viernes, 29 de julio de 2022

EN LA PARADA DEL AUTOBÚS

 

Había sido un día agotador y lo único que deseaba Elisa, más que nada en el mundo, era llegar a su casa, cenar algo e irse a la cama.

El día no había comenzado bien. El coche no arrancó cuando intentó encenderlo. Tuvo que llamar a una grúa. En el taller le informaron que tardarían unos días en arreglarlo, no entendió muy bien de que se trataba el arreglo del que le hablaban porque estaba demasiado agobiada para prestarle la debida atención.

Cogió un taxi. Llegó tarde al trabajo. Su jefe la miró por encima de las gafas cuando entró en la oficina. Aquello no presagiaba nada bueno.

A media mañana cuando se estaba preparando una taza de café, la llamó a su despacho.

Le dijo que tenía que llevar un nuevo caso que había llegado esa mañana. Estaba hasta arriba de trabajo. Pero no dijo nada. No quería tentar a la suerte. Así que asintió y salió con una carpeta baja el brazo y que colocó sobre el gran montón que había sobre su mesa. Tendría que olvidarse del descanso por ese día.

Un rato después de camino al baño un compañero tropezó con ella derramándole el contenido de su taza de café sobre su blusa blanca. El hombre se excusó un millón de veces mientras ella le restaba la importancia que realmente tenía con una amable sonrisa. Trató de quitarse la mancha en el baño sin mucho éxito. Menos mal que ese día no tenía pensado recibir a nadie en su despacho. Pero, aun así, a pesar del calor que hacía, sacó un jersey de uno de los cajones de su escritorio donde lo guardaba para días patosos como aquellos y se lo puso.

Su marido la llamó. Se había torcido un tobillo. Estaba en el hospital. Ella quería ir. Pero él le dijo que en un rato se iría a casa. No era nada grave y que estaba bien. Por causas obvias no podría ir a buscarla a la oficina. Así que, no le quedaba otra alternativa que coger el autobús de regreso a casa porque dos taxis en el mismo día era un derroche excesivo de un dinero del que no disponía.

Sentada en la parada del autobús pensaba en su llegada a casa y soñaba despierta con la ducha de agua caliente que se tomaría antes de cenar. Algo cayó al suelo cuando intentó colocar el bolso a su lado. Era un libro.

Miró a su alrededor por si veía a alguien que lo viniera a buscar al acordarse de que lo había olvidado allí, pero la calle estaba completamente vacía, salvo por un par de coches que circulaban en esos momentos.

Estiró una mano y lo cogió. Parecía pesado. No tenía título. Estaba encuadernado en piel. Presentaba un aspecto deteriorado debido, quizá, por el paso del tiempo y del uso. Las esquinas estaban algo ajadas. No tenía título.

Lo abrió. Las hojas estaban amarillentas y presentaban manchas de humedad.

La primera página estaba en blanco. No había fecha de impresión ni rastro de la identidad del autor.

La siguiente comenzaba diciendo:

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no vio acercarse a un anciano de aspecto desaliñado y empujando un carrito de supermercado repleto de cachivaches, en su dirección. La joven se dio cuenta de su presencia cuando notó un olor fétido frente a ella. Levantó la mirada….

Elisa dejó de leer porque aquel olor que se describía en aquella página era tan real que hasta podía olerlo.

Alzó la vista y vio a un vagabundo frente a ella sonriéndole, mostrándole una boca carente de casi todos los dientes y los pocos que le quedaban estaban podridos por la falta de higiene. El miedo la envolvió.

Instintivamente agarró el bolso y lo apretujó contra ella.

El hombre no dejaba de mirarla. Ya no sonreía.

-No voy a robarle. Solo quiero unas monedas para comer algo, nada más –le dijo en tono lastimero que la hizo sentirse culpable. Lo que no vio Elisa era el gran cuchillo que escondía en uno de los bolsillos de su holgado y sucio abrigo marrón.

Ella abrió el bolso y le dio un billete. Después de darle las gracias una infinidad de veces desapareció calle abajo. No lo supo, pero se había librado de una muerte segura.

Ya un poco más calmada retomó la lectura.

Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se dio cuenta de la llegada de uno. Alzó la vista y vio que no era el suyo, pero….

El ruido de un frenazo la hizo levantar la mirada. Frente a ella se había parado un autobús. Se fijó en el número que figuraba en el lateral. No era el que ella esperaba. Las farolas que hasta ese momento habían permanecido apagadas se encendieron de repente arrojando luz sobre los pasajeros que iban dentro.

El libro cayó de sus manos cuando se puso en pie de un salto. Ya no estaba asustada, no, había entrado en pánico total. Lo que vio a través de los cristales eran cuerpos en descomposición, algunos ya esqueletos, otros les colgaban jirones de carne en la cara como si fueran trozos de tela desgarrada

Y lo peor de todo aquello era ver cómo le sonreían.

El autobús de los muertos arrancó desapareciendo de su vista al dar la vuelta a la esquina. Lo que no sabía Elisa es que si se hubiera subido acabaría como ellos.

Elisa estaba muy alterada y sudaba copiosamente. Sacó el móvil del bolso. Tenía que llamar a un taxi, no pensaba permanecer allí ni un segundo más, pero….

La visión del libro en el suelo la hizo reflexionar.

Todo aquello no eran nada más que visiones provocadas por el cansancio que embargaba su cuerpo. Su autobús no tardaría en llegar. Intentó mirar la hora en el móvil, pero éste se había apagado. Intentó encenderlo sin ningún éxito. Parecía que se había muerto.

