miércoles, 28 de diciembre de 2022

ELMUNDO SE EXTINGUIRA A LAS 12

 

Se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla. Se ahogaba, no podía respirar. El terror y el pánico más absoluto se habían adueñado de él. Entonces…. Abrió los ojos. Pero no lograba ver nada. A su alrededor todo era oscuridad. Mirara hacia donde mirara, no había ni un resquicio de luz que iluminara la penumbra en la que se encontraba. Inhaló una bocanada de aire que llenó sus pulmones exhalándola después. Volvió a repetir lo mismo varias veces. El poder respirar era en gran medida un alivio, pero aquella negrura que lo envolvía no ayudaba a que pudiera relajarse totalmente.

La sensación de ahogo volvió con más intensidad a cada segundo que pasaba. Sentía que su movilidad estaba bastante reducida. Podía mover los brazos y piernas ligeramente. Ahora bien, si las levantaba se topaba con algo sólido que no le permitía alzarlas por completo. También intentó incorporarse. La primera vez se llevó un buen golpe en la cabeza, debido al impacto sentía un gran dolor en la cabeza. Se tocó el sitio dañado y vio que le había salido un bulto del tamaño de un huevo de codorniz.  Varias ideas cruzaron su mente. Pero sólo pilló una al vuelo. La que se repetía más veces. Quizá la menos adecuada en su situación. Pero la que más veracidad podía tener teniendo la situación en la que se encontraba. Lo habían enterrado vivo. ¿Pero cómo era posible sentir dolor y miedo si estaba muerto?

—¿Hola?

Contuvo la respiración durante un instante. Le pareció que alguien le hablaba. ¿No estaba solo? ¿A cuántos más los habían enterrado con vida a su lado? Tal vez aquella voz estuviera en su cabeza. Tal vez se estaba volviendo loco. Tal vez….

—¿Estás bien?

Otra vez aquella voz. No sonaba muy lejos. No a su lado, pero sí muy cerca. Decidió responderle.

—Hola…. Estoy bien, o eso creo. ¿Dónde estoy? –le preguntó con un deje de miedo en su voz.

—Escucha –le respondió- impúlsate con los pies para subir.

—Cómo?

—Sólo tienes que dar un salto y podré verte. Hazme caso sé de lo que hablo –le dijo el desconocido.

«Dar un salto, pensó David».  ¿Podría hacerlo? Lo intentaría. Por intentarlo que no quedara.

Dobló las rodillas y se impulsó. Al hacerlo sintió como si fuera un cohete propulsado hacia el espacio. Pero su viaje terminó en la rama de un árbol.

Sintió como sus pulmones se llenaban de aire puro. La claridad le hizo entornar los ojos. Volvió a escuchar la voz.

—Tranquilo te irás adaptando poco a poco a la luz –le decía- por cierto, me llamo Antonio.

Tardó unos minutos en que su visión se adaptara a tanta luz. Cuando lo hizo vio cientos, quizá miles de árboles que se levantaban majestuosos delante de sus ojos formando un inmenso bosque del que no se veía el final. Giró la cabeza en la dirección de donde provenía aquella voz desconocida. Vio a un muchacho de unos veinte años vestido con vaqueros rotos y una camiseta negra con el logotipo de una conocida banda de rock. Lo miraba fijamente, sonriendo. Hasta ahí todo bien. Pero lo que no encajaba era que aquel muchacho estaba sentado sobre la rama de un árbol. Se asustó. Pero pronto fue consciente de su situación. El también estaba encaramado en la rama de un árbol. Otro árbol.

Gritó. Un grito desgarrador salió de lo más profundo de su garganta.

—Tranquilo –le dijo el muchacho en un tono sosegado y amable- no te vas a caer. Estás a salvo. Ahora perteneces al árbol.

—Pero… qué estás diciendo? ¿Que yo soy un árbol?

—Algo así –le respondió.

Aquello era una locura. Estaba soñando. No podía ser de otra manera. Aquello era una terrible pesadilla, no le cabía la menor duda. Se tocaba y era aire. La nada había adquirido la forma de su cuerpo. Era un fantasma. Tenía que ser eso. Se tocó la cabeza. El chichón seguía allí. Era de locos.

