martes, 30 de marzo de 2021

LA JOVEN DEL PARQUE

 [-(8-2) +(3+6)], terminó de escribir la profesora en la pizarra, recordándoles que tenían que hacer esa ecuación y dos más para el día siguiente. Sonó el timbre. Había sido un día agotador para aquella mujer. Era su primer día como sustituta de la profesora de matemáticas. Casi no había ni tenido tiempo de colocar sus cosas que todavía seguían dentro de las cajas apiladas en el garaje. Le gustó el colegio y sus compañeros, los otros profesores eran muy atentos con ella. Presentía que se sentiría a gusto allí y eso la animó bastante. Después de preparar la clase del día siguiente, decidió salir a dar un paseo por el parque que no distaba mucho de su nueva casa. Hacía una noche cálida y apacible. En el parque encontró más gente caminando como ella, en grupos y también sola, otros paseaban con sus perros y alguna que otra pareja besuqueándose amparadas por las sombras. A lo lejos, sentada en un banco, vio a una joven, estaba sola y tenía la mirada perdida y triste. Tuvo el impulso de acercarse y hablarle, le entraron unas ganas enormes de abrazarla y decirle que todo iba a salir bien, pero rehusó pensando que la tildaría de loca o algo así. Contuvo las ganas y siguió caminando. Al día siguiente al despertarse la imagen de aquella joven le volvió a la mente y decidió volver al parque esa noche. La encontró en el mismo lugar. Esta vez le hablaría. Se estaba acercando, cuando escuchó que la llamaban por su nombre, era su vecina. Estuvo un rato charlando con ella, y para cuando la mujer se fue, y la profesora dirigió la mirada hacia aquel banco, la joven ya no estaba. La noche siguiente tenía invitados a cenar, hizo la compra y ante de irse a casa para preparar la cena, decidió volver al parque y echar un vistazo, por si la volvía a ver Allí estaba. Ni se lo pensó. Se sentó a su lado y comenzó a hablarle. Al principio, la muchacha parecía asustada, pero poco a poco, se fue soltando. Su hermana y su cuñado, al comprobar que no estaba en casa, salieron a buscarla. La encontraron en el parque, sentada en un banco. Su hermana se acercó a ella, preocupada. La profesora se excusó con la joven y se levantó. La hermana le preguntó con quien hablaba. Allí no había nadie. Desconcertada, soltó la bolsa que llevaba en la mano, sin darse cuenta, desparramándose por el suelo, los ingredientes con los cuales iba a preparar el adobo para la carne. Aquella noche le costó conciliar el sueño. No podía creer que aquella muchacha fuera un fantasma. No estaba loca por mucho que su hermana se lo insinuara. Decidió hacer algunas averiguaciones por su cuenta. Calculaba que tendría unos 16 años, y seguramente estudiaría en el único instituto que había y donde ella daba clases. Sabía su nombre: María González porque ella se lo había dicho. Así que aquella mañana cuando tuvo un descanso, buscó su nombre en la lista de los alumnos del centro. No encontró nada. Lejos de rendirse fue a hablar con el director, pensó que sería la persona más adecuada para preguntarle al llevar allí muchos años dirigiendo el centro. En cuanto le mencionó su nombre, el color de la cara de aquel hombre desapareció, dando paso a una lividez cadavérica. Carraspeó y le preguntó quién le había dado ese nombre. Ella no iba a contarle la verdad, estaba claro, así que le dijo que lo había oído mencionar por los pasillos del centro a los alumnos. El hombre, sin mediar palabra, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una carpeta, poniéndola delante de la profesora. Ella lo miró de manera interrogante, él le hizo un ademán de que la abriera. Así lo hizo. En ella había una hoja con el emblema de la policía y una palabra subrayada varias veces: SUICIDIO. La fecha era de hacía un año. Esa noche la profesora volvió al parque con la esperanza de encontrarla de nuevo y pedirle que le contara qué había pasado, qué le llevó a quitarse la vida. Pero la joven no estaba, el banco donde solía sentarse, estaba vacío. Pero había algo…. Se acercó casi corriendo, y encontró una hoja de papel doblada varias veces. Se sentó mientras lo desdoblaba con el pulso tembloroso. Había algo escrito, lo leyó en voz alta: “En la taquilla número 101 pegada con cinta adhesiva en la parte de abajo de la estantería metálica, está lo que necesitas saber”.

La incertidumbre la estaba matando, decidió ir hasta el instituto, sabía que a esas horas el servicio de limpieza estaba allí, daría cualquier excusa para que la dejaran entrar y encontrar aquello de lo que hablaba aquella chica en esa nota. No le costó entrar, se dirigió hacia la taquilla 101, no le costó abrirla porque tenía la cerradura forzada, palpó debajo de la estantería y encontró algo. Efectivamente estaba pegada, quitó la cinta adhesiva con cuidado y encontró un pendrive, lo guardó en el bolso y salió de allí. Cuando llegó a su casa y lo puso en su portátil, las imágenes allí grabadas la dejaron sin palabras. Había sido víctima de abusos sexuales por parte del director del instituto. Era hora de que la policía interviniera y tomara medidas al respecto.

domingo, 28 de marzo de 2021

LA NIÑA DE LA CAPA ROJA

 



 

 

Había una vez una niña que vivía en una casa al lado del bosque. Su madre le había hecho una capa roja con capucha que ella, odiaba. Pero para no hacerle el feo, se la ponía. Con 11 años ya no era una niña pequeña, pensaba, para ir así vestida. Su madre era costurera y hacía la ropa que la gente del pueblo le encargaba. A ella le gustaba el abrigo que le había confeccionado a su mejor amiga. Eso sí que era elegante. Como una modelo de las revistas de moda que tenía su madre.

A la salida de la escuela, quedó con su mejor amiga para ir a su casa. Pero, para su sorpresa y gran enfado, al llegar a casa, su madre tenía otros planes para ella, tenía que ir a casa de la abuela, a llevarle una compra que le había hecho porque estaba enferma y no podía salir de casa. ¡Vaya faena! Pensó la niña. Ya no podría ir con sus amigas. Y por encima el camino más corto para ir hasta el otro lado del bosque, donde vivía su abuela, era un sendero que lo atravesaba, y ese sendero pasaba justo al lado de la casa de su mejor amiga y no soportaría verla a ella y a las demás niñas jugando, mientras ella tenía que hacer aquel recado. Y la cosa no terminó ahí, para colmo, su madre le pidió que se pusiera la capa roja. Cuando se dispuso a salir de casa estaba realmente enfadada, con su madre, con ella misma, por no decirle a su madre que no le gustaba nada aquella capa y por supuesto, con el mundo entero. Entonces se acordó de que se olvidaba de algo, así que antes de irse, subió a su cuarto, cogió una cosa que tenía guardada en el último cajón de su mesilla de noche, se lo guardó en uno de los bolsillos de la capa y salió sonriendo, llevaba tal prisa, que casi se olvida de la bolsa para la abuela. Su madre le había dicho que si regresaba pronto podría ir a jugar. Pasó por delante de la casa de su amiga, estaban todas allí, la saludaron alegremente.  Ella les explicó a dónde iba y éstas le dijeron que se diera prisa en volver, que la estarían esperando. La niña apretó el paso para llegar antes a su destino. En su loca carrera, se le cayeron las naranjas que llevaba en la bolsa, se paró para recogerlas. Cuando levantó la vista vio alguien acercándose a ella. No le gustó mucho la pinta de aquel personaje, así que dio media vuelta, bufando y continuó su camino sin mirar atrás y sin hacerle el mínimo caso. Aquel personaje le empezó a hablar, con voz dulce y zalamera, hasta se ofreció a llevarle la bolsa, que, según él, tenía pinta de pesar mucho. Cada vez se iba acercando más y más. La niña no estaba asustada, estaba más bien harta de gente como aquella, que tanto había oído hablar: los pesados de turno. Además, no tenía el día para cuentos, estaba desando llegar pronto a casa de su abuela, darle la bolsa y reunirse con sus amigas. No tenía tiempo que perder. Cansada de la cháchara de aquel individuo, se plantó en medio del camino. Dejó la bolsa en el suelo, hurgó en el bolsillo de su capa y sacó el tirachinas que había guardado allí antes de salir de casa. Por el camino había ido recogiendo piedras, había que ser precavida. El personaje detuvo sus pasos y se la quedó mirando fijamente. Por un instante, ella pudo ver miedo en sus ojos. Luego burla y mofa. Se estaba riendo de ella. Le decía que no tendría puntería para acertarle, las chicas no sabían disparar. Ella no titubeó. Tampoco perdió la calma. Sacó una piedra, la colocó en el tirachinas apuntó y le dio directamente en un ojo. El hombre se puso a chillar como un loco de dolor, mientras le gritaba que la iba a matar por aquello. Como se temía, era un lobo disfrazado de corderito. La niña, cogió la bolsa del suelo y siguió su camino. Un poco más adelante se encontró con un cazador. La saludó amablemente. Había visto lo que había pasado y sabía que aquella niña no necesitaba ayuda. Sabía defenderse por sí misma. La niña lo saludó y continuó su camino. Nadie la volvió a molestar. Estuvo un rato con su abuela y luego se fue hasta la casa de su amiga. Jugaron un rato hasta que oscureció, después regresó a su casa. Había sido un día muy productivo.