Intentó calmarse.

Leería un rato más mientras esperaba.

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se percató de la presencia de una niña pequeña que la observaba hasta que ésta le tiró de la manga del jersey para llamar su atención.

Elisa se sobresaltó. Alguien le tiraba del jersey. Levantó la mirada y vio a su lado a una niña rubia de no más de siete años que la miraba muy seria. Tenía los ojos rojos de haber llorado y todavía podía ver restos de lágrimas en su pequeña cara pecosa.

Elisa le preguntó si se había perdido. La niña movió la cabeza afirmando.

Le preguntó donde vivía. La chiquita señaló con el dedo al descampado que había tras la marquesina del autobús.

No sabía qué hacer, no quería perder el autobús, no podía llamar a nadie porque el móvil no le funciona y su conciencia le decía que tenía que ayudar a aquella niña pequeña.

Se levantó y le dio la mano a la pequeña. La tenía helada. Le dijo que si tenía frio, ella le dejaba su jersey sin ningún problema. La niña negó con la cabeza. Se pusieron a caminar en silencio.

Escuchó su nombre a sus espaldas. Reconoció la voz que lo pronunciaba. Era de su marido, de Juan.

Había ido a buscarla. Cuando lo vio acercarse a ella se dio cuenta de que no cojeaba y su cara era la viva imagen de la angustia y el miedo. Pero, ¿por qué? Ella estaba bien.

El la abrazó con fuerza. Rompió a llorar.

-Elisa, ¿qué te ha pasado? Hace horas que tenías que estar en casa. Ya no hay autobuses. Has desaparecido todo el día. Llamé a la oficina y me dijeron que no habías ido a trabajar. Llevo todo el día buscándote.

-Pero ¿qué dices? - le respondió ella desconcertada- salí del trabajo hace un rato y me senté aquí a esperar, todavía no ha pasado y ahora me disponía a llevar a esta niña perdida con sus padres.

-Que niña? –le preguntó Juan

La niña no estaba a su lado.

Lo que no sabía Elisa es que si hubiera ido con ella habría desaparecido también, para siempre.

Elisa muy asustada miró a su alrededor, sabía que a ojos de su marido parecía que había perdido la cabeza, pero no era así, había visto a la niña y le había dado la mano, de eso estaba segura, incluso recordaba lo fría que la tenía cuando la cogió. No podía explicar a Juan ni a nadie dónde estaba. No había nadie por la calle. No había ni rastro de la pequeña.

Miró a su marido y le preguntó por qué no cojeaba. Lo último que sabía de él es que había estado en urgencias porque había sufrido un accidente.

Él la miró sin comprender de lo que le estaba hablando. No había tenido un accidente aquel día. No había estado en urgencias.

Ella no entendía nada.

Entonces se acordó de algo.  Se quitó el jersey para comprobar que la mancha de café de esa mañana seguía allí. No había ninguna mancha en su blusa, porque llevaba el pijama puesto y estaba limpio.

Era oficial, se había vuelto loca.

-Espera –le dijo a Juan en un intento de desechar esa posible demencia que parecía cernirse sobre ella inevitablemente- había un libro que empecé a leer mientras esperaba el autobús. Lo encontré en el banco donde estaba sentada. Echó a andar hacia la marquesina, casi corría. Y allí estaba el libro.

Lo agarró entre sus manos como quien coge un trofeo. No estaba loca. Tenía el libro. Pero…

En la portada había algo escrito. Era el título que antes se le había pasado por alto ¿o no?

“Momentos casi perfectos para morir”.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 27 de julio de 2022

VISIÓN

 

Era un caloroso día del mes de junio. Faltaban pocos días para terminar las clases. El verano ya estaba a la vuelta de la esquina y con él las ansiadas vacaciones.

La joven y guapa profesora de historia, Elisa, estaba intentando que sus alumnos prestaran atención a su clase de historia sin mucho éxito. Las continuas y rápidas miradas hacia el reloj que había sobre la pizarra le indicaba que estaban desando irse y que la clase les estaba siendo la mar de aburrida. Sonrió. El ambiente olía a días repletos de diversión y playa.

Fijó su mirada en un chico que se sentaba al fondo. Era muy alto y delgado, con el cabello muy corto y rubio. Era el único que prestaba atención. Lo conocía bien. Mateo era un alumno destacado y con unas ansias desmesuradas de empaparse de conocimientos, sobre todo los referentes a su clase.

Sus miradas se cruzaron. Mateo sintió como una suave brisa lo envolvía. Olía a sal. Cerró los ojos y dejó que aquel olor llenara sus pulmones. Los volvió a abrir. Elisa estaba frente a él, observándolo con aquellos grandes ojos azules inmensos como el mar. Reinaba un silencio sepulcral a su alrededor. Una rápida mirada a su alrededor le mostró la quietud y la calma que reinaba en el lugar. Ningún compañero se movía parecía como si una fuerza invisible los hubiera congelado en el tiempo. Las manecillas del reloj marcaban una hora eterna. Se removió en su asiento. Parte de su temor se disipó al ver que él estaba libre de cualquier atadura siniestra y diabólica que lo clavara a la silla.

Entonces fue consciente de lo que realmente era aquella mujer. Vio bajo su largo vestido algo que estaba más allá de cualquier razonamiento lógico. Un grito murió en su garganta antes incluso de nacer. Su joven y guapa profesora no tenía piernas, sobresalían de su vestido unos tentáculos iguales a los que tenían los pulpos.