—Tengo que salir de aquí –le dijo al joven

Intentó descender por la rama para llegar al suelo. Estaba muy alto. Era consciente de que si se caía se mataría. Pero….

—Si te caes no te matarás –le dijo el joven como si le hubiera leído el pensamiento- no puedes volver a morir. Las ramas te recogerán antes de que caigas al suelo. Todo eso ya lo hice yo. Intenté huir como quieres hacerlo tú ahora. Puedes intentarlo, eres libre de hacerlo, pero no lo conseguirás nunca.

—Entonces… [estaré en este árbol para siempre? –le preguntó David asustado y desconcertado.

—Bueno hay una manera de quedar libre.

—Cuál? –le preguntó David deseoso de conocer la respuesta para poder ponerla en práctica cuanto antes.

—La muerte del árbol.

David no podía creer lo que le acababa de decir. El árbol se tenía que morir para que quedara libre. Aquello tenía que ser una broma. Porque cómo podría morirse un árbol. Se le ocurrieron algunas opciones, que lo talaran, un incendio, que lo partiera un rayo, una plaga….

—Sí, colega, un poco difícil pero no imposible –le dijo Antonio al ver la cara de incredulidad de su nuevo vecino.

—Y… ¿Cómo llegué aquí? 

—Eso sí que te lo puedo decir. Te has suicidado.

David no entendía nada. No recordaba nada. Antonio siguió hablando.

—Cuando te quitas de en medio tu alma es absorbida por un árbol, donde se supone que purgas el pecado de acabar con tu vida. Yo llevo aquí cinco años. Me maté cuando tenía veinte. Era un drogadicto. Siempre me metía en problemas. Lo perdí todo. Así que decidí desaparecer. Fue fácil. Me inyecté una dosis letal y cuando desperté me encontré en esta mierda de lugar.  Tuve una compañera. Fíjate en lo que queda del árbol a mi derecha. Está seco. Creo que le entró una plaga o algo así. La tía que vivía en ahí quedó libre. Fue ella quien me contó todo esto y a ella se lo contó otra persona y así sucesivamente. La tía llevaba aquí veinte años. ¿Te imaginas?  ¡Veinte años! A dónde fue. Ni idea colega, pero ya no está. Recordarás lo que te pasó con el tiempo cuando estés más tranquilo. Bueno y dónde estamos, pues no lo sé. Podremos estar cerca de casa como al otro lado del mundo. Vete tú a saber.

Todo era muy raro. Se había suicidado. Había acabado en un árbol del que sólo podría salir si se moría. Definitivamente tenía que estar soñando. Aquello superaba cualquier película de terror que hubiera visto.

Antonio hizo un comentario. Luego se recostó sobre la rama y cerró los ojos como si fuera a echarse una siesta. David lo agradeció. No le caía mal el chaval. Le gustaba no estar solo. Pero tenía que pensar detenidamente en todo aquello.

—Qué has dicho? –le preguntó

—El mundo se acaba colega, tarde o temprano, es un hecho –le dijo Antonio antes de quedarse dormido.

Todo cobró sentido en ese momento para David. Comenzó a recordar.

Se vio con el móvil en la mano enviando un mensaje a su grupo de amigos, al grupo de sus compañeros de trabajo y al grupo que tenía con la familia. El mensaje le vino claro a la mente EL MUNDO SE EXTINGUIRA A LAS 12. Lo envió minutos antes de la hora señalada.

Luego…. Una bañera, su bañera llena de agua caliente. Y sangre, mucha sangre. El agua se había teñido de rojo en pocos minutos. Se había cortado la yugular. Su mundo explotó. Se extinguió.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 21 de diciembre de 2022

AJUSTE DE CUENTAS

 

Se embriagó de maldad porque su sed de venganza estaba sedienta de odio.

Para comenzar a narrar los hechos quiero que conozcáis (lo que todavía no lo habéis hecho) y recordad (para los que ya la conocíais) una cita de Charles Baudelaire que dice así: «El odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida» y podría jurar, sin perder una parte de mi cuerpo que, en el momento en que a este gran poeta se le ocurrió esa frase, estaba viendo a un hombre ante una mesa de madera ajada por el paso de los años y los clientes que en ella habían apoyado sus cansados codos mientras esperaban que le sirvieran una jarra del vino, un hombre escondido entre las sombras queriendo pasar desapercibido para el resto de la clientela que en esos momentos brindaban por la llegada de la Navidad.