FOBIAS

 


 

 

Me cuesta mucho recordar aquel día, a pesar de los años que han pasado. Hablar de ello es sinónimo de sufrimiento e impotencia. Mi terapeuta me dice que escribirlo, plasmarlo en una hoja de papel, me hará más bien que mal. Así que lo voy a intentar. Lo he perdido todo, ya no me queda nada. Me casé joven, enamorada y muy ilusionada. Queríamos formar una gran familia, pero los niños no venían. Pero después de un par de años de tratamiento, por fin, me quedé embarazada y tuve a mi pequeño Juan. A partir de ahí una obsesión empezó a rondar por mi cabeza, tenía miedo de perderle, no sólo que lo apartaran de mi lado, sino también de que se muriera. Reconozco que me volví muy protectora y sufría de ansiedad si se iba a pasar la noche a casa de algún amiguito. Sentía una verdadera fobia. A raíz de mi obsesión por estar siempre con él y no perderlo de vista, mi pequeño empezó a crear una propia. Nos dimos cuenta de ello, un día en que tuve que salir y quedó con su padre en casa, nuestro hijo ya tenía 9 años. Nuestro vecino le pidió si podía ayudarle a mover unos muebles porque quería pintar, mi marido fue, no sin antes avisar a Juan de que no iba a tardar mucho. Al final se demoró un poco más de lo acordado y los gritos del niño se escucharon por toda la calle, cuando llegó mi marido, nuestro hijo estaba en un rincón de su habitación en posición fetal llorando y chupándose un dedo como si fuera un bebé. Le compramos un peluche, un osito, parecía que aquello funcionaba, dormía con él todas las noches y lo llevaba consigo a todas partes. Eso y que ya nunca más lo dejamos solo. Pero para quedarnos más tranquilo, le pusimos una cámara en su habitación, gracias a ello, nos dimos cuenta que, gracias a aquel regalo se sentía protegido. Un día recibimos una llamada, a mi marido le iban a hacer un homenaje en reconocimiento a sus muchos años de trabajo y los muchos éxitos de su carrera. Teníamos que ir el sábado a aquella cena, era muy importante para él. Pero el problema era nuestro hijo, no lo podíamos llevar y no podía quedarse solo. Así que después de darle vueltas al tema, decidimos dejarlo con una chica adolescente que vivía en nuestra misma calle y conocíamos desde siempre. Le gustaban los niños y conocía al nuestro y se llevaba muy bien. Así que llegó el día. La canguro llegó y nosotros nos fuimos. A Juan lo dejamos durmiendo, abrazado a su osito y la niñera sólo tenía que ir a verlo de vez en cuando para cerciorarse de que no se despertaba. No sabíamos que la joven tenía miedo a la oscuridad. En cuanto nos fuimos encendió todas las luces de la casa, incluida la de la habitación de nuestro hijo. La joven se fue al salón a ver la tele y cada diez o quince minutos iba al cuarto del niño para ver que todo seguía igual. Estaba tranquilamente viendo una película cuando las luces se apagaron, todas, sin excepción, quedando toda la casa, totalmente a oscuras. Entró en pánico. Con la linterna del móvil, fue hasta la caja de fusibles, dándose cuenta de que allí no estaba el fallo. Escuchó llorar a Juan en su habitación. Subió corriendo. El pequeño estaba sentado en la cama y al verla le señaló con un dedo hacia una esquina de la habitación. Ella iluminó esa parte, pero no vio nada. Juan ya no tenía el peluche consigo. Lo cogió en brazos para calmarlo. Quería salir de allí. La puerta del cuarto del niño se cerró de golpe como si hubiera un golpe de aire. Retrocedió hasta la cama, asustada, dejó al niño en el suelo y se dispuso a llamarnos. De repente, sintió algo punzante en la espalda, se giró, pero no logró ver nada, sólo sombras. Nuestro hijo se puso a gritar y se escondió debajo de la cama. Ella notó algo húmedo en su espalda se la tocó, comprobando desconcertada, que era sangre. Se asustó mucho, corrió hacia la puerta. Una figura apareció reflejada en ella. Tenía la forma del peluche de Juan, pero algo no iba bien, su altura era de unos dos metros. Se giró con el corazón desbocado y lo vio frente a ella. Aquel peluche se había convertido en un ser maquiavélico, tenía los ojos de color rojo, dientes afilados y sus manos y sus pies eran garras. Aquello se abalanzó sobre ella. Antes de morir vio el cuerpo de Juan inerte, en medio de un gran charco de sangre. Aquel monstruo lo había matado. Desde el móvil de la joven, se escuchaba mi voz, desesperada, desgarrada. Cuando llegamos a la casa subimos corriendo al cuarto de Juan. Ante nuestros ojos vimos una auténtica masacre. Nuestro hijo y su niñera estaban muertos. Pero parecía que quien los hubiera matado, se habían ensañado con la chica, estaba destripada y las vísceras las habían colgado de la lámpara del techo. Mi marido, desesperado cogió en brazos el cuerpo de nuestro hijo, detrás de él estaba el armario. Las puertas se abrieron y aquel monstruo se abalanzó sobre él, lo cogió por sorpresa y no pudo hacer nada por salvar su vida. Yo logré huir. Salí a la calle gritando desesperadamente, pidiendo ayuda. El resto es historia, creé otra fobia, la de salir a la calle. Estoy internada en un hospital psiquiátrico, intenté suicidarme varias veces. Creen en mí, no me dan por perdida. Pero en cuando acabe de escribir, sé lo que debo hacer. Me reuniré con ellos.  Esta vez no fallaré.


sábado, 27 de marzo de 2021

REGALO

 

 

Soy ciego. Pero no nací privado de la vista. Un fatídico accidente de coche, hace cinco años, envolvió mi vida en sombras. Imagínense ustedes cómo me sentí cuando me di cuenta de lo que pasaba. La alegría de seguir con vida, dio paso a la ira de no haber muerto, para qué vivir si ya no podía contemplar el rostro de mi amada esposa y el de mi querida hija.  Meses de terapia para superar el trauma. Aprendía a utilizar mis otros sentidos y a fingir que todo iba bien. Me gustaba dormir, mi esposa dice que parezco una marmota, pero no es así. Finjo que duermo. Las noches son lo peor, no hay una en que no escuche pasos en la habitación, voces susurrándome al oído, incluso vislumbro, figuras altas y delgadas, de dientes afilados y garras que me acechan entre las sombras de mi habitación. No se lo cuento a nadie, para qué, pensarán que son alucinaciones provocadas por mi trauma. Tal vez sea así, pero son tan nítidas….

Hoy es un día especial y aunque no me apetezca mucho celebrarlo sé que mi esposa lleva días preparándolo todo para darme una sorpresa. Hoy, 26 de marzo, celebro mi cumpleaños número 40. Me haré el sorprendido, sonreiré y fingiré (son un experto en eso) que soy feliz. El olor del adobo llega a mi habitación, y aviva mis ganas de desayunar. Pero antes debo escuchar el radiograbador que puse por la noche, espero que no haya nada grabado en él.

Cuando mi vida dio este giro inesperado, tuve que mandatar a mi hermano para que se hiciera cargo de mis negocios. Hace un buen trabajo, le ayudo cuando me lo pide, pero sin salir de la sombra y exponerme a miradas curiosas.

Me levanto para ir al baño. Conozco el camino de sobra, no me hace falta el bastón. Pero sobre la silla que está al lado de la cama hay algo, lo toco y sé lo que es, el vestido que mi esposa se pondrá esa tarde, sé que es de color rojo, no porque lo “vea” ni sea adivino, sino porque me lo dijo ella, le encanta ese color. La habitación está tan ordenada que, como siempre, no encuentro ningún obstáculo en mi camino al baño.

Otro olor inunda la casa, es el olor a manzana. Intuyo que, en la cocina, se está preparando una tarta, es mi preferida.

Salgo un rato al jardín, me gusta el olor que trae la primavera consigo. Es el olor del resurgir de la vida. Me siento a escuchar los ruidos que hay a mi alrededor, casi puedo escuchar crecer la hierba, las flores abrir sus pétalos al sol y por primera vez en mucho tiempo me siento en paz conmigo mismo y con la naturaleza.

Los invitados a mi cumpleaños empiezan a llegar. Me saludan, me abrazan y parecen alegrarse de verme. Estoy feliz de que estén conmigo en este día tan especial, los cuarenta no se celebran todos los días y tengo que reprimir unas lágrimas por la emoción que aflora en mí. La comida se celebra en armonía y con muy buenas vibraciones, la primavera está haciendo efecto en todos y cada uno de nosotros. Mi sobrina se acerca a mí y me da un paquete. Un regalo. Lo abro, lo toco y me doy cuenta de que es un jersey, la abrazo emocionado, me dice que lo hizo ella, eso tiene un valor añadido. Me lo pruebo, es ligero, pero abriga. Fue el primer regalo de varios. Debido a la emoción que me embarga no puedo evitar romper a llorar. No me avergüenzo de ello, los hombres también lloramos y sienta muy bien hacerlo de vez en cuando.