Sintió que la fina línea lo separaba de la locura comenzaba a resquebrajarse.

Ella lo asió de su mano y entonces….

Se vio en aquel navío el que descubriría nuevas tierras surcando los mares. Él formaba parte de la tripulación. Una gran tormenta se cernía sobre ellos. Las inmensas olas bañaban el barco arrasando a su paso todo lo que encontraba, incluyendo a los tripulantes que desaparecían entre desgarradores gritos de auxilio.

El miedo se cernió sobre ellos como una gran losa, incapaces de ver un final prometedor ante tanta desolación.

Entonces la vio. Era ella. Se elevaba sobre el agua del mar a caballo de una enorme ola. Sus tentáculos se movían a gran velocidad provocando aquel infierno.

La cecaelia destruyó el barco dejándolo a él y a algunos hombres flotando a su suerte en las aguas frías y saladas del mar.

Sus ojos ya no tenían aquella tonalidad azul que recordaba, no, habían cambiado. Ahora presentaban un color rojo como la sangre, como las llamas del infierno, como la muerte misma que venía a buscarlos.

Gritó. Lo hizo como nunca lo había hecho.

Unas risas lo transportaron a un lugar seco y cálido.

Desconcertado, comprobó que estaba en la clase de historia y que era el blanco de todas las miradas.

Se sonrojó al darse cuenta de que se había quedado dormido. Todo había sido un mal sueño.

Sin embargo, pudo ver que bajo los pies de su profesora se había un charco de agua. Sonreía mientras lo miraba con aquellos grandes ojos azules como el mar.

 

 

miércoles, 20 de julio de 2022

INVASIÓN DEMONÍACA

 

- ¿Queréis salvar vuestras almas?, si es así, escuchad lo que os tengo que decir.

Un joven de unos veinte años, vestido con una camisa blanca y unos vaqueros desteñidos, formulaba esa pregunta mientras recorría las calles de la ciudad. Llevaba entre sus manos una biblia encuadernada en cuero.

La gente lo miraba con cierta desconfianza e incluso miedo, apresurando el paso al pasar junto a él.

El muchacho siguió su camino, sin cejar en su intento de ser escuchado.

Llegó a la plaza mayor. Allí se encaramó al viejo olmo que, desde hacía varias décadas, era testigo silencioso de todo lo que pasaba en el pueblo.

Algunas personas llevadas por la curiosidad, comenzaron a escucharlo dejando, eso sí, una cierta distancia entre ellos como temiendo que la locura de aquel joven fuera contagiosa.

-He tenido una revelación –comenzó a decir- esta noche vuestro ganado morirá. Es el principio del fin.

Los vecinos horrorizados por aquellas palabras, trataron de encubrir el temor que sentían de que aquello fuera cierto, tildándolo de charlatán y loco.

Abandonaron el lugar entre risas y bromas.

Pero esa noche lo que aquel muchacho había predicho se cumplió. El ganado apareció muerto por la mañana.

A la misma hora del día anterior el muchacho volvió a subir a aquel árbol y volvió a hablar.

-Esta noche caerán piedras del cielo y arrasarán vuestros cultivos.

Los más escépticos llamaron a la policía. Pasó la noche en una celda de la comisaría.

Al anochecer de ese día, grandes piedras en forma de granizo cayeron del cielo, arrasando por completo todos los cultivos del pueblo.

El miedo se adueñó del pueblo. Los vecinos temerosos de lo que pudiera pasar la noche siguiente se congregaron frente a la comisaría. Querían saber la nueva desgracia que caería sobre ellos.

Antes los gritos de los congregados, la policía no tuvo más remedio que dejarlo salir. Cuando lo vieron aparecer, la gente comenzó a suplicarle que les dijera que iba a suceder esa noche. El joven se veía cansado y ojeroso. Habló despacio, y con cada palabra que pronunciaba punzadas de dolor atravesaban el corazón de aquella gente.

-Esta noche, los niños y los ancianos, morirán.

La reacción de los vecinos no tardó en manifestarse. Como una horda de zombis comenzaron a acercarse a él. Sus intenciones no eran nada halagüeñas. La policía tuvo que intervenir. Lograron salvar la vida del muchacho metiéndolo dentro de comisaría. Aun así, no pudieron evitar que algún compañero resultara herido.

Esa noche, por su seguridad, volvió a pasarla en el calabozo.

A la mañana siguiente los niños y los ancianos habían muerto.

Esta vez los vecinos aparecieron enfurecidos, gritando como posesos y armados con aperos de labranza, cuchillos y diversos objetos punzantes, dispuesto a matar a aquel muchacho al que acusaban de ser el culpable de los males que les estaban ocurriendo.

Un grupo de policías, armados hasta los dientes, salieron a calmar los ánimos de los vecinos.

El comisario salió con una hoja en la mano.

Al ver el semblante que presentaba, serio, blanco como la cera y con un ligero temblor en las manos todos los presentes guardaron silencio. Sabían que nada bueno saldría de aquella lectura.

Alguien gritó:

- ¡Dinos de una vez que ha visto “El Profeta”! ¿Qué nuevos males nos esperan?

-Hemos reproducido palabra por palabra, lo que nos fue dictando el muchacho. El joven que ha predicho todo lo que ha pasado en estas últimas noches con un acierto total.  