Ese hombre más bien corpulento, vestía ropas que alguna vez fueron nuevas y que ahora presentaban un aspecto desgastado por el uso y los lavados llegando a perder su color original. Muchos años sin renovar el armario, es lo que tiene vivir en la cárcel.

Nadie le prestaba atención. Solo una cucaracha en busca de algún alimento que llevarse a la boca, paseaba por la mesa con una tranquilidad pasmosa sabiendo que era ignorada por todos incluido aquel hombre.

Si le preguntásemos a la susodicha algún aspecto que destacar sobre aquel individuo, no me cabría la menos duda que lo primero de lo que nos hablaría sería de su mirada. Una mirada cargada de odio, rencor e ira. Y lo segundo que sus ojos estaban puestos en un hombre que junto a la barra había invitado a todos los allí congregados al mejor whisky que el dueño de lo local les pudiera ofrecer. Dicho hombre desentonaba con el resto del personal. Vestía un traje caro, zapatos relucientes de piel y de su bolsillo había sacado una cartera repleta de billetes de los grandes, sin temor alguno que algún amigo de lo ajeno quisiera hacerse con ellos, porque aquel hombre era el dueño del pueblo, todos los allí presentes trabajaban para él. Y como bien decían las abuelas en su infinita sabiduría «nunca muerdas la mano que te da de comer»

Volvamos al hombre agazapado entre las sombras. El de la mirada de odio que bebía solo en un rincón y que al parecer aquella celebración le traía sin cuidado.

Desde los inicios de los tiempos las rencillas entre hermanos existen. No se olviden de Caín y Abel, tal vez la primera trifulca de este tipo conocida. Pues bien, el hombre amparado por las sombras se llama José y es hermano de Juan, el hombre del traje caro y cartera llena.

Hubo un tiempo, cuando todavía eran pequeños, en que se toleraban. Si bien el carácter reservado e introspectivo de José, el pequeño, siempre fue motivo de burlas por parte de su hermano y sus amigos. Juan siempre conseguía el beneplácito de su padre para todo, como hermano mayor y el que a la muerte del viejo tomaría el mando de la empresa. Eso no molestaba a José ni mucho tiempo, al contrario, que su padre no le prestara tanta atención le gustaba porque le permitía hacer lo que más le gustaba, leer y escribir historias de ciencia ficción.

Ni que decir tiene que mientras José era un alumno aventajado, Juan era la pesadilla de los profesores por sus numerosas trastadas y malas notas. Pero siendo hijo de quien era al final de curso siempre conseguía el aprobado en todas las asignaturas.

El tiempo fue pasando y las rencillas entre ellos iban en aumento. José fue a la universidad y Juan se quedó en el pueblo junto a su padre en la fábrica, malgastando el dinero en alcohol y fiestas.

Una noche en que José volvió a casa para pasar las navidades, Juan había bebido demasiado. José le quitó las llaves del coche y se puso delante del volante. Querían ir a una discoteca de moda al pueblo más próximo que distaba unos treinta kilómetros. Por el camino Juan no paraba de insultarlo, de hostigarlo y humillarlo llegando a darles golpes reiterados en los brazos y en la cabeza, incluso más de una vez se había hecho con el volante haciendo que el coche zigzagueara por la carretera. En una de esas alocadas maniobras perdieron el control. Algo golpeó el coche.

Días después José se despertó en el hospital, había estado. Habían atropellado a una joven del pueblo. Murió a causa de las heridas en la ambulancia de camino al hospital. Juan que había salido ileso salvo por algunos rasguños, culpó a su hermano del atropello. A José le cayeron cinco años de cárcel.

Había salido aquella tarde. Nadie lo sabía. Su padre había muerto hacía un año. No tenía, salvo a su hermano, a nadie a quien contárselo.

Tras más de tres horas observando el comportamiento de su hermano, entró en acción. Juan había salido a tomar un poco el aire. Su borrachera era más que evidente. Tambaleándose salió por la puerta de atrás del bar. Nadie lo acompañó, ni nadie lo echaría en falta durante algún tiempo. Seguramente hasta que cerrara el bar y tuviera que abonar la cuenta.

