo. Incluso ahora, casi 20 años después, se veía salpicada por aquella tragedia.

Llegó hasta la taquilla que estaba abierta de par en par. Estaba vacía por dentro, salvo por una enorme capa de polvo que la cubría. Intentó cerrarla, pero su mano atravesaba la puerta. Le entró pánico.

-No podrás cerrarla –le dijo alguien situado a sus espaldas.

Se giró sobresaltado. Vio a un muchacho de unos quince años. Estaba muy pálido y llevaba puesto el uniforme del centro. Le recordaba a alguien…. Lo había visto en algún lado… Le resultaba difícil pensar porque no dejaba de escuchar la risa del joven que iba subiendo de tono a cada segundo que pasaba, taladrándole la cabeza. Era macabra, siniestra. Entonces lo recordó. Era el joven que habían matado. El dueño de la taquilla que estaba abierta.

-Estás muerto, jefe. –le dijo, sin parar de reírse- bienvenido al oscuro y tenebroso mundo de la muerte.

Estalló la tormenta.

 

 

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL HIJO DE MI AMIGO

 

Lo vi. Estaba alejado del grupo, pero lo suficientemente cerca para no perder detalle de lo que allí pasaba. Vi tristeza en su cara. Hasta podía jurar que sus ojos estaban anegados de lágrimas. Sentado sobre la hierba, entre dos tumbas, observaba todo lo que pasaba. Llevaba puestos unos vaqueros resquebrajados y sucios. Su camiseta blanca también estaba rota a la altura del pecho, desgarrada y cubierta de sangre. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos. Me reconoció. Él supo lo que yo ya sabía. Estaba muerto y yo era el único que podía verlo. Presenciaba su propio entierro. 

El sacerdote estaba hablando a los presentes, era la hora del sermón y todos mostraban su respeto agachando la cabeza y moviendo los labios como si estuvieran rezando. Pero más de uno, quizá todos, estaban aliviados de que aquel cuerpo que iban a enterrar no fuera el suyo. Algún día se encontrarían en esa situación. Algún día. Quizá lejano. Quizá no. Algún día que no era hoy. 

Desvíe la mirada de la suya para observar la gente que había a mi alrededor. Yo estaba allí como amigo de la familia. De su familia, concretamente de su padre, que contemplaba con ojos llorosos, la caja de madera tallada que tenía delante, en la cual, yacía su hijo y que en escasos minutos estaría a dos metros bajo tierra donde el cuerpo de su primogénito se iría pudriendo poco a poco. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le puse mi brazo derecho sobre sus hombros. Yo también tengo hijos y sé cómo se les quiere. Me dirigió una mirada de gratitud y rompió a llorar.  Mientras tanto volví a mirar al chaval. Al muerto. Al hijo de mi amigo, que lo conocía desde que había salido del vientre de su madre. Su mirada estaba enfocada en alguien de los allí presentes. Pude ver odio, mucho odio, en sus ojos. Seguí su mirada. Era su mejor amigo el foco de su atención. Por lo que me habían contado, el accidente en el que falleció, había sido por una negligencia de su parte, había perdido el control del coche, seguramente por los efectos del alcohol o drogas que había estado tomando. Iban otros tres amigos con él, ellos habían sobrevivido. La suerte, esa noche, no estaba de su lado. 

La policía estaba haciendo las pesquisas necesarias para resolver aquel caso. Pequeños detalles que no encajaban en todo aquello les había llevado a investigar el accidente a fondo. Eso es lo que su padre me había comentado añadiendo que su hijo no tomaba drogas. Pero qué padre lo admitiría, aunque supiera que era verdad. Le habían realizado la autopsia al chaval y se procedió a enterrarlo lo antes posible por el mal estado en que había quedado su cuerpo. Terminado el sermón se procedió a bajar el féretro a la fosa húmeda y oscura de la cual no saldría jamás y donde el joven descansaría para siempre, si eso era posible, porque bastaba ver la cara del muchacho para darse cuenta de que su alma no estaba en paz. 

Entonces pasó algo, que no sólo yo, que era el único que podía verlo, lo notó. El detonante fue el estridente ruido de las sirenas de un par de coches de la policía que se acercaban velozmente al cementerio. Miré hacia el lugar donde había estado sentado el hijo de mi amigo para ver su reacción. No estaba. Recorrí la mirada en su busca. Lo vi hablándole a su amigo. Éste retrocedía gritando a todo pulmón que lo dejara en paz. Sus ojos eran la viva imagen del miedo y el terror que sentía al ver a su amigo muerto, al amigo que estaban enterrando. La gente acudía a su encuentro, para consolarlo, pensando que el dolor que sentía era tan grande, que lo había vuelto loco. Intentaban agarrarlo, pero, con una facilidad pasmosa, se libraba de ellos apartándose de un lado a otro, esquivándolos. El joven intentaba salir huyendo del cementerio caminando de espaldas, para no perder de vista a su amigo convertido en  fantasma. Tropezó y cayó sobre una cruz de hierro. Profirió un profundo y desgarrador alarido de dolor, durante el cual, toda la gente congregada en el cementerio enmudeció. La sangre que emanaba de su espalda, teñía de rojo la lápida blanca donde estaba enclavada aquella cruz. Se ahogó con su propia sangre saliendo a borbotones de su garganta. Cuando llegó la policía ya había muerto. Y el hijo de mi amigo había desaparecido. Luego supe por qué. 