“Al caer la noche, cuando las primeras sombras cubran vuestro pueblo, el sueño os invadirá. No durmáis. Tenéis que manteneros despiertos hasta el amanecer, de lo contrario, vuestras almas estarán condenadas al fuego eterno por los siglos de los siglos. “

Se escucharon unos murmullos seguidos de suspiros de alivio. Aquella noche nadie iba a morir ni nada sería destruido. Quedarse despierto no sería tan difícil, pensaban. Los ánimos fueron decayendo y aquella euforia por destrozarlo todo, desapareció. La resignación los envolvió en su manto de delirio y poco a poco fueron abandonando el lugar.

La tarde estaba llegando a su fin.

Las primeras sombras comenzaron a deslizarse, furtivas, sigilosas por cada rincón del pueblo.

Las casas iluminadas mostraban a sus ocupantes en sus rutinas diarias. Pero había algo diferente. Nadie se preparaba para irse a dormir. Todos estaban viendo la tele, escuchando la radio o bebiendo cantidades ingestas de café para no quedarse dormido.

Estos últimos, los que llevaban la cafeína corriendo por sus venas, lograron mantenerse despiertos para ver como miembros de su familia caían desplomados al sucumbir al sueño. Los intentos por despertarlos eran inútiles, habían caído en un sueño profundo, como si hubieran entrado en coma, o peor aún, como si estuvieran muertos.

Lo que les llevó al borde de la locura, fue ver como aquellas sombras que los rodeaban se movían, adquiriendo formas grotescas, espeluznantes. Monstruos salidos del averno dispuestos a conquistar el mundo de los vivos.

Aquella noche en comisaría había cinco personas, de las cuales, tres no pudieron evitar quedarse dormidos.

La recepcionista y un compañero eran los únicos despiertos. Se acercaron a la celda donde estaba encerrado el muchacho al escuchar unos estruendos que provenían de aquel lugar del sótano.

Apuntando con sus armas se acercaron.

El miedo los envolvió al ver como los barrotes de la celda estaban doblados como si fuesen blandos como la plastilina y no barras de hierro. No había rastro del joven.

- ¿Me buscabais? –preguntó una voz cavernosa a sus espaldas

Se giraron y vieron a un monstruo de unos dos metros de altura, cubierto de escamas de pies a cabeza, con unos ojos inyectados en sangre que los miraba con una ira y una crueldad desmesurada.

Aquel muchacho al que llamaban “El Profeta” dio el primer paso para la invasión.

 

-

 

 

lunes, 18 de julio de 2022

"LA MILLA VERDE"

 

Martín decidió salir a dar un paseo aquella calurosa noche. Tenía los exámenes finales a la vuelta de la esquina, pero hacía tanto calor que la ropa se le pegaba al cuerpo y su mente clamaba a gritos un respiro.

Así que no lo dudó ni un minuto. Salió a la calle y se puso a caminar. Sus pies lo llevaron a la parte antigua de la ciudad. Entre el calor y la caminata le entraron unas ganas enormes de beber algo bien frío. Vislumbró el cartel de un bar haciendo esquina a pocos metros de donde estaba. Le gustó el nombre “La milla verde”.  La terraza estaba a tope, así que entró. El aire acondicionado estaba puesto y al entrar aquel aire frío le rozó ligeramente la cara como el beso de un amante.

Se acercó a la barra, se sentó en el único taburete que estaba vacío. Una voz dulce y melodiosa le pregunto ¿qué quería beber? Al alzar la mirada vio que tenía ante sí a una chica muy guapa con una mirada intensa, tras unos ojos verdes grandes y brillantes. El corazón comenzó a latir en su pecho de manera apresurada y las manos comenzaron a sudarle.

No podía dejar de mirarla mientras ella iba y venía sirviendo a los clientes que se agolpaban en la barra como una horda de zombis.

Cuando al fin ella, tuvo un pequeño descanso pudieron charlar un rato. Escribió algo en una servilleta de papel y se lo dio. Sus labios rozaron ligeramente los suyos. Martín salió del bar envuelto en una ola de éxtasis. En la servilleta había anotado su número de teléfono y su nombre, Alma.

Cuando regresó a su casa, desechó la idea de seguir estudiando y se acostó. Pasó una noche inquieta, cargada de sueños extraños que le causaban angustia y miedo. Por la mañana se levantó somnoliento y muy cansado. Pero aquello no le impidió ir a clase.

Su mejor amigo, Álvaro, le preguntó si se encontraba bien al ver el mal aspecto que tenía aquella mañana. Él le explicó lo que le había pasado la noche anterior, cómo había conocido a aquella chica y como le había impresionado. También le relató lo mal que había dormido esa noche, que había tenido sueños que no recordaba pero que al despertar su cama estaba revuelta como si hubiera estado peleándose con alguien.

Álvaro le preguntó dónde estaba ese bar. Martín se lo dijo. Su amigo abrió los ojos como platos porque por casualidades (o no) de la vida, su abuela vivía a dos calles de aquella dirección y tenía que recoger unas medicinas en la farmacia y llevárselas.

Pasarían por aquel bar antes de ir a casa de su abuela. Martín accedió.

Al llegar, aquella cafetería no mostraba el aspecto que él recordaba de la noche anterior. La puerta estaba cerrada con una gran cadena oxidada. Las ventanas estaban muy sucias, la pintura de la fachada había perdido el color y estaba cubierta de pintadas. Todo hacía indicar que aquel bar llevaba mucho tiempo cerrado.