José salió tras él. Juan estaba vomitando entre unos cubos de basura. Se acercó a él. Juan lo miró. Nada en su comportamiento indicó que lo hubiera reconocido. Tal vez la causa podría ser por la espesa barba y el pelo rapado al cero que presentaba el individuo que lo estaba mirando fijamente.

José se ofreció a llevarlo a su casa.

Juan rehusó en un primer momento, alegando que tenía el coche cerca y que no necesitaba ayuda.

Pero al comenzar a caminar y ver que no se tenía en pie le lanzó las llaves a aquel desconocido, del cual no desconfiaba. Sabía el poder que tenía en el pueblo y que gozaba del respeto de todos, así que, no tenía nada por lo que preocuparse y mucho menos desconfiar.

José lo ayudó a subir, luego se colocó tras el volante y comenzó a conducir.

Juan se quedó dormido.

El coche se paró. Juan abrió los ojos. Estaba somnoliento. Se dispuso a bajar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba en su casa, ni siquiera en el pueblo. Estaba en un mirador, alejado de todo y de todos, que conocía muy bien por sus innumerables noches de juerga.

—Mírame –le instó José- ¿No me reconoces?

Juan entrecerró los ojos en un intento de centrar la mirada y enfocarlo bien. Todo giraba a su alrededor.

Tardó unos minutos en darse cuenta de quién era aquel hombre.

- ¿Tú? –le preguntó atónito- ¿No estabas en la cárcel?

-He salido esta mañana, dos años antes por buena conducta –le respondió.

El silencio cayó sobre ellos como una gran losa.

Juan intentó coger desprevenido a José y se abalanzó sobre él llevando sus manos al cuello. Pero su hermano pequeño fue más rápido y lo apartó propinándole un golpe en la cara. El otro comenzó a sangrar por la nariz rota.

José sacó el freno de mano y se bajó del coche que comenzó a descender por el camino de tierra a gran velocidad. Mientras en su interior Juan intentaba abrir la puerta.

No lo consiguió.

El coche se precipitó por el acantilado.

 

 

miércoles, 14 de diciembre de 2022

UN DEMONIO ME CUIDA

 

—¿De verdad que no me vas a hacer daño?

Elisa que pasaba delante de la habitación de su sobrino, lo escuchó hablar.

—¿Estás bien cariño? –le preguntó mientras abría la puerta

Mario estaba sentado en la cama.

—¿Con quién hablabas? –le preguntó su tía.

El niño movió la cabeza de un lado a otro, se metió bajo las mantas y cerró los ojos. Ella le dio un beso de buenas noches y salió de la habitación.

Elisa se había hecho cargo del niño, hacía un par de meses tras la muerte de su hermana y su cuñado. Tenía tan solo seis años.

El padre del niño había llegado un día borracho a casa y había matado a la mujer. Mario había sido testigo de la brutal paliza que le había costado la vida a su madre y también había sido testigo del suicidio de su padre.

No hablaba. Se había convertido en un niño introvertido, solitario. No tenía amigos en el colegio. Las únicas veces que lo había escuchado hablar era cuando estaba solo, como en aquella ocasión.

Lo había comentado con su marido y con el pediatra. Llegando a la conclusión de que un amigo invisible le haría más bien que mal. Así que no le dio mayor importancia ni aquella vez, ni las veces posteriores.

Hasta que un día al entrar a limpiar su habitación encontró un par de dibujos colgados en la pared.

Cada día había alguno nuevo.

En todos aparecía siempre la misma figura.

Un ente, un demonio terrorífico, muy alto y extremadamente delgado, provisto de dientes afilados, dedos largos y esqueléticos que presentaban unas uñas en forma de garras.

En los primeros dibujos aparecía solo aquel monstruo.

Luego el niño se dibujaba junto a él. De pie unas veces cogidos de la mano, otras sentados en el suelo, jugando con sus coches de carreras o dibujando. En la bañera frotándole la espalda con la esponja, en la cocina añadiéndole leche a su tazón de cereales. En la cama junto a él abrazándolo.

En ningún dibujo aparecía nadie más.

Sólo ellos dos.

Su tía se preocupó seriamente al ver aquellos dibujos.

El niño dibujó la bestia que destrozó la realidad de lo que había conocido hasta entonces, sumergiéndolo en una nueva.