Creía que la ronda de regalos había llegado a su fin. Pero me equivoqué. Sonó el timbre de la puerta. Entonces el silencio se hizo a mi alrededor. En mi mundo de oscuridad, no podía apreciar lo que estaba pasando. Nadie decía nada. Escuché la voz de mi esposa hablando con alguien, parecía la voz de un hombre. También los pasos de ambos dirigiéndose al comedor donde estábamos reunidos. Me saludó por mi nombre y me entregó algo. Parecía un sobre. Reconozco que estaba nervioso, inquieto y asustado incluso. Las manos me temblaban. Me dio la impresión de que tenía corchetes, pero eran unos clips, que sujetaban aquellas hojas de papel. Era obvio que no podía leer lo que hubiera allí escrito, a no ser que estuviera en braille. Mi querida esposa ese acercó a mí y dulcemente me dijo que aquello era un regalo que aquel hombre, muy amablemente, me hacía. El citado hombre era un prestigioso cirujano oftalmólogo y lo que estaba escrito en aquellas hojas era un consentimiento que debía firmar para una operación que me devolvería la visión. Le pregunté, en un hilo de voz, a causa de la emoción, las probabilidades de éxito, me dijo que eran del 99%. No os podéis imaginar lo que sentí en esos momentos, un cúmulo de sentimientos se agolparon en mí, quería llorar, gritar, saltar, pero no hice nada de todo aquello. Sólo pude asentir con la cabeza y firmé aquella hoja. Había abierto de nuevo la puerta que se había cerrado tras de mi hacía cinco años. Y lo primero que se me vino a la cabeza fueron embarcaciones navegando por el largo y ancho mar. Y mi deseo cuando recuperara la vista, sería ir en una de ellas, sentir la brisa y el sol en mi cara y gritar a pleno pulmón. Y tal vez, el regreso de la luz a mi vida, disiparía los monstruos y las voces que surgían de la oscuridad.

 

 

 


domingo, 21 de marzo de 2021

SUCESO EN EL TAXI

 


 

 

 

Llevo siendo taxista desde muy joven. Al cumplir los 18 y en vistas de que lo de estudiar no iba conmigo, mi padre me puso a trabajar conduciendo el taxi, que nos daba de comer. Él lo conducía de noche, yo de día, hasta que un día mi madre, se puso pesada y me sugirió en tono de orden más bien, que le cambiara el turno al viejo, porque ya iba mayor y que necesitaba descansar y todo eso que dicen las madres para tratar de convencerte y que en el fondo sabes que es verdad. Un chantaje psicológico y que siempre les funcionaba, vaya si le funcionaba.

Y ahí me vi yo, de noche por las calles de la ciudad en busca de algún cliente. Echaba de menos ver a mis amigos y tomar un refresco cuando hacía un descanso. Ahora si los veía sería divirtiéndose en alguna discoteca de moda o pub a donde iría a buscar a algún pasajero que necesitara de mis servicios. Y vaya si había, muchos, porque los que frecuentaban esos sitios acababan más bien temprano que tarde, incapacitados para conducir. Siempre trataba de estar ahí, al caer la noche y la gente quería ir a sus casas.

Un día, era domingo, estaba delante de la discoteca de moda esperando clientes, mis amigos estaban por allí poniéndome los dientes largos al ver como se divertían y ligaban con unas chicas muy guapas. Recibí una llamada de la central diciéndome que tenía que ir, lo más rápido posible a una dirección a buscar a una persona que tenía que coger un avión en menos de una hora.

Me despedí de los colegas y fui hasta allí. Era una zona residencial, con pinta de ser muy cara. Un hombre con un traje negro, impecablemente planchado, me esperaba en la entrada de su casa con una gran maleta. Paré el coche, me apeé y me dirigí hacia él para ayudarle a meter la maleta en el maletero. Él rehusó, muy amablemente, todo hay que decirlo, diciéndome que ya lo hacía él. No me pareció extraño, en ese momento, porque no era la primera vez que me pasaba. Así que cerré el maletero y nos metimos en el coche. Dirección aeropuerto. El hombre se sentó en la parte de atrás y era más bien parco en palabras. Puse la radio, una emisora de música para hacer la media ahora que nos separan del punto de destino, un poco más ameno. Por el retrovisor observé como se recostaba contra la ventanilla del coche y cerraba los ojos, me dio la impresión de que se había quedado dormido, un truco que hacía mucha gente para no darme conversación. No me importó. Seguí conduciendo. Cuando llegamos, me ofrecí a bajar la maleta, la verdad, es que tenía toda la pinta de pesar bastante. Pero rehusó de nuevo. Vi el esfuerzo que hacía para sacarla de allí, pero me mantuve al margen. Me pagó la carrera, me dejó una buena propina y lo perdí de vista tras las puertas del aeropuerto. Me quedé allí, esperando que llegara algún avión y algún cliente necesitara que lo llevara a la ciudad. Estuve cerca de media hora, estaba adormilado, escuchando, más que viendo, cómo se abrían y cerraban las puertas de la terminal. En esto veo al hombre salir de allí. No llevaba la maleta. Me pareció extraño ¿qué había hecho con ella? Yo estaba el tercero de la fila de la parada, así que pilló el primer taxi. No le di importancia. Y seguí esperando.

Horas después estaba en la cama durmiendo plácidamente, me había olvidado por completo de aquel hombre y su maleta.

Días después me levanté a la hora de comer, como siempre hacía. Mi madre estaba en la cocina, sirviendo la comida, tenía el televisor encendido. Estaban puestas las noticias de la tarde y hablaban de una misteriosa desaparición en una urbanización a las afueras de la ciudad. Levanté la mirada del plato al escuchar el nombre, me sonaba ese sitio. Allí había recogido al hombre de la maleta. Decían que había desaparecido una mujer. A los pocos minutos entró mi padre en la casa. Había llevado el taxi a lavar. Se sentó a la mesa y mientras mi madre le servía la comida, me comentó, como de pasada, que tenía que limpiar el maletero de vez en cuando, que había encontrado unas manchas rojas en él y que le había costado mucho limpiarlas.

Unas alarmas se dispararon en mi cabeza. Una idea descabellada pasó por ella. Pero eran tan disparatada que hasta el mero hecho de pensarla me producían náuseas. Desde la noche del hombre y su maleta, nadie más, por lo menos en mi turno, había utilizado el maletero. Y si lo que llevaba aquel hombre en la maleta era a su mujer descuartizada, de ahí la sangre, y la había facturado en el aeropuerto mandándola lejos. Tenía sentido, el hombre había salido sólo, sin maleta del aeropuerto. Aquello era una locura.

Después de darle vueltas, decidí ir a la policía, por lo menos a comentarles mis teorías. Aun sabiendo que me tildarían de loco, pero y si ¿era cierto? Al entrar vi mucho revuelo. No había nadie tras el mostrador de denuncias. Media hora después apareció una joven uniformada pidiéndome disculpas por el barullo que se había formado. Yo le pregunté qué había pasado. Ella, muy amablemente, me respondió que habían encontrado una maleta con los restos de una mujer descuartizada dentro, que los estaban analizando pero que seguramente eran los de la desaparecida días atrás. A cuadros me quedé, al final mis sospechas eran fundadas.

 


EXTRAÑA LLAMADA (CONTINUACIÓN)


 

 

Esa noche los chavales no pudieron conciliar el sueño. Estaban muy nerviosos. Había muchas preguntas sin respuesta flotando en el aire. La chica, que compartía habitación con su hermano, tenía una muy importante que le rondaba por la cabeza como un mosquito molesto. Suponiendo que aquel hombre recibiera el sobre, que lo más seguro era que sí, y no hacía nada, no podrían volver a contactar hasta dentro de seis meses, que se produciría el siguiente equinoccio, el del otoño. No era mucha la espera, teniendo en cuenta, el tiempo que habían esperado hasta ahora. Pero la adrenalina, todavía corría por sus venas y la ansiedad la embargaba. Y otra pregunta, la que más temía. Si la gente del pasado tomaba medidas para que aquella guerra no se produjera, ¿qué sería de ellos? Tal vez, lo más seguro, es que no llegarían a nacer. Estuvo un buen rato acostada en su cama, mirando hacia el techo, como esperando que le hablara y le diera las respuestas a sus inquietudes. Pero no pasó nada y al cabo de un rato, a causa del cansancio, el sueño al final llegó.

Aquel hombre hizo varias llamadas. Ponía énfasis, en cada una de ellas, en que el motivo era de máxima urgencia. Después de mucho insistir al fin el presidente lo recibiría en una hora. Mientras tanto, ya en su casa, esperando que lo vinieran a recoger, empezó a buscar información en su portátil. Imprimió algunas hojas y las estaba guardando en una carpeta cuando sonó el timbre de su casa. Era la hora de la verdad.

 

Los siguientes días fueron un tormento para aquellos jóvenes, hablaban sin parar del tema. Esperando que sucediera algo que les dijera que aquella llamada había surtido efecto. Pero nada sucedía. No habían hablado con los adultos sobre lo que habían hecho, aunque alguna que otra vez estuvieron tentados. No sabían cómo irían a reaccionar y ya estaban bastante angustiados como para por encima recibir una buena reprimenda seguida, seguramente, de un buen castigo. Tenían miedo. Cuando su amiga les dijo que tal vez, si el hombre les hacía caso, ellos no existirían nunca, no les gustó, ni una pizca, todo hay que decirlo. Pero al cabo de un rato, después de pensarlo detenidamente, pensaron que merecería la pena no existir, si el mundo nunca se destruyera, algo que, si los adultos lo escucharan estarían orgullosos de tal madurez por parte de aquellos cuatro chiquillos preadolescentes. La cabeza les siguió dando vueltas y más vueltas, y llegaron a la conclusión de que tal vez, sí existirían, pero en un lugar, igual de bonito como el que habían visto en las fotos y en un planeta que no estuviera muerto como lo estaba ahora. Y la verdad sea dicha, ante esa imagen, merecía la pena arriesgarse.

El presidente había convocado a un grupo de gente en un lugar privado y secreto. Los invitados iban llegando en grandes coches negros tintados, con los ojos vendados. Conocía al primer ministro desde la infancia y sabía que no era un hombre que se dejara influir fácilmente. Entonces lo que le iba a decir tendría que ser de una gran magnitud.