Martín quedó atónito. No podía creer lo que estaban viendo.

- ¿Estás seguro de que es aquí? –le preguntó Álvaro

Martín asintió con la cabeza. No podía hablar. No entendía lo que estaba pasando

-Tal vez, solo tal vez, lo has soñado Martín –le dijo su amigo- a veces nuestra mente nos juega malas pasadas.

-Podría ser –le dijo Álvaro- pero que me dices de esta servilleta, donde ella escribió su número de teléfono, tiene el nombre del bar.

Su amigo tuvo que reconocer que aquello era muy raro y le propuso que la llamara. Así saldrían de dudas.

Así lo hizo.

Le respondieron al segundo tono. Reconoció la voz de Alma de inmediato.

Charlaron un rato y quedaron en verse esa noche sobre las 10 en el bar.

Estaba tan feliz por aquella cita que se olvidó por completo de la situación en la que estaba metido. Era como si al escuchar su voz sólo existieran ellos dos. Pero la realidad le dio de lleno en la cara como una bofetada al finalizar la llamada.

Tenía que haberle dicho que estaba delante de “La Milla Verde” y se veía sucio y abandonado desde hacía mucho tiempo. Preguntarle si todo aquello era una broma. Porque si era así, era de muy mal gusto. Pero no lo hizo.

Su amigo decidió acompañarle esa noche.

Álvaro esperó a Martín en la calle a que éste saliera de su casa. Caminaron un rato en silencio. Martín estaba muy nervioso. La incertidumbre de lo que se iba a encontrar al llegar a su destino lo estaba matando. Su amigo quería decirle, gritarle, suplicarle, que lo mejor era dar la vuelta y olvidarse del tema, que aquello era un error. Pero veía en la mirada de su amigo que ya había tomado una decisión y no se iba a echar a atrás.

A escasos metros de “La Milla Verde” Álvaro le preguntó:

- ¿Estás seguro?

-Sí –le respondió.

Al dar la vuelta a la esquina lo vieron.

Martín vio un bar rebosante de vida. Con la terraza llena de clientes y a Alma llevando una bandeja cargada de vasos y botellas que iba dejando en las diversas mesas.

Lo vio, le sonrió y le hizo una seña para que entrara.

Él no lo dudó y entró en el bar tras ella.

Álvaro vio como Martín caminaba con paso lento, hacia aquella puerta sucia y ajada por el paso del tiempo cerrada con una cadena. Gritó su nombre, pero su amigo no se paró. Parecía que aquel lugar lo estuviera llamando.

Lo que sucedió a continuación lo desconcertó. Álvaro entró en pánico y se puso a gritar.

Las puertas se abrieron de par en par, dejando escapar retazos de una canción y el barullo de un bar lleno de gente.

Se cerraron de golpe tras él una vez hubo entrado.

Luego nada.

La puerta volvía a estar cerrada con la cadena. El bar a oscuras y con el mismo aspecto de abandono de hacía unos minutos. Pero sucedió algo….

Una servilleta de papel salió de aquel lugar y cayó a sus pies. Álvaro la leyó:

“A veces los errores se disfrazan de deliciosos bombones,

para que las almas incautas y golosas no puedan reconocerlos”

miércoles, 13 de julio de 2022

EL PRINCIPIO

 

Se reunieron para celebrar el principio.

Mateo, junto a sus compañeros pararon, después del trabajo, en la “milla verde” para tomar una cerveza.

Para cuando decidieron irse a casa aquella primera cerveza había dado paso a otras cinco. Se ofrecieron a acercarlo al pueblo donde vivía, pero él rehusó amablemente la oferta, alegando que necesitaba caminar aquel kilómetro que distaba desde ese bar de carretera a su casa. Le vendría bien para despejar la cabeza.

La noche era calurosa. Había luna llena. Aquello le facilitaba las cosas a Mateo a la hora de caminar. Su luz, aunque tenue, iluminaba el camino que iba recorriendo. Su estado era peor de lo que se había imaginado. Las piernas le flaqueaban y sentía como si alguien le estuviera clavando cientos, miles de alfileres en la cabeza. Así que decidió tomar un atajo. Nadie en su sano juicio lo haría a esas horas de la madrugada, pero él no vaciló lo más mínimo cuando cruzó la puerta del camposanto.  Ayudado por la linterna de su móvil avanzaba con paso firme y acelerado, sin llegar a correr, pero casi, entre las tumbas, mirando siempre al frente con el corazón encogido, esperando no encontrarse con algún espectro por el camino.  Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensarlo. Pero no fue eso lo que se encontró, sino con tumbas resquebrajadas y vacías, como si los inquilinos que las moraban hubieran decidido que aquella era una buena noche para salir a dar un paseo por el mundo de los vivos.

Con el haz de luz que arrojaba la linterna de su móvil iluminó a su alrededor. No todas estaban abiertas. El terror más absoluto se apoderó de él. Comenzó a correr. Vislumbraba la valla que cercaba el cementerio, no tendría problemas para saltarla, pero cuando más corría hacia ella ésta parecía que se iba alejando a la misma velocidad. Desesperado y a punto de desfallecer se paró para tomar aire. Entonces lo escuchó. Alguien corría en su dirección. Se escondió detrás de un ángel tallado en piedra, ajado y cubierto de musgo por los muchos años que llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo. Era un esqueleto. Corría como alma que lleva el diablo. Saltó el muro con una facilidad pasmosa y siguió corriendo en dirección a las montañas, que como un cinturón rodeaban el pueblo. La lucidez volvió a tomar el control de su cuerpo. Le entraron ganas de orinar. Mientras eliminaba los líquidos sobrantes frente al muro que bordeaba el cementerio, tuvo una idea que la razón rechazó de inmediato, pero la curiosidad ganó la batalla. Saltó el muro y comenzó a caminar en la misma dirección que minutos antes había hecho aquel esqueleto. Que, dicho sea de paso, juraba que había sido fruto de la borrachera que llevaba. Pero al mismo tiempo no perdía nada en averiguar hacia donde llevaba aquel camino por el que había desaparecido aquella alucinación.

