sábado, 29 de mayo de 2021

VENGANZA

 

Llevaba un tiempo en la cárcel, menos de la mitad de la condena que le habían impuesto. Cada día se le hacía más difícil seguir allí. Cada noche cuando apagaban las luces de la penitenciaria, tramaba una y otra vez el mismo plan, acabar con la vida de su esposa. La que lo había metido allí. En realidad, él solo se había metido en aquello, pero era más fácil culpar a otros de sus errores. El insomnio acudía día sí y día también a su celda. Se metía en su cabeza a hurtadillas, al caer la noche, para quedarse. Recreaba una y otra vez la manera en que le sesgaba la vida a aquella mujer, que tanto había amado. La madre de su hija, a la que tuvo que matar, con tan solo cinco años. Él no quería hacerlo, pero ella lo había incitado a ello al negarse a volver con él. Por aquel motivo estaba allí. Su vida no tenía sentido mientras ella estuviera vida. Era como un cáncer para él, tenía que acabar con ella. Ella era la culpable de todo. No dormía pensando en que estaba en brazos de otro hombre, riéndose de él, pensando que había ganado porque lo habían pillado y encerrado. Disfrutando de aquel amor sin acordarse si quiera de su hija, la que tuvo que sacrificar por su amor. Pero tenía un plan. Había leído mucho sobre aquello en la biblioteca que tenían en la cárcel, tiempo no le faltaba, y poco a poco su plan se fue formando de manera nítida y clara en su cabeza. Ahora sólo tenía que encontrar el momento de entrar en acción y sabía cuándo y dónde.

Empezó con pequeñas molestias, exagerando un poco los dolores. Idas y venidas a la enfermería. Seguía insistiendo a pesar de que le decían que no tenía nada. Les amenazaba con que un día sería tarde cuando descubrieran que realmente estaba muy enfermo. Llegó a estar más en la enfermería que en la celda. Le gustaba estar allí, estaba casi siempre solo, y lo trataban muy bien. La comida era mejor que la que le daban habitualmente. Casi siempre era lo mismo, decía que le daban taquicardias y ansiedad, que le dolía mucho el pecho. Simulaba un infarto, conocía todos los síntomas previos a ello. Era tal su hipocondrismo que al final le hicieron caso.

Ella estaba en la cocina preparando la comida, cuando escuchó hablar al locutor de la radio, sobre el ingreso en el hospital de un preso por posibles problemas cardíacos. Al escuchar el nombre, tuvo que sentarse para no caer. La aceleración del corazón se fue incrementado por momentos y un torrente de lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, formando un pequeño charco de agua sobre la mesa. Se había creído a salvo. La pesadilla había comenzado de nuevo. Lo conocía bien y sabía que aquello era fingido. Se puso en contacto con la policía aun sabiendo de antemano la respuesta que le iban a dar. Pero tenía que hacerlo. También llamó a su abogado. Ninguna de las respuestas que les dieron la satisfizo demasiado. Sabía, como siempre había ocurrido, que estaba sola. El buscaría la manera de acercarse a ella, eludiendo cualquier seguridad. También sabía que tardaría en buscarla, se había cambiado de nombre y de país, pero sólo era cuestión de tiempo, que la encontrara. Ese tiempo jugaba a su favor, tenía que huir de nuevo. Lo que ella no sabía es que no estaba sola. Había un policía que velaba por ella. Un hombre que se había interesado por su caso, y que a pesar de haber encerrado al culpable no dejaba de hacer un seguimiento exhaustivo de él. Sabía que aquello era puro teatro, la única posibilidad, que veía para poder escapar. Se puso en contacto con ella y urdieron un plan. Una de las enfermeras que lo atendía en el hospital era policía. Él, por supuesto, no lo sabía. Cualquier visita que recibiera estaba grabada. Sólo tuvo una, un ex presidiario, que se hizo pasar por un familiar. Había sido su cómplice fuera de la cárcel, buscó a su mujer, y la encontró. Eran lo suficientemente listos para no hablar en voz alta del asunto. Pero las cámaras captaron cómo le entregaba algo bajo las sábanas, una nota. El hombre lo leyó, se lo volvió a dar y éste lo destruyó en el baño. Era la nueva dirección de la mujer.  Había que actuar con rapidez. Al caer la noche. El preso se escapó. El cómplice lo esperaba fuera con un coche en marcha. A pocos metros un coche los vigilaba. El preso llegó a la casa de la mujer. Se encaminó hacia la parte trasera. Intentó abrir una de las ventanas. Probó dos, sin éxito, pero la tercera cedió. Entró. Extrajo una linterna del bolsillo derecho del pantalón y fue iluminando el suelo a su paso. En el otro bolsillo llevaba una pistola, con el cargador lleno, dispuesto a vaciarlo sobre a aquella mujer que le había amargado la vida. Seguramente, también tendría que utilizar varias de esas balas, para matar al hombre que compartía cama con ella. Subió despacio las escaleras que llevaban a la planta de arriba. Había cuatro puertas, pero una de ellas le llamó la atención estaba entreabierta, su mujer nunca dormía con la puerta abierta, era, es, claustrofóbica. La empujó despacio, vislumbró su silueta en la cama. Su melena rubia descansaba sobre la almohada. Se acercó a la cama, despacio, sin prisa, queriendo saborear ese momento que tanto había anhelado. Sacó la pistola. En ese mismo instante, se encendieron las luces y un hombre a sus espaldas, se abalanzó sobre él, otros tres lo estaban apuntando con sus pistolas. Un cuarto, vestido de paisano, echó hacia atrás la ropa de la cama, allí no estaba su mujer, era un maniquí.