La autopsia arrojó cero de alcohol y cero drogas en su sangre. Vieron restos de pintura roja en la puerta del conductor del coche siniestrado que, por cierto, era blanco. Había sido un homicidio voluntario por celos. El hijo de mi amigo le había levantado la novia a su mejor amigo,  el que yacía con una cruz clavada en la espalda. Éste lo sacó de la carretera provocando el accidente que lo mató. El resto de los chicos que iban en el coche no podían contar nada porque todavía estaban en el hospital, bastante graves. Me pareció que estaba presenciado una de las muchas injusticias que tiene la vida y que hacen que te hagas un montón de preguntas sin obtener ni una respuesta que te satisfaga un poco.

Me dirigía al coche cabizbajo y pensando en todo aquello cuando lo volví a ver. Esta vez sentado en la parte de atrás de mi coche. Entré, me coloqué el cinturón de seguridad y me dispuse a arrancar cuando le pregunté si quería que lo llevara a algún sitio.

-A casa –me dijo

Lo observé por el retrovisor. Estaba sonriendo. Había llevado a cabo su venganza y estaba en paz consigo mismo.

- ¿No ves una luz o algo a lo que tengas que dirigirte? –le pregunté conocedor de mi ignorancia sobre el tema.

- ¡No digas tonterías! –me dijo- ¡no pienso irme a ningún lado!.

Arranqué el coche y nos fuimos.

viernes, 3 de septiembre de 2021

HÉRCULES

 

La melomanía del rey, le llevaba a escuchar música a todas horas, rodeado de juglares y trovadores que lo deleitaban con sus canciones. Su otra gran pasión era su hijo y heredero al trono. El rey era muy buen narrador y siempre tenía tiempo para contarle alguna que otra historia al pequeño príncipe antes de irse a la cama. Aquella noche le contó la historia de Gerión.

“Había una vez un gigante malvado y tirano que gobernaba sus tierras con mano de hierro. La gente vivía atemorizada. Rezaban y suplicaban a los dioses que le enviaran un salvador. Zeus escuchó las súplicas de aquellos mortales y decidió mandarles un “salvavidas”, su hijo Hércules, para acabar con la pesadilla que estaban viviendo. Ante la mirada atónica de aquella buena gente, Hércules, apareció surcando el cielo a lomos de un caballo alado de color dorado como el sol. Los habitantes de esas tierras lo recibieron entre sonrisas y aplausos. Sus oraciones habían sido escuchadas. La suma de las atrocidades de aquel gigante de nombre Gerión, parecía no tener fin. Una mujer le contó que aquel ser malvado y monstruoso había descubierto a un par de enamorados besándose a orillas de un rio. Al descubrirlos, les arrojó una enorme piedra, acabando así con sus vidas. Los labios de Hércules se fruncían con cada historia que aquella buena gente le relataba. Les preguntó dónde podría encontrarlo. En los acantilados, le respondieron.

Hércules fue hasta allí. A lo lejos, vio una enorme figura ante un gran caldero sobre un fuego. El humo que salía del interior era un claro indicativo de que estaba cocinando algo, tal vez una sopa con los restos de algún animal. El gigante se llevó una gran sorpresa cuando lo vio. Se puso en pie y esperó a que se acercara. Hércules vio ante él a un ser que medía más de tres metros y con un par de piernas grandes y pesadas, como dos inmensas columnas. De la cintura para arriba tenía tres cuerpos, seis manos y tres cabezas. Gerión, por su parte, era conocedor de las historias que contaban sobre la gran fuerza que poseía Hércules.

La pelea entre ambos duró tres días con sus tres noches, tras las cuales, Hércules logra vencer a Gerión. Le corta la cabeza y lo entierra junto al mar.

Para conmemorar su victoria construye una torre-faro encima del cuerpo del gigante, a la que llamarían la “Torre de Hércules”.