Un día tras merendar el niño fue a su habitación a jugar.

Ella esperó a que cerrara la puerta. Sigilosamente se colocó tras ella y escuchó.

Mario hablaba sin parar, sobre el colegio, los compañeros de clase, sus profesores….

En un principio sólo lo escuchaba a él y algo parecido a un gruñido. Hasta que aquellos gruñidos se convirtieron en palabras.

Reconoció aquella voz.

Sus piernas comenzaron a temblarle de miedo, de terror, de pánico. Se sentó en el suelo y rompió a llorar.

—Tu tía está detrás de la puerta –escuchó que le decía aquella voz al niño- ¿quieres que me encargue de ella?

—No, papá, es buena conmigo. Sigamos jugando.

 

 

 

 

 

 

 

 

UNA LUZ EN EL INFIERNO

 

Mientras tomaba su primer café de la mañana miraba distraídamente la calle que empezaba a cobrar vida a esa hora de la mañana. Pero su mente estaba ausente, muy lejos del ahí y el ahora. Rememoraba la primera vez que pisó aquella ciudad, de eso hacía ya seis meses. El día de su treinta cumpleaños para ser más exactos.

Tal vez podría resultar algo trivial para algunos, pero para ella, ese tiempo era el mejor que había tenido en años. Era la primera vez desde que había llegado que se había atrevido a recordar el pasado. Ahora lo hacía tranquila, sin temor, con la alegría de haber tenido el valor suficiente para comenzar de nuevo, una nueva vida, un nuevo futuro lleno de esperanzas e ilusiones.

Si bien el primer mes no había disfrutado todo lo que hubiese querido de su nuevo apartamento y nuevo empleo por el temor que llevaba a cuestas como una pesada carga. Poco a poco, día tras día, aquella carga se fue haciendo más liviana hasta desaparecer por completo. Y entonces… comenzó a vivir de nuevo.  

Había huido con lo puesto y una pequeña maleta, de una relación que la estaba consumiendo a pasos agigantados. Su pequeño cielo se había cubierto sombras cuando en su matrimonio el alcohol se había interpuesto entre los dos. Pero en su infierno un día, así sin más, apareció una luz. Una luz de esperanza. Aquella luz se convirtió en su salvación. Dejó todo atrás. Una vida hecha, amigos, un trabajo y huyó.

El sonido del timbre la devolvió a la realidad. Era su vecina de arriba. Una chica de dieciocho años que buscaba un lugar en la vida. Provista de gran temperamento, con poco afán de seguir cualquier tipo de norma establecida y unas grandes dosis de rebeldía que la habían metido en más de un lío. Luchaba por adaptarse a una nueva etapa en su vida, el divorcio de sus padres.

La probabilidad de que entre ellas surgiera una amistad era más bien escasa por no decir nula. Pero a veces el destino une almas dañadas y perdidas que se compenetran en su totalidad ante la adversidad.

El caso es que Mara, la chica del octavo, había visto en Elisa el consuelo y la comprensión de una hermana mayor. Pasaba tardes en su casa cuando su madre estaba trabajando. Aquella amistad les hacía bien a ambas.

Aquella mañana irían de compras. La graduación de Mara estaba a la vuelta de la esquina y tenían que encontrar el vestido perfecto para el que sería un día muy especial en su vida.

Ambas se parecían mucho. Altas, Mara unos centímetros más, delgadas, con la tez muy blanca, y las dos lucían unas melenas lisas y rubias. Podían pasar perfectamente por hermanas.

Tras las compras comieron algo en un restaurante de comida rápida y fueron al apartamento de Elisa. La madre de Mara tardaría un par de horas en regresar del trabajo.

Pero una llamada del trabajo de Elisa hizo que ésta tuviera que ausentarse.

Mara se quedó sola.

Comenzó a probarse la ropa que habían comprado. Mirándose al espejo enamorada del aspecto que la imagen le devolvía con la ropa nueva puesta, pasó la tarde.

No escuchó la puerta de la calle al abrirse. La música alta fue una de las razones.

Estaba anocheciendo.

Mara, cansada de probarse ropa, se había sentado en una silla junto a la ventana hojeando distraídamente una revista.

Un hombre la agarró del pelo. Le puso un cuchillo en la garganta. La amenazó con matarla si gritaba.