Caminó durante veinte minutos hasta que se topó con una valla y un letrero que rezaba: PROHIBIDA LA ENTRADA a la cueva. Había oído hablar de aquel sitio, aunque nunca se había aventurado a ir hasta allí. Hacía más de cien años aquello era una mina de carbón. Su abuelo había trabajo allí al igual que el padre de éste. Unos años atrás, unos chavales con ganas de aventuras, se habían colado en aquella cueva. Nunca más se supo de ellos. Así que aquel sitio se convirtió en un lugar maldito, de acceso prohibido. Vio un par de cámaras. No sabía si seguían en funcionamiento, de hecho, le daba igual, tenía que saber qué le había llevado a aquel esqueleto ir a aquel lugar. Que era mala idea hacerlo, sí, pero ya había llegado muy lejos para echarse atrás. Comenzó a llover. La típica tormenta de verano, pensó, pasará pronto. Corrió los doscientos metros que le distaban de la entrada de la mina. Estaba empapado. Se miró. Su camisa blanca había perdido su color. Se había teñido de rojo. Sus manos, su pelo, su cara, todo estaba cubierto de una sustancia escarlata. Se mojó los labios con ella y descubrió que era sangre. Todavía estaba intentando encontrar un sentido a todo aquello cuando escuchó ruidos provenientes del interior de la cueva. Risas, aplausos, vítores, era lo que escuchaba. Entró. Había un largo pasillo iluminado con antorchas a ambos lados. Aquel camino iba desciendo a medida que lo recorría como si el final del mismo terminara en las entrañas de la tierra, en el mismo infierno. Caminó un buen rato hasta que los gritos le llegaron más nítidos, indicándole que había llegado a su destino. Se topó con una gran sala circular. La mala iluminación dejaba ver sombras alargadas y grotescas danzando a sus anchas por doquier. Vio una columna. Se escondió tras ella. No lo habían visto llegar. Desde allí tenía una buena visión de todo el recinto. Lo que vio le encogió el corazón y un grito se ahogó en su garganta. Estaba repleto de esqueletos. En el centro, un ángel negro alado había tomado la palabra. Todos lo escuchaban con atención. De vez en cuando alzaban sus huesudos brazos y emitían sonido parecidos a un grito victorioso proveniente de ¿de dónde? Porque no tenían garganta. Sus ojos recorrieron cada centímetro del lugar. Al fondo vio a otro ángel. Este era diferente. Un aura de luz lo rodeaba. Estaba de rodillas con la cabeza agachada y llevaba una trompeta entre sus manos. La misma con la que había tocado la primera plaga, la de convertir el agua en sangre.

El ángel negro hablaba en esos momentos:

-Los sepulcros se abrieron y los cuerpos de la escoria más grande que ha pisado esta tierra se han levantado. ¡¡¡Aquí estáis hermanos!!!

Se escuchó una ovación que hizo temblar los muros de la vieja mina.

-He venido para deciros que el Principio ha llegado. Tomaremos el mundo. Pero primero que hacemos con el arcángel Gabriel aquí presente.

La respuesta no se hizo esperar

- ¡Matadlo!

 

lunes, 11 de julio de 2022

¿ME ECHABAS DE MENOS?

 

Sonreía mientras conducía su deportivo rojo descapotable en aquella tarde calurosa del mes de julio, sobrepasando con creces la velocidad permitida por aquella carretera. No le importaba lo más mínimo. Conocía a cada uno de los policías del condado. Le temían. Lo sabía. Era intocable, poderoso. Tenía el éxito sentado a su lado. También sonreía. Era el propietario del noventa por ciento de las tierras y nadie movía un dedo sin antes consultárselo. Había comenzado a hacer grandes mejores en el pueblo. Lo primero fue el centro comercial. Lo siguiente el mayor casino conocido a ese lado del país. La gente más influyente y rica de todo el mundo acudiría allí. Pero antes tenía que arreglar unos asuntillos. Por eso había invitado a cenar a algunos vecinos del pueblo que no veían con buenos ojos aquel proyecto. Su esposa llevaba toda la semana con los preparativos.

Faltaba poco para que llegara a casa. Se tomaría una cerveza bien fría y se daría un chapuzón en la piscina. Al atardecer llegarían los invitados para la cena. Él en persona se había encargado del más mínimo detalle, los mejores manjares estarían sobre la mesa aquella noche y una orquesta amenizaría la reunión.

El sonido del móvil lo sacó de sus pensamientos. No conocía el número que aparecía en la pantalla. Sin dejar de sonreír atendió la llamada.

- ¿Señor Guzmán? –le preguntaron

-Sí, quién llama?

-Soy el director del centro psiquiátrico, "un mundo feliz” donde está ingresada su madre.

Fue tal la sorpresa, que por un momento perdió el control del coche. Giró el volante a tiempo de que el coche no se saliera de la carretera. Paró en la cuneta.