El primer ministro fue el último en llegar y cuando lo hizo se encontró en una gran sala donde había una gran mesa de cristal, y a su alrededor una docena de personas, esperando expectantes lo que tenía que decirles.

Así que no los hizo esperar más. Abrió el sobre y empezó a mostrarle lo que había en el interior. Recortes de periódicos, amarillentos por el paso del tiempo, fotografías y dibujos realizados a lápiz. En los recortes se hablaba de la falta de efectividad de la vacuna contra el virus que los azotaba. Y como nadie hacia nada al respeto, todos se pelean diciendo que la suya era mejor que la del vecino y la gente mientras tanto iba cayendo. Fotografías de cadáveres hacinados en las calles sin que nadie los recogiera. Gente desvalijando tiendas y agrediendo a otros. Un gran titular en donde ponía que la Gran Guerra, la tercera guerra mundial, era inevitable y que los países se estaban preparando para el ataque. Los dibujos mostraban ciudades asoladas, escombros, cenizas por todas partes. Había una nota donde decía que no disponían de cámaras para plasmar aquella desolación, pero que un chaval al que se le daba muy bien el dibujo, dibuja lo que iba viendo.

Contaban en la nota que eran pocos los supervivientes. El mundo había sido destruido casi en su totalidad. Vivian en colonias. Tuvieron que empezar desde cero. Ahora disponían de agua potable y electricidad, y el día a día era una lucha total por la supervivencia ya que el virus seguía entre ellos.

Hubo un silencio total en aquella sala. Todos sabían que el mundo estaba a punto de quebrarse. Y que aquello iba a pasar. Ya habían empezado las revueltas a lo largo del mundo, e incluso corrían rumores de que la mayoría de países, estaban preparando sus ejércitos y sus armas para entrar en guerra. Aquello entonces era verídico. Había pasado. Y querían alertarnos de las consecuencias. Sólo tenían que pararlo.

Los siguientes días fueron de locos. Llamadas, reuniones, científicos del todo el mundo se unieron para dar con la vacuna definitiva, sin pensar en los beneficios, sólo en evitar una catástrofe mundial. La humanidad se podía salvar si todos ponían algo de su parte. Y se produjo el milagro ansiado.

Una mañana, los dos hermanos se despertaron, pero no lo hicieron en el lugar habitual que era una sala dormitorio, donde una veintena de chavales dormían. No. Estaban en una habitación, los dos solos. Les llegó el olor a tortitas y café recién hecho. Se miraron entre ellos sin comprender lo que pasaba. Bajaron. En la cocina estaban sus padres. Se les veía felices. Tenían el televisor puesto. Habían logrado la vacuna definitiva que acabaría con aquel virus. El mundo se había salvado. Ellos no pudieron evitar llorar de alegría mientras se abrazaban. Había funcionado.

 

 

 


sábado, 20 de marzo de 2021

APOCALIPSIS

 


 

 

Unas naves espaciales, se dirigían a la tierra. En el centro de control empezó a sonar una alarma. Todavía estaban lejos, pero a la velocidad que llevaban no tardarían ni una hora en llegar a la Tierra. Eran las 9 de la mañana.

A esa hora, un exorcista, estaba realizando la ardua tarea de expulsar un demonio del cuerpo de una joven. Llevaba toda la noche, estaba amaneciendo y desde entonces no había conseguido que aquel ser oscuro abandonara aquel cuerpo. El sacerdote estaba exhausto. Las fuerzas le flaqueaban. Era una lucha titánica, un mano a mano, con aquel ente, de momento no había un vencedor claro. A las 9 cuando los expertos del centro de control detectaron unos objetos no identificados aproximándose a nuestro planeta, aquel demonio decidió hablar. Ojalá no lo hubiera hecho, porque lo que estaba profetizando sería el fin de la humanidad. El fin de todo y de todos. El Apocalipsis.

El demonio abandonó el cuerpo de la joven, el exorcista se había acurrucado en una esquina de la habitación, balanceándose de un lado a otro en estado de shock, la joven se despertó y a pesar de las magulladuras que tenía en todo su cuerpo logró salir de la cama en la que había estado postrada, acercándose al hombre de la sotana que mascullaba algo entre dientes. Lo zarandeó sin resultado. No quería hacerlo, pero le propinó una bofetada para que reaccionara. El sacerdote salió del trance, la miró, sin comprender en un primer momento, que había pasado, para luego pedir a gritos un teléfono. Tenía que avisar al Vaticano de lo que estaba a punto de suceder.

A las 10 en punto, se atisbaron naves de origen desconocido, en todo el planeta. Cientos de ellas. Miles, decían algunos. La humanidad no estaba sola. La incertidumbre de aquello les llevó a la curiosidad, haciendo que la gente saliera de sus casas a contemplarlas. Aquellas naves no se movían, estaban inmóviles sobre ellos. Esperaban pacientemente, pero ¿qué? Si venían en son de paz, no tenía sentido aquel silencio, a no ser que aquellas no fueran sus intenciones.

Entonces, la Tierra tembló. El suelo se abrió. La gente empezó a correr despavorida intentando buscar un lugar seguro donde guarecerse, pero pocos consiguieron no caer en las grietas que se iban formando a su paso. Los que sobrevivieron, desearon no haberlo hecho, cuando vieron como unos seres oscuros, procedentes del inframundo, salían al exterior. Era una visión dantesca, grotesca, horrible, escalofriante. Demonios de distintas formas y tamaños empezaron a ascender hacia aquellas naves. Eran muchos, incontables, podían ser cientos, miles, nadie lo podía saber con certeza porque los que los estaban viendo enloquecían ante tal visión.

Eran las 11 de la mañana cuando aquellas naves tomaron tierra. La invasión de nuestro planeta era un hecho. Las fuerzas de seguridad estaban avisadas. El ejército provisto de las armas más sofisticadas que poseían, tomaron posiciones. Los gobiernos mundiales, por primera vez en la historia, se unieron para hacer frente a aquella crisis mundial.

De cada nave situada en cada ciudad importante del mundo, un ser vestido con un mono entero, que le cubría el cuerpo de pies a cabeza, de color blanco, salía del interior. Tenía un mensaje que dar. No era muy halagüeño. Aquellos seres tenían aspecto de humanos. Incluso podían pasar por uno de ellos sin levantar la mínima sospecha. Pero había algo diferente en ellos. Los ojos. Estaban desprovistos de vida. Eran negros como la oscuridad más absoluta y hablaban y se movían como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles. Los altos mandos de todo el mundo, el Vaticano y la mayoría de las personas, seguían este contacto alienígena por medio de pantallas de televisión. Pocos fueron los atrevidos que se aventuraron a estar en primera línea, a excepción de periodistas y fuerzas de seguridad. Las distintas religiones de todo el mundo también se consensuaron entre ellas. Todas coincidían en que aquellos extraterrestres estaban poseídos por las fuerzas del mal. El mensaje fue claro, era el principio de una nueva Era, en la que Dios sería desbancado y el Mal, en su estado más puro, tomaría aquel planeta y a todo y todos los que en él vivían. No darían tregua a aquellos que se opusieran a tal conquista, los que acataran sus órdenes formarían parte del ejército capitaneado por Satán. Tenían menos de una hora para darles una respuesta. O se rendían o acabarían con el mundo en su totalidad.

A las 12 en punto, al ver que la respuesta no llegaba, aquellas naves elevaron su vuelo colocándose estratégicamente sobre todo el planeta. La gente se refugió en los lugares de culto, rezando, a la espera de un milagro.

Lanzaron la primera bomba. Los humanos intentaron derribarlos con las armas que tenían a su alcance, pero en menos de una hora, la Tierra tal y como la conocemos, quedó destruida, no quedando en pie, ni una persona, ni animal, ni vegetal. El sol se oscureció, la vida, en su totalidad, dejó de existir. Nuestro planeta quedó reducido a cenizas. Los demonios habían vencido. Era el Apocalipsis.

 

 

 


viernes, 19 de marzo de 2021

EXTRAÑA LLAMADA

 

 

 

Es una tarde de viernes lluviosa, abro el paraguas. Mi hermano y yo quedamos con unos amigos. La noche anterior, a la salida de clase, le habían dicho que habían encontrado algo que teníamos que ver. La intriga nos estaba matando. Éramos los descendientes de la gran guerra. El mundo había quedado asolado y solo un puñado de gente había sobrevivido. Vivíamos en una colonia, somos unas quinientas personas, mujeres, hombres y niños que tratábamos de sobrevivir al día a día. Cultivamos las tierras, habíamos hecho un sistema de regadío, aprovechando un río que teníamos muy cerca. Reconstruimos casas, hicimos una escuela y un hospital, adquirimos conocimientos gracias a libros que hemos ido encontrando y recopilando de generación en generación, así como grabaciones de audio. Logramos volver a tener electricidad y teléfono. Pero aquel virus que nos llevó al desastre mundial, todavía pululaba entre nosotros. Las vacunas no habían funcionado y no teníamos unas nuevas, por lo menos de momento. De vez en cuando salían partidas, de gente, que tardaban más en regresar a casa, porque cada vez que salían iban un poco más lejos. Llegaban con descubrimientos nuevos, vestigios del pasado, de hacía mil años, y gracias a ellos intentábamos avanzar, paso a paso. Pero todavía nos quedaba mucho por hacer. Necesitábamos recursos y sobre todo esperanza porque estábamos a las puertas de la extinción total del ser humano.