-Llevo meses buscándote –le dijo- y al fin te encontré.

Una voz de mujer, que el hombre reconoció de inmediato, le hizo darse cuenta de su equivocación.

Aquella mujer que estaba sujetando no era Elisa.

Se giró.

Craso error.

La chica logró escapar.

El hombre miró fijamente a Elisa. Su mirada estaba cargada de odio.

Elisa también lo miró. Sostuvieron la mirada durante unos segundos…

Él blandiendo el cuchillo de manera amenazadora comenzó a caminar hacia ella.

Elisa levantó su brazo derecho.

Llevaba algo en la mano.

Una pistola.

Hizo un único disparo.

 

 

  

 

miércoles, 7 de diciembre de 2022

BIENVENIDO A LA LOCURA

 

El llanto de un bebé la despertó. Somnolienta, a causa de las pastillas que le daban para mantenerla calmada, le costó un rato orientarse. Ese gemido lastimero la había arrancado de un hermoso sueño. Un sueño en el que era libre. Un sueño en el que, con su bebé en brazos, caminaba por un vasto prado cubierto de hermosas flores de colores. Un sueño del que, si le hubieran preguntado, no querría despertar jamás. Pero ahí estaba. Otra vez despierta. En otra realidad muy distinta a la soñada. Otra vez se encontraba sumida en el infierno en el que se había convertido su vida, con los pies y las manos atadas a la cama mediante unas grandes cadenas que le reducían el movimiento.

El llanto provenía de la pared que tenía a su derecha. A pesar de que la noche ya había caído y que las sombras eran su única compañía en aquella claustrofóbica habitación donde la tenían retenida, la luz tenue que arrojaba la luna a través del pequeño ventanuco situado en el techo le dejaba ver las marcas que había dejado en las piedras que recubrían su celda hechas con sus uñas, fruto de la desesperación. Quería hacer un hueco en la pared y así poder salvar a aquel bebé, su bebé…

Aquella era la causa de que la hubieran encadenado.  El director del psiquiátrico, su marido, había tomado aquella decisión. No la había consultado ni para eso, ni para encerrarla allí tras la muerte de su bebé. Unas fuertes fiebres se lo habían arrebatado de su lado, dejando en su lugar, una gran depresión que con el paso de los días no hacía más que incrementar. Se despertaba a media noche porque escuchaba el llanto de su pequeño. Salía a buscarlo desesperada por abrazarlo y mecerlo entre sus brazos. Perdía la noción del tiempo. La encontraban al amanecer media muerta de frío, temblando y balbuceando palabras inconexas.

Llevaba mucho tiempo atada. Pero eso no la disuadía de Intentar llegar hasta la pared. Pero las gruesas cadenas se lo impedían. Lloraba implorando clemencia. Lloraba… gritaba….

Entonces… la puerta se abría, siempre era igual, día tras días, alguien entraba y le clavaba una aguja en el brazo. A veces veía la cara de esa persona, otras veces debido a su dolor ni siquiera escuchaba la puerta al abrirse…Luego se olvidaba de su existencia, la suya, la de su bebé y la del mundo entero.

Pero ese día no gritó, no lloró ni siquiera intentó llegar a la pared para salvar a su bebé. No lo hizo. Se sentó en su camastro. Con la mirada puesta en la pared de dónde provenían los llantos y esperó.

Escuchó la puerta al abrirse. Cerró los ojos y se hizo la dormida. Unos pasos se acercaron a ella. Notó como alguien se sentaba a su lado. Conocía aquel olor. Aquella colonia. Sabía quién era.

Las sombras se habían vuelto sus alidadas. Le hablaban y la tranquilizaban. Le dijeron lo que tenía que hacer. Le habían soltado las cadenas de las manos.

Dejó que su marido le hablara largo y tendido. Le costó mantenerse quieta cuando presa de la culpa y el remordimiento rompió a llorar. El hombre apoyó su cabeza sobre su pecho y se adormeció.

Entre sueños escuchó una voz gutural que le susurra al oído:

-¡¡¡Te arrastraré con mis cadenas hasta el abismo de la locura!!!!

Al día siguiente encontraron al director del hospital completamente desnudo, atado a la cama, delirando y totalmente ido.

 

 

 

EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...