 

viernes, 28 de mayo de 2021

BIBLIOTECA

 


 

Los exámenes finales estaban a la vuelta de la esquina. Ana, comenzó a ir a la biblioteca todos los días. Era el único lugar donde encontraba el silencio y la paz que necesitaba para concentrarse. En casa era imposible, con los gemelos correteando todo el día de un lado para otro. Empezaban a salir, peligrosamente, chispas de su cabeza, de lo que la enfadaban, y antes de que aquello fuera a más, se iba. Su novio, Juan, la recogía a las 8 cuando salía de trabajar y la llevaba de vuelta a casa. Pero antes paraban a tomarse unos refrescos y charlar sobre el día que habían tenido. Quería mucho a Juan, llevaban juntos casi dos años. Hay que decir que los sentimientos del muchacho hacia ella, eran verdaderos, estaban locamente enamorado de ella. El primer día en la biblioteca fue un éxito total, había avanzado mucho en sus estudios y cuando regresó a casa se la veía muy feliz. El segundo día se fijó en un chico que se sentó, en la larga mesa donde estaba, enfrente de ella. Lo miró un par de veces de soslayo. Era guapo, muy guapo. Tenía el pelo rubio y unos ojos azules, intensos, que le recordaban el cielo, en un día despejado, sin nubes. Ella se percató que él también la observaba cuando creía que no era visto. El tercer día en la biblioteca, el chico estaba en el mismo lugar del día anterior. Esta vez se fijó mejor en él. Además de guapo, era alto y tenía unos hoyuelos en ambas mejillas que le daban un toque de niño travieso. Le llamó la atención que seguía leyendo el mismo libro de la otra tarde. No parecía un libro de texto, más bien una novela. Quería preguntarle el título, pero no se atrevió. Sus miradas se cruzaron, mientras ella se sentaba justo enfrente. En ese momento en aquella larga mesa, sólo estaban ellos dos. Notó una aceleración en los latidos de su corazón. Entonces pasó, ambos se pusieron a hablar en el mismo momento. Se rieron por lo cómico que había resultado. El muchacho se levantó y se sentó a su lado. Se presentaron, él se llamaba Marcos y de cerca todavía era más guapo. Leía Romeo y Julieta. Le encantaba aquel libro y podía recitarlo al completo, de la cantidad de veces que lo había leído. Estuvieron hablando poco tiempo, ya que la biblioteca empezó a llenarse de gente. El hombre que se sentó al lado de Ana llevaba un libro “Espartano” se titulaba. Una niña vestida de Hada, con varita y todo, pasó corriendo por el pasillo. Iba a una sala contigua donde empezaría en unos minutos el “cuentacuentos”.