Hicieron una gran fiesta para celebrarlo, donde Euterpe, amenizó la velada tocando la flauta. En los años venideros la gente fue construyendo sus moradas a los pies de la torre, hasta convertirse en una gran ciudad, Coruña.

jueves, 2 de septiembre de 2021

JAMES BOND

 

Suma, resta, multiplica y vuelta a empezar. Así era el trabajo de aquel hombre, rodeado de números, haciendo transacciones económicas, balances, registros, día tras día, durante más de 20 años. El salario era bueno y le daba para vivir bastante bien. Podía permitirse más de un capricho. Vivía en un ático en el centro, con unas vistas impresionantes de la ciudad. Viajaba bastante a menudo y no se privaba de casi nada. Pero de un tiempo a esa parte, su vida empezó a parecerle insulsa, vacía, sin sentido. Le gustaba leer, se inclinaba por la novela romántica, pero había empezado a leer novela negra y se había enganchado totalmente a ella. A veces mientras tomaba una copa al anochecer, contemplando la ciudad desde el ventanal de su salón, se ponía en los zapatos del protagonista de la historia del libro que estaba leyendo. Le gustaría ser un agente secreto, un James Bond de la vida, seductor y conquistador, rodeado de mujeres guapas y peligros constantes. En sus sueños se veía vigilado y perseguido por organismo de inteligencia, arriesgando su vida en cada momento, pero con la victoria siempre de su parte.

Pero una noche, sus sueños tomaron otro camino. No era un agente secreto, era un contable, era él. Y una sombra, una figura a los pies de su cama, lo observaba. No podía distinguir sus facciones, pero sí un par de ojos rojos como la sangre. “Cuidado con lo que sueñas”, le dijo antes de desaparecer de su vista.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se estremeció al recordar aquel sueño. El sonido del timbre lo devolvió a la realidad. En el umbral de la puerta había tres hombres trajeados. Sin mediar palabra entraron en su apartamento empujándolo hacia el salón. Sintió verdadero terror. Lo primero que pensó es que lo iban a matar sin contemplaciones. Pero, ¿por qué? La respuesta a la pregunta llegó de inmediato. Le ofrecían un trabajo de espionaje. Su posición en el banco en que trabajaba era favorable para ese tipo de cosas. Tenía acceso a las cuentas bancarias de las personas más ricas de la ciudad. Fue una gran sorpresa para él, cuando se vio aceptando la proposición de aquella gente.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA SOMBRA

 

Hacía tiempo que cualquier tipo de sonrisas habían abandonado su cuerpo. Desde la avergonzada, porque creía que no debía sentir vergüenza por lo que le pasaba, tampoco la de desprecio, no, ese tipo de sonrisa sería más propia de esa cosa, o ente, o fuera lo que fuese. Tal vez, le quedara un atisbo de un tipo de sonrisa, la de miedo, porque, aunque sus facciones habían quedado impertérritas, debido al exceso de pánico y terror sufrido en los últimos días, se podía vislumbrar un pequeño rictus en su cara que bien  podría encajar en esa categoría.

Por el amor de Dios sólo tenía nueve años, ¿qué quería de él? ¿no podía dejarlo tranquilo una sola noche?

Pues parecía que no. Noche tras noche pasaba lo mismo. Y aunque llamase a sus padres a gritos, verdaderamente asustado, éstos eran incapaces de ver la realidad. Hacían siempre la misma comedia, miraban bajo la cama, dentro del armario, intentando darle confianza, para luego decirle, que se trataba de miedos nocturnos, miedo a la oscuridad, añadían como si nada y que tenía que superar todo aquello porque ya era todo un hombrecito. Y ya está. Ahí quedaba la cosa, se iban y él intentaba con todas sus fuerzas no volver a gritar, porque en cuanto cerraban la puerta de su habitación, la pesadilla volvía. Una noche tuvieron un detalle con él y le pusieron una lucecita en la mesilla. Aquello empeoró más las cosas. La sombra que aparecía todas las noches en su habitación ahora era más nítida y alargada, gracias a la genial idea de su mamá. Y casi, sólo casi, le podía ver la cara, a aquello, cuando flotaba sobre él, intuía que, si la llegaba a verla totalmente, se moriría del susto.

La llegada de la noche para él era un calvario. La idea de que su cuarto iba a quedar envuelto en sombras, era insoportable. Durante el día lo iba llevando más o menos bien. Tenía grandes ojeras y se quedaba dormido en clase. Pero sabía que mientras el sol no se ocultara, él estaría a salvo.

Pero tras otra noche horrorosa, en la que ya harto de que sus padres lo tomaran por loco, mientras aquel ser lo observaba desde el techo de su habitación, se dispuso a dar cuenta con verdadero apetito de un plato de sopa que su madre le había preparado. Solía desayunar cereales, pero ella insistió en que se la comiera aquella mañana, al ver su cara demacrada. Por el ventanal de la cocina entraban los primeros rayos de sol. Sin embargo, se dio cuenta, muy a su pesar, que el lado de la mesa que ocupaba él, estaba en penumbra. Alzó la vista. La sombra lo observaba desde el techo de la cocina. Un líquido se le iba escurriendo, poco a poco, por la comisura de los labios, cayendo en forma de gotas, sobre su plato de sopa.

EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...