Cuando llegamos al lugar de encuentro, las ruinas de una casa, que algún día fue un lugar de culto, nos dirigimos hacia el fondo del recinto, allí había una trampilla en el suelo, metálica, cubierta por una ajada alfombra de color rojo. La habíamos descubierto tiempo atrás, de casualidad, mientras pasábamos el rato tirando piedras a los pocos cristales que todavía quedaban. No nos juzguen, somos apenas unos adolescentes, sin mucho donde divertirnos. Allí abajo no había electricidad, habían encendido unas velas, tenían algo entre las manos. Como un libro, eran un álbum de fotos tomadas con una cámara, sabíamos cómo eran, teníamos algunas en la colonia, aunque no funcionaban. Mostraban ciudades, monumentos, fuentes, niños jugando, mayores preparando la comida, siempre salía la misma gente, seguramente se trataba de una familia que se había ido de vacaciones. También había fotos de caballos y herraduras. Estábamos hipnotizados ante aquella visión. Qué bonito se veía todo. No pudimos evitar derramar unas lágrimas por la emoción que nos embargaba. Ninguno de los presentes había vivido algo así y los que lo hicieron, llevaban mucho tiempo muertos y no podían contarlo. Nos quedamos en silencio. Entonces se me ocurrió algo y se lo hice saber a ellos. Era escalofriante, pero podía resultar. Me dijeron que aquello era una locura.

Aquel lugar estaba lleno de cosas que habíamos ido recopilando los cuatro, a lo largo de los años, y habíamos ido construyendo, casi sin darnos cuenta, un santuario de reliquias de todo tipo de aquella época. Una de ellas era un libro muy gordo, lleno de números de teléfono. Un listín telefónico. Estaba lleno de anuncios que nos asombraban, uno de ellos era el de una mujer con el hábito de fumar. Nosotros teníamos un teléfono fijo en la colonia. Se utilizaba para comunicarnos con otras comunidades que había a lo largo y ancho del mundo. No eran muchas, tal vez una docena a lo sumo. Pero gracias a ello podríamos saber cómo les iba, la gente que sucumbía al virus, y todo lo que nos quisieran contar.

Arranqué una página de aquel listín que era de una ciudad que había existido allí, donde vivíamos nosotros y de la que ahora sólo quedaban ruinas, y la guardé en mi bolsillo. Regresamos a la colonia, olía a tarta de arándanos. Entramos en el despacho de René que era nuestro presidente. La puerta siempre estaba abierta. Ahora teníamos que dar el mensaje. Y esperábamos que nos creyeran. Que nos hicieran caso. Teníamos que viajar en el tiempo para avisar a la gente, de mil años atrás, de lo que iba a suceder. Sabíamos cómo hacerlo, había que aprovechar el equinoccio que se produciría aquel día y que era una puerta para viajar en el tiempo. Llamamos al primer número de aquella hoja. Estábamos muy nerviosos. Nos contestaron al segundo tono. Una voz somnolienta nos respondió al otro lado de la línea. Yo era la que había marcado y a la que le tocaba hablar. Me presenté y le dije que tenía un mensaje que darle. Le empecé a contar lo que iba a pasar y la línea se cortó. Me había colgado. En vez de desesperarme marqué otro número. Esta vez no me colgaron. Un silencio bastante incómodo, se produjo al otro lado del teléfono. Al final cuando aquella persona me habló, me pidió pruebas. Teníamos unas cuantas.

Aquel hombre que recibió aquella extraña llamada se quedó de piedra ante lo que le habían contado. Su primera reacción fue la de colgar el teléfono. Pero no sabía por qué no lo había hecho. Aquello sonaba a ciencia ficción. La persona que hablaba parecía una chiquilla desesperada. Pero tenía pruebas y se las iba a dejar a las 10 de la mañana en un parque cerca de su casa. No perdía nada por ir hasta allí y ver por sus propios ojos si era verdad o no. Lo que encontró fue un gran sobre, pero ni rastro del que lo había dejado. Se sentó en un banco, lo abrió y empezó a sacar las probables pruebas que había dejado. Quedó estupefacto ante lo que estaba viendo. Aquello, si era verdad, era de una gravedad a nivel mundial, terrible. Sabía a quién recurrir, tenía muchos medios a su alcance, por algo era el primer ministro de la Nación. Había que tomar medidas urgentemente.


martes, 16 de marzo de 2021

ESCALOFRIANTE

 




Escalofriante lo que me contó una amiga la otra noche. Marta vive sola en un apartamento más bien pequeño, tiene un perro llamado Roco. El perro duerme a los pies de su cama. Por las mañanas, en cuando un rayo de sol se filtra por la persiana, le lame la cara para despertarla. Lo viene haciendo cada mañana, de cada día, desde muy cachorro. Tiene comprobado que Roco es el mejor despertador del mundo. Una mañana nota el lametazo habitual. Somnolienta entreabre los ojos. En el cuarto hay una oscuridad total. Se da cuenta de que no fue Roco quien le lamió, es más, siente una presencia muy cerca de ella, en su cama. Se queda paralizada a causa del miedo que siente. Nota un aliento cerca de su oreja derecha. Luego un susurro: "los monstruos también sabemos lamer". Me cuenta, que no sabe de dónde sacó las fuerzas para levantarse de la cama de un brinco. Va a mirar si Roco sigue en su sitio, el perro está gimiendo, inquieto, la está mirando y puede ver miedo y angustia en sus pequeños ojos, está claro que él también sintió algo. Abre la puerta de su cuarto y sale, seguida del perro que no se separa de ella, pisándole los talones. Enciende las luces de la casa, todas y cada una de ellas, menos las de su habitación, no se atreve a volver allí. Bebe un vaso de agua, la mano que lo sujeta le tiembla y el agua se derrama por su pijama. Me llama. Mientras no le contesto, se pone a buscar el tabaco, tal vez pensando que un cigarro la tranquilizaría un poco, sin darse cuenta de que había dejado de fumar hacía más de dos años. Le respondo al tercer tono, no entiendo lo que me dice, habla atropelladamente, mientras llora. Oigo ladrar a Roco. Por fin puedo entender algo, “ven, por favor, tengo miedo”. Su tono es suplicante, llora desconsoladamente, sus llantos y sus gritos se mezclan con los ladridos del perro. Le pregunto qué le pasa, me dice algo de un monstruo que la lamió. No entiendo nada, trato de calmarla, pero es en vano. Está muy alterada. Salto de la cama, cojo las llaves del coche y salgo en su busca, con el corazón encogido y rezando para que estuviera bien. Cuando llego, la encuentro fuera de su apartamento, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta y Roco a su lado. Los llevo hasta el coche. Se sube, seguida por su fiel compañero, parece un poco más tranquila. Entonces me lo cuenta, con todo tipo de detalles. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. De camino a mi casa, me sorprendo mirando varias veces por el retrovisor, temerosa de que aquel monstruo nos estuviera siguiendo. No hay nada, salvo oscuridad.  Nunca más volvió allí.


sábado, 13 de marzo de 2021

SUCESO EN EL HOSPITAL

 


 

Estaba en el hospital, mi madre llevaba días ingresada a causa de un fuerte dolor en el abdomen. Los médicos, después de días observándola, decidieron operarla. Hablaron conmigo y me informaron que dicha operación era bastante arriesgada para una persona de su edad (80 años) y que podría tener un desenlace fatal. Pero, por otra parte, si todo salía bien podría tener una buena calidad de vida durante bastantes años más. Así que después de pensármelo y sopesar los pros y contras les di el consentimiento para la intervención quirúrgica.

El día de la operación estaba bastante nerviosa, el cirujano me dijo que podría demorarse varias horas, que intentara relajarme un poco y me aconsejó ir a dar un paseo, si era fuera del hospital mejor que mejor, que en cuanto terminasen se pondrían en contacto conmigo.

Le hice caso, y en cuanto mi madre entró en quirófano decidí salir a la calle y dar una vuelta. Desde las ventanas del hospital podía ver el día tan estupendo que hacía fuera. Un paseo no me haría daño.

Cogí mis cosas y me puse a caminar por el largo pasillo que desembocaba en el ascensor. Se abrieron las puertas y al fondo, apoyada contra la pared, había una adolescente, calculé que no tendría más de quince años. Muy guapa, con una larga melena rubia y bastante alta. Me saludó y se hizo a un lado para dejarme espacio. Tras de mí un hombre vestido con una bata blanca, uno de los muchos médicos del hospital, entró corriendo. Nos saludó cortésmente a la joven y a mí y pulsó la planta a la que se dirigía, curiosamente iba a la planta principal como yo, y el ascensor se puso en marcha. Se hizo un silencio incómodo y para romper el hielo le pregunté a la chiquilla si venía a ver a alguien. El ascensor parecía que no tenía mucha prisa por llegar al destino que le habíamos indicado, porque hacía paradas en cada planta, tomándose su tiempo, que me parecía eterno. La joven en cuestión me dijo que venía a recoger a su abuela. Le hice saber que me alegraba que se hubiera recuperado y que pudiera irse a casa. El médico no hablaba, pero me fijé en su cara y vi incertidumbre en ella y algo parecido a miedo, quizá. El ascensor se pasó nuestra planta de destino y siguió subiendo. Miré incrédula hacia los botones por si se habían desactivado, pero la planta 0 seguía marcada. No entendía nada. Llegado a este punto, el médico se puso visiblemente nervioso, unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Por fin el ascensor se detuvo, y lo hizo en el piso sexto. Se abrieron las puertas y una ancianita vestida con el camisón del hospital apareció en el umbral. La joven la abrazó con ternura, mientras la colmaba de besos, luego la ayudó a entrar en el ascensor. En un visto y no visto, el médico desapareció. Desconcertada dirigí la mirada hacia el pasillo y lo vi alejarse con paso ligero, casi corriendo. No lo pensé y corrí tras él. Lo llamé, pero parecía que no me escuchaba o que tenía mucha prisa para llegar a donde fuera que iba y no quería pararse. Finalmente lo alcancé, su aspecto era terrible, estaba sudando copiosamente, su cara se había puesto lívida y cuando me miró vi miedo, pánico, desconcierto, en su mirada, se tambaleaba como si estuviera borracho, lo agarré a tiempo, antes de que se desplomara en el suelo. Vi una sala de espera cerca de donde estábamos y lo llevé hasta allí, no había nadie. Lo conduje hasta una silla para que se sentara. Le serví un vaso de agua del dispensador, se lo bebió a pequeños sorbos, por fin, el color volvió poco a poco a sus mejillas. Al cabo de un rato, todavía conmocionado, logró contarme lo siguiente: el día anterior, ya entrada la tarde, había llegado en una ambulancia una chiquilla, víctima de un atropello. La joven ingresó cadáver. Su abuela que acudió al hospital en cuando la hubieron llamado, no pudo soportar la noticia y le dio un infarto, muriendo casi en el acto. Intentaron reanimarla, pero no pudieron hacer nada por salvarle la vida.