Los siguientes días siguieron coincidiendo en la biblioteca. Ella pasaba todo el día esperando la hora para ir allí, para verlo. Un día no lo encontró en el lugar de siempre. Se puso nerviosa pensando que tal vez ya no volviera. Entonces escuchó el ruido que hacen una pila de libros al caerse al suelo en forma de cascada. Marcos, al intentar coger un libro a la niña disfrazada de hada, se le cayeron todos. Ella fue a ayudarlos. Sus dedos se rozaron un instante, sus miradas se encontraron y sus labios se acercaron, ansiosos de un beso… - ¡Lo encontré! -gritó la niña-hada- el de la abeja. Mostrándonos dicho libro. Lo hizo deslizar con maestría, hasta donde estaba la persona encargada de leerlo al grupo de niños, que esperaban, sentados en círculo, en el suelo. No fue muy oportuno la llegada de su novio a la biblioteca, Solía esperarla fuera. Pero varios comentarios que le venían haciendo casi a diario, sobre que Ana tenía un nuevo amigo y que se veían, todos los días, en la biblioteca, lo llevó a presentarse allí sin avisar. La vio muy feliz hablando con un tipo, muy bien parecido. Los celos se adueñaron de él. Si saludar siquiera, se dirigió a ella y le dijo que tenían que irse. La vergüenza por su conducta, la ruborizó por completo. No quería que Juan montara una escena allí, y menos delante de Marcos. Así que, sin mirarle a los ojos siquiera, se levantó cogió su chaqueta y salió de allí cabizbaja. Fuera le reprimió su comportamiento. Él le exigió que no volviera, ella le dijo que no podía impedirle volver allí. Se enfadaron y ella rehusó que la llevara a casa. Al día siguiente quiso volver a la biblioteca para pedirle a Marcos disculpas por el comportamiento de su novio. Pero no se atrevió. No reunió la fuerza necesaria hasta una semana después. Se llevó una gran sorpresa cuando descubrió que el chico no estaba. Lo que sí estaba era el libro que él siempre leía: Romeo y Julieta. Lo cogió y empezó a pasar las páginas. Estaban amarillentas y muy gastadas por el uso. Casi al final se topó con una fotografía. La miró. Era una foto de Marcos. A su alrededor había más gente. Vestían con ropas antiguas y estaban en un escenario. Le dio la vuelta a la foto y vio una fecha impresa en el reverso: 20 de abril 1821. Era la fecha de hoy, pero de hacía cien años. Se quedó desconcertada. Decidió preguntar a la bibliotecaria qué sabía de aquello. La mujer, de unos sesenta años, muy delgada y con el pelo completamente blanco, la miró por encima de las gafas, analizándola. Se dio cuenta de que la joven que tenía enfrente, no sabía la historia y pasó a contársela. Aquel joven había formado parte de un grupo teatral. Iban a poner en escena la obra de Romeo y Julieta. Con tal mala fortuna que una barra de hierro le cayó encima sesgándole la vida casi al instante, murió mientras lo trasladaban al hospital. Mientras le contaba aquello, con el corazón encogido de pena y las lágrimas resbalando por sus mejillas, no podía dejar de mirar una caja de bronce, antigua, cubierta de pátina.

 

miércoles, 26 de mayo de 2021

PESADILLA

 

 

 

 

Chispas, salían de su cabeza. Estaba muy enfadado. Salió dando un portazo, con tal fuerza, que se tambalearon hasta los cimientos del edificio. Sólo pedía ayuda, una ayuda que no le querían prestar porque, según ellos, no había pruebas de un peligro inminente. Pero él sabía lo que pasaba en su casa porque tenía que convivir con ello a diario. Vivía solo. De madrugada escuchaba pasos. Los objetos salían disparados, chocando contra las paredes y una voz le hablaba. La policía había acudido una noche, los había llamado muy asustado. Aquella noche en concreto, los fenómenos habían adquirido unas dimensiones desproporcionadas. Pero la conclusión a la que habían llegado, es que eran imaginaciones suyas, llegando a insinuar que todo aquello lo provocaba él. ¡Pandilla de ineptos! Estaba anocheciendo cuando llegó a su casa. Se sirvió una generosa cantidad de whisky en un vaso y se lo bebió de un trago. Aquello le ayudaría para templar los nervios. Se sentó frente al televisor. Puso una película. En un momento dado, el protagonista, un matón del tres al cuarto, le habló desde el otro lado de la pantalla. Sólo una palabra: ¡mátalos!, lo levantó del sofá como impulsado por un resorte. Cogió su escopeta de caza, la cargó y salió a la calle. Se situó frente a la comisaría. Empezó a gritar, insultándolos. Los policías empezaron, salieron a la calle. Los fue abatiendo, según salían, como patos en una caseta de feria, apretando el gatillo una y otra vez. Los ruidos de sirenas se escuchaban cada vez más cerca. En unos minutos estaba rodeado, con decenas de policías apuntándole. No se rendiría. Moriría esa noche si era preciso. Tal vez fuera lo mejor. Dejaría de escuchar aquella voz que le taladraba el cerebro. Empezó a disparar un arma, de la cual, ya no salía nada, estaba vacía. Se había quedado sin munición. Un grito desgarrador salió de su garganta, mientras lo acribillaban a balazos. Se despertó sobresaltado, desorientado, con la ropa pegada al cuerpo, empapada de sudor. Se había quedado dormido. La botella de whisky estaba vacía. Vio la escopeta a su lado. Se levantó de un salto. La cabeza le palpitaba. Se la agarró con ambas manos, el dolor era insoportable. Escuchó pasos entrando en la habitación. Levantó la mirada. En un primer momento sólo vio una sombra difuminada. Esperó unos segundos a que se le aclarara la vista. Lo vio. Se vio. Era él. - ¡Hazlo, acaba con lo que has creado! Sintió como una fuerza, ajena a él, controlaba sus movimientos. Se vio cogiendo la escopeta. No quería, pero ya no era dueño de sus actos. Una vez en la mano, le sacó el seguro, la introdujo en la boca y apretó el gatillo.