- ¿Qué quiere? –le espetó

-Hace unos días le hemos enviado una carta. Espero que la haya recibido. La escribió su madre en un momento de lucidez.

-Sí, me ha llegado –le dijo con brusquedad, de hecho, la carta estaba en la guantera del coche no se había atrevido a abrirla- ¿algo más que me quiera decir?

Silencio al otro lado de la línea, unos segundos que le parecieron eternos. Luego escuchó la voz del director de nuevo.

-Su madre acaba de fallecer. ¿Qué quiere que hagamos con su cuerpo?

Sintió como la sangre se le congelaba en el cuerpo. Su madre había muerto. Pensó que se iba a alegrar por ello. Toda la vida había esperado ese momento. Pero ahora…no sentía alegría, sentía pánico. No podía permitirse que se supiera que su madre había sido una alcohólica y que el alcohol la había llevada a la locura. No podía permitirlo. Tenía una reputación que salvaguardar. Si conocían aquella parte de su parado sus planes se irían al traste.

-Hagan lo que quieran con su cuerpo, estoy demasiado ocupado para hacerme cargo –dicho lo cual, colgó.

Sentado en el asiento de cuero de su coche deportivo, proyectiles de recuerdos comenzaron a bombardearlo. Se veía de niño, apenas 8 años, cuando su padre los abandonó por la peluquera de su madre. Lo que había sido una vida perfecta para él hasta ese momento, se convirtió de la noche a la mañana, en un infierno. Su madre comenzó a gastarse el dinero en alcohol. Nunca había comida en casa, si quería sobrevivir tenía que hacerla él. Ella perdió su empleo, subsistían con una mísera ayuda que les daba el gobierno. Tuvieron que dejar la casa por no poder pagar el alquiler y se fueron a vivir a una caravana, sin agua y sin luz. Juró que saldría de aquella. Se fue del pueblo. Su madre hacía tiempo que se había ido con un camionero y no conocía su destino. Comenzó en el mundo de la droga como camello. Poco a poco, fue haciéndose un lugar en aquel mundo. Confiaban en él, tenía cabeza para los números y lo más importante don de gentes. Le empezaron a confiar trabajos más grandes, importantes. Su carrera se hizo imparable hacia su ascenso al poder. Ganaba tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Decidió regresar al pueblo que lo vio nacer y crecer. Compró la mayor parte con sobornos y amenazas. No sería un miserable nunca más. Ahora tenía poder y el dinero. Lo respetaban. Ya no era un don nadie. Lo primero que hizo fue deshacerse de su madre. La encontró vagabundeando en la ciudad, viviendo en una comuna bajo un puente. No tuvo el valor de matarla y la encerró en aquel lugar. Pagaba las mensualidades religiosamente. Nadie le preguntó por ella jamás, todos la daban por muerta.

Nunca fue a verla, nunca se preocupó por ella.

Y ahora…. golpeó el volante repetidas veces en un ataque de furia. Respiró hondo, intentó relajarse. Al cabo de unos minutos decidió continuar su camino. Le esperaba la piscina en casa. Un baño le ayudaría a despejar la mente.

Pero antes tenía que hacer otra cosa. Sacó la carta de la guantera del coche bajo los papeles del coche, escondida en el fondo.

Desgarró el sobre y con manos temblorosas leyó lo que había escrito en la hoja que había dentro:

La sórdida región de esta almohada parece lagrimar

del alma mía que confiesa al azar la pena clara

Un fuerte olor a tabaco impregnó el coche. Lo reconoció al instante, era el mismo olor del tabaco negro que fumaba su madre mientras bebía a morro de la botella de vino y veía la ruleta de la fortuna.

-Hola Juanito, ¿me echabas de menos?

Dio un salto en su asiento al escuchar aquella voz. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando la vio sentada en el asiento del copiloto. Pudo ver su sonrisa a través del humo del cigarrillo que tenía entre sus dedos amarillentos por la nicotina,

Aquella cosa que estaba a su lado tenía la voz de su madre, pero no se parecía en nada a ella. La recordaba rolliza, con una abundante cabellera negra y unos ojos azules como el mar. Aquella cosa era un saco de huesos recubiertos de piel. En su cabeza había trozos donde no había pelo. Y el poco que le quedaba era gris y se le veía sucio y pegajoso. Sus ojos eran negros y carecían de brillo. Al sonreír, dejaba ver unos cuantos dientes, pocos eran los que le quedaban, negros como la noche y su voz era hueca y cavernosa.

Unas perlas de sudor comenzaron a deslizarse por su frente. Se aflojó el nudo de la corbata que lo estaba asfixiando. Aquello no podía estar sucediendo. No podía ser real. El corazón le palpitaba a mil revoluciones por segundo, temía que en cualquier momento le explotara en el pecho.

- ¡No estás aquí, estás muerta, vete! –le gritó mientras se tapaba los ojos con las manos.

Ella soltó una carcajada siniestra, espeluznante, que le puso los pelos de punta.

--Juanito, Juanito, ¿pensabas que te ibas a librar de mi tan fácilmente?

- ¡Déjame en paz, veteeee! –le gritó él- no estás aquí, eres una alucinación.

- ¿Tú crees? -le preguntó ella- ¿Eso también es una alucinación? -le preguntó mientras señalaba con el dedo un punto delante del coche.