Luego añadió algo que cambiaría mi vida para siempre.

La joven del ascensor, era la víctima del atropello y la anciana a la que abrazó, su abuela.

El móvil sonó en mi bolso, con el pulso tembloroso, respondí, el cirujano había terminado de operar a mi madre, todo había salido bien.

 


EL TENDERO

 


Quesos por todas partes. Aquello era el paraíso para los amantes de aquel producto. Yo lo odiaba. Pero a mi marido le encantaba y yo, como no, era la encargada de comprárselo. Cerca de casa vi esa tienda. El escaparate estaba hasta arriba de quesos. Era el primer día que abría. Entré. Era la típica tienda de barrio y el tendero, un señor mayor, llevaba un delantal blanco, impoluto. Al otro lado del mostrador me recibió con una gran sonrisa. Le expliqué la obsesión de mi marido por los quesos y muy amablemente me hizo una bandejita, muy chula, por cierto, con una gran variedad de ellos. Repetí la visita todas las semanas, mi marido estaba encantado con aquellos quesos que le llevaba. Un día, entré y el tendero no estaba tras el mostrador, lo llamé, pero no recibí respuesta. Me parecía extraño que hubiese dejado la tienda sola. Así que me adentré en la trastienda, pensando que, tal vez, se encontraba mal y necesitaba ayuda o que no me había escuchado entrar, a pesar de que una campanita colgada sobre la puerta avisaba de la entrada de los clientes. No pensé, en ese momento, que estaba siendo una fisgona y estaba violando su intimidad. Pesaba más mi preocupación por aquel anciano, que tan amablemente se había portado siempre conmigo, que el hecho de colarme en una parte privada. Entré. Tampoco estaba. Pero me sorprendió algo, que a simple vista parecía que estaba fuera de lugar. Había tres puertas al fondo, cada una pintada de un color distinto, eso es lo que me llamó la atención, ¿quién pinta las puertas distintos colores? Yo no lo haría. Una era verde, otra roja y la otra blanca. Nerviosa, miré hacia ambos lados. Como si fuera a cometer un delito. Al fin y al cabo, iba a dar un paso más en violar la intimidad de aquel hombre. No sé por qué, pero me puse nerviosa. Nadie. Abrí la verde, había un baño, luego abrí la roja, era un almacén lleno de cajas, muy desordenado y sucio y por último abrí la blanca, una gélida brisa me dio de lleno en la cara como una bofetada y delante de mí vi pingüinos. Un carraspeo a mis espaldas hizo que me girara. El anciano me observaba desde el otro extremo de la habitación. El corazón me latía muy deprisa en el pecho. Lo miré asustada, como si fuera una niña pequeña que la acaban de pillar haciendo una trastada, él me miró, pero no vi enfado en su cara, en ella estaba aquella sonrisa amable y bonachona con la que siempre me recibía. Aquel detalle hizo que me relajara, por lo menos un poco. Aunque esperaba, como no, y con todo su derecho a hacerlo, una regañina por su parte. Pero no fue así. Me mostró una silla de madera, ajada por el paso de los años y con un ademán me indicó que me sentara, así lo hice, él hizo lo propio en otra que colocó muy cerca de mí. Seguía mirándome sin mediar palabra. Abrí la boca para pedirle disculpas por mi atrevimiento, pero él amplió más su sonrisa dándome confianza. Entonces habló. Y lo hizo de manera pausada, como si le relatara una historia a un niño pequeño antes de irse a dormir.

-Lo que has visto tras esa puerta te dejó desconcertada. Pero no temas, todo tiene una explicación. La primera puerta, la verde, es tu pasado, un tiempo que se esfumó y despareció por el retrete y no volverá jamás, lo que hayamos hecho, bueno o malo, determinará el presente, que es la puerta roja. Has visto un almacén, sucio y desordenado, porque así es como te sientes ahora mismo, en tu vida falta algo, algo que necesitas tanto como el aire que respiras pero que no puedes conseguir. Tu futuro, la puerta blanca, se presenta así, frío, inhóspito, sino enmiendas tu presente.

Lo miré desconcertada. Él continuó hablando.

-Deseas sobre todas las cosas ser madre. Y ese deseo te fue denegado.

Unas lágrimas empaparon mis mejillas. Había acertado.

-Yo puedo solucionar eso. Pero todo tiene un coste. Si aceptas mi ayuda, aceptarás lo que quiero. Depende de ti aceptar mi proposición. Eres libre para hacerlo.

Estuvo hablando un rato más y yo acepté las condiciones de aquel “contrato”.

Meses después tuve mi primer hijo, aquel fue un momento inolvidable, maravilloso, un sueño hecho realidad, mi marido y yo estábamos pletóricos. Un par de años después vino una niña a colmar de felicidad nuestro hogar. A aquel anciano no lo volví a ver, de hecho, la tienda de quesos que regentaba pasó a convertirse en una tienda de ropa. A medida que pasaban los años, me fui relajando. Tal vez aquella conversación en la trastienda con aquel anciano hubiera sido un sueño, o tal vez, el “contrato” había expiado. Pero me volví a quedar embarazada. Entonces supe que lo volvería a ver.

El día del parto, en la maternidad, un parto difícil, porque el niño venía de nalgas, lo vi. Aquella sonrisa amable dibujada en su cara no me inspiró la confianza de años atrás, esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Parecía que nadie más lo veía salvo yo. Grité desesperada mirando hacia la pared donde estaba aquel hombre apoyado, sonriéndome, pero nadie me podía ayudar. Se acercó a mí y me susurró al oído “vengo a cobrar lo que me debes”. Sabía lo que eso significaba, venía a buscar el alma de mi pequeño recién nacido, eso era lo que quería, porque él mismo me lo había dicho aquel día en la trastienda. “El pago será el alma de tu último hijo”.


viernes, 12 de marzo de 2021

AMOR ETERNO

 


 

Hora de sembrar el trigo. Para ese otoño se preveían grandes lluvias. El hombre estaba haciendo la siembra en un terreno muy cerca de la casa, donde su mujer, estaba preparando la comida. En el salón había una fotografía enmarcada, donde se veía a un joven rodeado de pingüinos, era el hijo del matrimonio, en las vacaciones del año anterior. Se le veía feliz, disfrutando de aquella aventura. El hombre regresó de su trabajo en el campo, se le veía cansado. Se quitó las botas en la entrada de la casa y se dirigió a la cocina donde le esperaba un gran plato de guiso en la mesa. En el televisor, uno pequeño, que habían puesto en la cocina a petición de la mujer, se veía a un joven haciendo malabarismo con unas pelotas pequeñas de color rojo, mientras montaba en un monociclo. Al finalizar de comer, decidió echarse una siesta, por la tarde si tenía fuerzas, cortaría algo de leña para el invierno. Pero eso sería más tarde, ahora necesitaba descansar un poco su dolorida espalda. Y luego, tal vez, entrada la noche, echaría una partida de dominó con su esposa, sabía que ella adoraba esos momentos que pasaban juntos y él haría cualquier cosa por ella con tal de verla feliz. Se metió en la cama, cerró los ojos y esperó a que el sueño se adueñara de él. Al cabo de un rato se dio cuenta de que no se dormiría. Echaba la culpa a su espalda dolorida pero no quería reconocer que era otra cosa lo que le rondaba por la cabeza y no le dejaba descansar. Se había levantado con una sensación extraña en el cuerpo, que le provocaba nerviosismo y malestar, era un presentimiento. No creía en esas cosas, ni nunca había tenido uno. Dejó volar su cabeza y sus pensamientos le llevaron al día en que conoció a aquella chiquilla tan guapa y encantadora, que llevaba un par de quesos a la feria para venderlos. Él iba ufano en su flamante motocicleta que se había comprado recientemente. Fue amor a primera vista, sabía que aquella jovencita sería su mujer y que cada día que estuviera con ella, viviría para hacerla feliz. Se casaron. El día de la boda, sus amigos hicieron un campamento junto al río y celebraron un partido de rugby. Fue el mejor día de la vida de ambos. Arropados por familiares y amigos que los querían, comenzarían a caminar juntos por el sendero de la felicidad. Se abrieron muchas botellas de champán, los corchos volaban por todas partes, entre risas y aplausos de los asistentes. Un fuerte ruido lo sacó de sus recuerdos. Sonó en la parte de abajo, tal vez en la cocina. Se levantó de un salto, obviando su dolor de espalda y corrió lo que sus viejas y cansadas piernas le permitieron, hasta llegar a la planta de abajo. Sobre el frío suelo de baldosas yacía su amada esposa. Todo hacía indicar que había resbalado. El suelo estaba mojado. Se acercó a ella, mientras unas lágrimas afloraban a sus ojos. Le tomó el pulso y vio que no tenía. Un gran charco de sangre se estaba formando debajo de su cabeza. Estuvo mucho tiempo tendido sobre ella llorando, mientras le cubría la cara de besos y le decía, le suplicaba que no lo dejara solo, que no podría vivir sin ella. El murió pocos días después, era tal la pena que le embargaba el corazón que se dejó llevar. Murió de amor. Al vivir en una granja bastante apartada del pueblo, los vecinos no se enteraron, a veces tardaban días en verlos, bajaban uno o dos veces al mes al pueblo para hacer las compras y luego no se les volvía a ver en varias semanas. Pero su hijo sí se preocupó. Había llamado varias veces a la casa sin recibir respuesta. No era normal en su madre, que siempre estaba pendiente de una llamada suya y descolgaba casi al primer tono. Así que fue hasta allí. Vivía a dos horas de viaje. Cuando llegó se llevó una gran sorpresa al no encontrar a nadie. La casa parecía vacía. Los llamó, pero no recibió respuesta. Subió al piso de arriba y fue directo a la habitación de sus padres. Su padre yacía en la cama, se le veía muy delgado y demacrado. Estaba frío y los signos de descomposición eran evidentes en su cuerpo. Sin embargo, la habitación olía muy mal y ese olor no provenía del cuerpo de su padre porque dedujo que no llevaría más de un día muerto. Entonces, ¿de dónde provenía? Llamó a la policía y éstos llegaron seguidos por una ambulancia. Levantaron el cuerpo de su padre y lo metieron dentro de una bolsa negra, de esas que se utilizan paras los cadáveres y se lo llevaron. El hijo que estaba en la habitación con dos policías, mientras los sanitarios se hacían cargo de su padre, se fijó en algo que había en el colchón. Se acercó. Notó que no estaba uniforme, el lado derecho sobresalía un poco. Levantó la sábana bajera y vio que estaba roto, rajado por la mitad con un cuchillo o algo punzante.  Los policías, que lo estuvieron observando le dijeron que no siguiera, que ya lo hacían ellos. Y así fue. Quitaron la sábana y lo que encontraron allí no lo olvidarían mientras les quedara un halo de vida. El anciano había rajado el colchón paras luego vaciarlo y dentro había metido a su difunta esposa. De ahí el olor a podrido de la habitación. Se habían jurado que estarían juntos incluso cuando la muerte los sorprendiese. Cumplió su promesa.


sábado, 6 de marzo de 2021

HISTORIA DE UNA GUERRA

 


 

Aquellos tres jóvenes habían sido llamados a alistarse al ejército. Tenían 18 años, vivían en el mismo pueblo y eran amigos desde muy pequeños, siempre andaban juntos. Tenían muchos planes para cuando acabaran el instituto, uno de ellos quería ser mecánico como su padre y trabajar con él en el taller, a otro le fascinaba el mundo de las leyes, tal vez llegaría a ser un gran abogado y el tercero soñaba con ser una estrella del cine, algún día. Aquel fatídico día en el que tenían que partir hacia una guerra que les quedaba grande, sus familias y amigos los fueron a despedir al tren. Hubo lágrimas, abrazos y buenos deseos. Cuando llegaron a su destino, tuvieron unos meses de entrenamiento militar, les enseñaron a formar y a disparar. Hubo una selección entre los soldados recién llegados y más jóvenes, y quiso el destino que los tres fueron escogidos para pilotar. Que no tuvieran ni idea de manejar un bombardero no fue impedimento, unas cuantas clases rápidas y los declararon aptos para tal fin. Sus primeras salidas solos, fueron de infarto, ninguno de los tres esperaba aterrizar sanos y salvos, pero sí lo hicieron. Las siguientes salidas fueron más relajadas y poco a poco fueron ganando en experiencia y seguridad.  Un día les dieron una misión, tenían que entrar de lleno en las defensas del enemigo y bombardearlas. Fue un día de locos, fueron a por todas y no le dieron tregua al enemigo, éste ante tal ofensiva, optó por retirarse. Habían ganado esa batalla. Tras la misión los tres jóvenes pilotos regresaron a la base, en sus caras llevaban reflejado el terror absoluto.

El capitán al mando que estaba esperando el regreso de los aviones, les dio una cálida bienvenida, había tenido muchas bajas y ver a aquellos jóvenes con vida era todo un acontecimiento. Les dijo que elaboraran un informe detallado de lo que había pasado y luego les dio un permiso para que se relajaran y tomasen unas cervezas.

El capitán siguió esperando la llegada de más soldados que había enviado a esa misión. Llegaron dos más. Estaban exhaustos, aterrados ante la batalla sangrienta que habían vivido, pero al mismo tiempo contentos por haberla ganado. La pérdida de compañeros no había sido en vano. Le preguntaron al capitán si habían llegado más compañeros. Les habló de los que habían llegado hacia una media hora y que estaban realizando el informe. Los soldados se miraron entre ellos, pensando que aquello no era posible. El capitán les iba a preguntar qué pasaba cuando el ruido de unos pasos a sus espaldas hizo que se giraran para ver quien llegaba. Y allí estaban aquellos muchachos, con el informe en la mano. Se lo entregaron al capitán sin mediar palabras. Sus semblantes estaban pálidos, los ojos sin brillo y mirando hacia un punto lejano situado entre las montañas que les rodeaban. Se alejaron de allí con paso lento y cansado como si hubieran envejecido sesenta años durante esa media hora. El capitán leyó el informe, bajo la atenta mirada de los otros dos soldados. En él se detallaba con todo tipo de detalles lo que habían vivido en aquella batalla, incluso…. Levantó la mirada hacia el lugar por donde se habían ido los jóvenes, estaba pálido y con el pulso tembloroso, pero no había rastro de ellos, era como si se hubieran desvanecido. Luego miró a los dos soldados que estaban con él, esperando una respuesta. Los muchachos le dijeron que habían visto como derrumbaban los aviones de los tres jóvenes, era imposible que estuvieran con vida. El capitán les mostró el informe que habían hecho, lo leyeron atentamente. Un escalofrío les recorrió el cuerpo, en él relataban con pelos y señales cómo habían muerto.


DAMAS

 



 

 

 

Damas, habían vivido en aquella casa colonial del siglo XVIII, dos hermanas, con una diferencia de edad de menos de un año. Perdieron a sus padres a una temprana edad, quedando al cargo de un tío paterno. Sus vidas transcurrieron rodeadas de lujos y atenciones constantes. El tío falleció siendo muy anciano. Ellas habían cumplido la mayoría de edad.  Al leer el testamento que habían dejado sus padres, descubrieron que su difunto tío había derrochado el dinero que les correspondería a ellas por herencia. Sólo quedaba la casa, las joyas de su madre y poco más. Los criados se fueron, dejándolas solas en aquella enorme casa. No tenían más familia. Su tío no se había casado y no tenía descendencia. Aquella situación hizo que la hermana mayor enfermara gravemente. Una gran depresión la postraba en la cama casi las 24horas del día. Su hermana, un día, cansada de largos meses de cuidarla, viendo como su juventud pasada sin disfrutar de la vida, sin poder casarse y así formar el hogar que tanto anhelaba, empezó a idear un plan. Al poco tiempo la hermana enferma desapareció de la casa. Inmediatamente, empezó a frecuentar sitios de moda, a dar fiestas en su casa, a vestir elegantemente. Si le preguntaban por su hermana respondía, casi automáticamente que la había tenido que ingresar en un centro especializado en enfermedades mentales, por la grave situación en la que se encontraba. Nadie puso en duda aquella argumentación y la vida siguió pasando. Se casó, vivió en aquella casa con su esposo, un reputado congresista, tuvieron un hijo y parecía que todo iba bien. Hasta que empezaron los fenómenos extraños, movimiento de muebles, caída de objetos al suelo, una voz que se escuchaba sobre todo por las noches. Un mañana, apareció tendida en el suelo, al pie de las escaleras que conducían al piso superior. Tenía roto el cuello, supuestamente, por la caída. Su viudo y su hijo abandonaron la casa poco tiempo después porque vivir allí se hizo prácticamente imposible. Los fenómenos extraños se habían acrecentado hasta tal punto que un día, muertos de miedo, cogieron un par de maletas y se largaron, dejando atrás libros antiguos, objetos de valor y personales.