No sabía cómo había llegado a su casa. Su hija pequeña salió corriendo en cuanto lo vio llegar. Ofuscado, confundido y embargado por el miedo, el desconcierto, la ira y la pena no logró frenar a tiempo.

 

 

 

 

 

miércoles, 6 de julio de 2022

LA PIEDRA NEGRA

 

El mundo se despertó aquella mañana con la misma noticia en todos los canales de televisión.

Un gran terremoto había asolado la tierra que vio nacer a Mahoma. La Meca quedó arrasada. Los viejos chamanes y hechiceros del todo el mundo, conocedores de los viejos dioses y tradiciones antiguas auguraron una nueva era. Una era donde la oscuridad gobernada por el oscuro, regiría el mundo.

La piedra negra que se levantaba en la playa entre la Meca y Medina, la cual era objeto de veneración en honor a la diosa Manat, desapareció.

 

Al lado del ayuntamiento había una zapatería que había estado abierta por décadas y que, tras la jubilación del dueño, hacía más de un año, permanecía cerrada. Una mañana del mes de julio, los vecinos se levantaron con la noticia de que un nuevo negocio abriría en breve en aquel local.

Una semana después una modista abría sus puertas.

La primera clienta fue la mujer del alcalde. Una señora corpulenta, parlanchina entró, esperando sacar la mayor cantidad de información posible sobre la propietaria, para luego contarlo en el club de amas de casa que se reunían todos los lunes en el casino. No sacó mucha información, la costurera, una joven muy atractiva, demasiado para su gusto, pensó la esposa del alcalde, era más bien reservada con sus cosas, pero sí daba pie a que le contara todas las habladurías y chismorreos que conociera, jurando que de su boca no saldría una palabra. Sabía escuchar. Y aquello le agradó a su nueva clienta que en menos de una hora la puso al día de aquellas noticias que no salen en los diarios pero que formaban parte de la vida cotidiana de los vecinos del pueblo.

Al día siguiente le entregó un vestido que a ojos de aquella oriunda mujer era la viva imagen de la perfección y según sus palabras le quitaba más de 20 kilos de encima y otros tantos años. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y en menos de una semana ni una sola mujer que viviera allí no había pasado ya por la tienda de costura.

La joven comenzó a regalar con las prendas confeccionadas un colgante con una pequeña piedra negra.

Sus clientas salían encantadas con sus vestidos bajo el brazo y el regalo en su cuello.

Pero no todas eran merecedoras de aquel agasajo.

Un día una jovencita, la hija del panadero, una muchacha de unos 15 años cuando fue a recoger un vestido para su hermana vio que la costurera, no le regalaba aquel colgante del que todas las mujeres del pueblo hablaban. Se lo hizo saber.

La modista le respondió:

-Si quieres uno se lo pides a Dios –dicho lo cual, se dio la vuelta y se puso a coser un vestido, dando así por finalizada la conversación.

Salió de allí algo asustada por la contestación de la modista. Y dicha preocupación no se disipó de su mente aun cuando llegó a casa. Dejó el vestido en una silla del salón y subió a su habitación. Rebuscó en internet información sobre piedras negras. Encontró varias, pero una de ella le llamó la atención. Hablaba de una diosa llamada Manat, vio una foto y era clavada a la de la modista. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Siguió leyendo:

El nombre «Manat» deriva de las palabras árabes ma'niyya y manum, que significan ‘muerte’, ‘destino’ y ‘tiempo’.

Se la adoraba bajo la forma de una piedra negra que se levantaba en la playa entre la Meca y Medina. 

Hacía unos meses que un terrible temblor había azotado esa zona. Y algo había leído de la desaparición de una gran piedra negra, a la cual se veneraba en su honor.

Aquello no le gustó lo más mínimo.

Su madre tenía aquella piedra, su hermana también, colgadas del cuello. Casi todas las mujeres del pueblo, excepto las niñas y algunas de sus amigas. Y no solo eso por lo que sabía también pasaba con los hombres, casi todos los hombres adultos lo llevaban, exceptuando los más jóvenes y niños.

Efectivamente la diosa Manat, que había adquirido la forma de costurera, haciéndose llamar Sara en el mundo de los mortales, tenía un plan. Aquellas piedras negras, salvaguardaban de las enfermedades e incluso de la muerte a las personas que las portaban. Personas con el corazón impuro, personas que en algún momento de sus vidas habían pecado. Algunas pensaban que sus actos viles e inmorales serían enterrados con ellos, pero ella podía ver el alma de los incautos, de los pecadores.

Se había aliado con el oscuro. Conquistarían el mundo y se apoderarían de las almas puras. Aquellas que no estaban marcadas con el dedo del pecado.

Pronto comenzaron a crisparse los nervios entre los vecinos. Los que llevaban al cuello la piedra negra no enfermaban nunca, incluso los más ancianos parecían recuperar años haciéndose más jóvenes, en cambio los que no la llevaban colgada del cuello les pasaba todo lo contrario. Mujeres de 20 años envejecían a pasos agigantados. Las enfermedades tomaban sus cuerpos como si algo las atrajesen a ellos.

Las agresiones no se dejaron esperar.

Manat decidió la muerte de los puros de corazón, casi todos niños y jóvenes.

La ira, la venganza, la envidia y la rabia al no ser portadores de aquella piedra, el bien tan preciado que tanto deseaban, agredían a los demás. Estaban en desventaja. Sus oponentes no morían, ellos sí. Sus almas puras hasta entonces se tornaban negras como la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas.

 

 

EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...