 Actualmente, la casa que llevaba tiempo deshabitada, necesitaba algún que otro arreglo, pero eso no fue impedimento para que aquella mujer la comprara. El vendedor en ningún momento mostró su identidad, cualquier transacción se realizaba a través de un bufete de abogados. Quería mantenerse en el anonimato. Después de hacer los arreglos necesarios para hacerla habitable de nuevo, se instaló allí. Desde el primer momento en que la había visto se había enamorado completamente de ella. Sus días pasaban tranquilos y apacibles. Una noche empezó a escuchar ruidos de pasos en el piso inferior de la casa. Instaló una alarma para sentirse más segura. En los días siguientes aparte de escuchar ruidos, comenzó a tener sueños extraños, angustiosos, se despertaba gritando y llorando. Hasta que una noche se despertó en medio de una pesadilla, el corazón le latía desbocado en el pecho. Abrió los ojos y vio como sobre ella flotaba una mujer joven, vestida con ropajes antiguos, no tenía ojos, solo estaban las cuencas, mostrando una sonrisa siniestra en su cara cadavérica. Pidió ayuda, estaba muerta de miedo. La policía se personó en su casa, uno de ellos recordaba que sus abuelos contaban historias siniestras sobre esa casa y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Ella decidió buscar información en la hemeroteca del pueblo. Encontró historias sobre la casa que le ponían los pelos de punta. Sonidos extraños, luces que se encendían y apagaban, la gente que intentaba vivir allí, duraba menos de un mes, hasta que ya nadie se interesó por ella. Sin embargo, alguien no dejaba que se deteriorada y todos los años se hacían limpieza en los jardines, se abrían ventanas para ventilar y se hacían pequeños arreglos. Nadie sabía quién mandaba hacerlo. Aunque circulaban rumores que indicaban que era aquel dueño anónimo.

Una mujer de mediana edad la abordó un día por la calle, le contó una historia sobre aquellas hermanas, que le había escuchado a su abuela. Corría el rumor entre los vecinos, que la hermana pequeña había matado a la mayor para librarse de ella y poder quedarse con las joyas de su madre y así poder llevar la vida que siempre había soñado.

Su hermano decidió pasar el fin de semana con ella. Decidieron mover algún que otro mueble y colocar algún cuadro por la casa, para darle un ambiente más personal. Uno de ellos, iría en la cabecera de su cama. Cuando estaban taladrando la pared, ésta se resquebrajó casi por completo. Lo que encontraron allí les dejó sin palabras. Había un cuerpo momificado, emparedado, colocado en posición fetal. Parecía el de una mujer joven, vestida con el mismo ropaje que llevaba la mujer que se le aparecía. Tiempo después de aquello y tras realizar las averiguaciones pertinentes, tuvieron la certeza de que aquel cuerpo momificado, pertenecía a la hermana mayor. Hubo un detalle que no pasó por alto, el apellido del marido de la hermana más joven correspondía a alguien que ella conocía muy bien. Entonces si hilaba los datos que tenía, con los nuevos, aquel hombre podría ser el descendiente anónimo. El heredero de aquella casa. Recordó el día que su hermano se lo presentó, eran grandes amigos, nunca hablaba de su familia. Un hombre educado, simpático, inteligente, que se labró una buena reputación entre los de su gremio. Pero, sobre todo, le intrigó la insistencia de que invirtiera su dinero en aquella casa. Se trataba de su abogado.


viernes, 5 de marzo de 2021

AQUELLA DESCONOCIDA

 



 

 

Hacía unos días que había salido en libertad. Los últimos dos años los había pasado entre rejas, condenado injustamente. Si no fuera por aquella mujer, que después de todo ese tiempo, se decidió ir a declarar a comisaría, todavía estaría encerrado. Le acusaron de matar a un anciano que se había puesto delante de su coche, sin darle tiempo a frenar. No iba a mucha velocidad, respetaba el indicador de 40 por hora, no iba bebido, ni había tomado sustancias sospechosas, pero resultaba que aquel anciano era el padre del fiscal y éste utilizó todas las armas que tenía en su poder para culparlo. Aquella mujer, confesó que el anciano en cuestión, muy amigo de ella, le había dicho dos días antes del accidente, que quería suicidarse. El caso se reabrió y lo dejaron en libertad, con una carta de disculpa y sin antecedentes, y una bonita cantidad de dinero con la que podría empezar de cero. Su padre, daba la casualidad, que era el alcalde. O sea, que en todo ese tema había mucho politiqueo de por medio. Y él se vio envuelto en aquella trama sin comerlo ni beberlo. Pero ahora estaba libre y quería disfrutar a tope de esa segunda oportunidad que la vida le daba.

Ahora vivía en un pequeño apartamento, situado en una calle peatonal, donde cuando hacía buen tiempo se llenaba de gente, paseando y de compras, las cafeterías ponían las terrazas y éstas estaban llenas la mayor parte del tiempo. Le gustaba contemplar el ir y venir de la gente desde la ventana. Se fijó en una chica, parecía triste, sentada sola ante una mesa tomando un refresco. Llevaba gafas de sol, era morena y no llegaba a la treintena. No es que se enamorara a primera vista, pero sintió algo por aquella muchacha, algo la identificaba con ella, y le entraron unas ganas enormes, casi obsesivas, de besarla.

No lo pensó mucho y salió a la calle, pero cuando hubo llegado a la terraza, no lejos de su portal, aquella joven ya no estaba. Volvió a su apartamento, estaba inexplicablemente triste, sin ánimos y decidió poner un rato la tele. Estaban hablando de aquella nave que acababa de amartizar, y que al poco de hacerlo, se encontraron en medio de una erupción volcánica. Estaba ensimismado esperando que dijeran algo sobre cómo estaban los astronautas, cuando sonó el teléfono. Era su abogado. 

Ese día, dio paso al viernes, y se vio, casi sin darse cuenta, asomado en la ventana por si volvía a ver a aquella joven. Y así fue. Así que, antes de que se volviera a esfumar salió corriendo a la calle. De cerca era aún más guapa, el corazón le latía desbocado en el pecho. Unas enormes ganas de abrazarla y besarla le embargaron. Se quedó mirando para ella embobado. La muchacha le hizo un ademán de que acercara a su mesa. Estuvo a punto de pisar a un gato siamés que pasó corriendo como una exhalación, delante de él. Ella se rio de lo cómico de la situación. Y entablaron conversación.  Notaba como ella lo devoraba con la mirada, con deseo, él apenas la escuchaba en su cabeza se imaginaba quitándole la ropa, besándole el cuerpo mientras ella gritaba de placer. Hubo un momento en que sus cuerpos se rozaron, y el deseo brotó como aquella lava del aquel volcán en Marte. Se besaron con ímpetu, mientras en la mesa de al lado unos chavales los miraban embobados mientras jugaban a las damas. En la universidad le habían puesto un alias “el conquistador” por lo rápido que ligaba con las chicas, pero aquello era una nueva faceta en él. Tal vez, la cárcel le había sentado bien, dándole un aspecto más seductor. Tiraron los vasos y los refrescos que había sobre la mesa, las sillas acabaron volcadas en el suelo, era tal la atracción que sentían el uno por el otro que para ellos la gente había desparecido de su alrededor. Fueron a su apartamento, todavía olía al chinchulín que había cocinado al mediodía. Lo que había recreado en su cabeza minutos antes, se hizo realidad. Le arrancó la ropa, le besó su tersa y suave piel, haciendo que gimiera de placer. Estuvieron amándose hasta bien entrada la madrugada. El amanecer los sorprendió acurrucados, sudorosos y exhaustos después de una gran noche de placer, una noche inolvidable.

El ruido de unas sirenas lo sacó de su sueño, le costó abrir los ojos, la luz del sol le daba de lleno en la cara, sintió una ligera brisa en la habitación, palpó el otro lado de la cama, estaba vacío. Se incorporó, las cortinas se agitaban por el aire que entraba por la ventana abierta. Su ropa y la de ella estaba tirada por el suelo de la habitación. Supuso que no iría muy lejos desnuda. El ruido de las sirenas paró justo debajo de su ventana. Escuchó mucho bullicio fuera. Se asomó a la ventana para ver lo que estaba pasando. En el suelo, en medio de un gran charco de sangre, estaba la mujer que había compartido cama con él aquella noche.

 

 


miércoles, 3 de marzo de 2021

ANCIANO

 



Anciano, era aquel hombre que murió a causa de un infarto mientras dormía. Delante de la comitiva iba el sacerdote rezando por el alma del difunto, seguido, muy de cerca, por el féretro, portado por sus tres hijos y un sobrino. Detrás, la viuda, triste y desolada, arropada por familiares y amigos, era la viva imagen del dolor y la pena. La verja del camposanto estaba abierta de par en par. La gente fue entrando, en silencio, mostrando así respeto a los familiares y amigos del fallecido. Su cuerpo descansaría eternamente, en el panteón familiar. Los sepultureros habían llegado antes para acondicionar una de las sepulturas. Eran dos hombres con muchos años de experiencia en su trabajo, con los nervios templados y acostumbrados a enfrentarse a muy diversas circunstancias que pudieran encontrarse en un lugar como aquel. Cuando la comitiva estaba llegando los vieron en la entrada, visiblemente nerviosos. El sacerdote se acercó a ellos y les preguntó qué pasaba. Se escuchó la sirena de un coche de policía. Se detuvieron delante del camposanto. La gente, asustada y desconcertada, hablaban entre ellos sin comprender qué pasaba. La policía entró en el panteón, seguida por los sepultureros y el sacerdote. En la tumba, destinada a aquel anciano yacía un cuerpo, el de un hombre de mediana edad. Llamaron al juez, se procedió al levantamiento de aquel cadáver y fue trasladado al hospital donde le realizarían la autopsia. Ésta desveló que la causa de la muerte había sido por apuñalamiento. Se trataba de un asesino, buscado por la policía hacía tiempo y al que no habían logrado atrapar, hasta ahora. Sabían que había matado al menos a 5 personas. Todos mendigos. La pregunta era ¿Quién lo había matado? En la autopsia no encontraron indicios que pudieran aclarar aquel asesinato. El que lo hubiera hecho, lo conocía, porque no había signos de pelea en el cuerpo. Lo apuñaló sin levantar sospechas en el difunto de lo que le iba a hacer. La policía por fin pudo cerrar el caso del apodado “El cuervo”.

 

 


EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...