sábado, 22 de mayo de 2021

CONFESIONES

 

 

 

Después del cementerio, Mario, acompañado de sus cuatro mejores amigos se fueron hasta la casa, en que dos días atrás, compartía con sus padres. Se sentaron en el salón, ante una televisión apagada, en total silencio. Uno de ellos se levantó. Leyó varios títulos de la multitud de libros que abarcaban varias estanterías que llegaban hasta el techo. Todos tenían una temática similar. Satanismo, ritos oscuros, misas negras…. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Cogió uno de ellos y empezó a hojearlo. Mario se acercó a él. El libro que tenía su amigo entre manos versaba sobre la incógnita de la vida después de la muerte. Los otros tres, intrigados por lo que estaban leyendo, se unieron a ellos. Decidieron hacer un rito que consistía en invocar a algún espíritu a través de un espejo. Mario quería respuesta a la pregunta que no le dejaba en paz y que le taladraba el cerebro. ¿Por qué se habían suicidado sus padres? Se puso delante del espejo y diciendo unas palabras que aparecían en el libro, que no voy a mencionar porque no quiero alentar al lector a pronunciarlas, esperó a ver qué pasaba. Tras diez largos minutos de espera, llegaron a la conclusión que aquello era una tontería y volvieron a sentarse en silencio. Todos menos Mario, que fue hasta la cocina a buscar unas cervezas. Pero en el momento en que la puerta de la cocina se cerró tras él, las luces de la casa se apagaron. A tientas llegó al salón, sus amigos se estaban quejando por el apagón. Entonces, surgida de la nada, una niebla espesa se propagó por toda la habitación. Uno a uno fueron cayendo adormecidos. Todos menos uno. Unos seres oscuros, ensotanados, y de una altura exagerada, surgieron entre la niebla. Se inclinaron sobre ellos, sujetándoles las cabezas entre algo que estaba muy lejos de ser manos. Eran más bien garras, con largas uñas afiladas. Los ojos de aquellos seres proyectaban una luz rojiza que se introducía en los globos oculares de los jóvenes. Los miedos enterrados salieron al exterior. Experiencias que nunca habían contado, empezaron a aflorar. Uno de ellos estaba en medio de una gran sala llena de gente, ante un atril. El problema es que no debería estar allí, el discurso lo tenía que dar un compañero, pero él se había encargado de que no pudiera hacerlo, metiéndole unos laxantes en el café. Otro había cogido el coche de su padre, había bebido, perdió el control, atropellando a una persona. Se dio a la fuga. Otro había sido infiel a su novia, con uno de sus amigos. Y el cuarto, había cambiado sus notas entrando en la base de datos de la facultad. Al despertar, la niebla se había disipado. Tenían sus móviles en las manos. Miraron atemorizados si habían realizado alguna llamada mientras habían estado dormidos. Y así era. Los últimos números que habían marcado, correspondían a la gente que les había hecho daño. Al amigo confesándole lo del café. A la policía confesando el atropello. A la novia, la infidelidad y el cambio de notas, a la facultad. Lo habían confesado todo. En sus miradas se veían el mismo miedo que sienten los animales cuando están acorralados. Tenían los nervios a flor de piel. También se dieron cuenta de la ausencia de Mario. Lo encontraron detrás del sofá. Muerto, le habían cortado el cuello. Todos presentaban manchas de sangre en sus ropas. Un cuchillo cubierto de sangre descansaba sobre la mesa del salón. ¿Quién lo había matado? El más rápido lo agarró, amenazando con él a los demás. La tragedia estaba servida. En el pasillo, escondido entre las sombras, alguien estaba observando lo que pasaba allí dentro. Cuando había entrado en la casa a robar, ni en un millón de años, podría imaginar que algo de todo aquello podría suceder alguna vez. La entrada de los jóvenes lo llevó a esconderse. Para poder escapar había quitado la luz. Estaba llegando a la puerta, cuando uno de los jóvenes lo descubrió, llevaba un cuchillo en la mano. Después de abalanzarse sobre él para quitarse el arma, le rajó el cuello. Luego llevó el cuerpo hasta el salón, dejándolo detrás del sofá. Los otros cuatro parecían dormidos. No sabía qué hacer con el cuchillo, así que lo dejó encima de la mesa, no sin antes, mancharles la ropa de sangre. Esa idea se le ocurrió al final, y le pareció buena, le daba un aire siniestro al ambiente.  Dio media vuelta y salió de la casa. Lo que ocurriera allí dentro ya no era de su incumbencia.

viernes, 21 de mayo de 2021

CREER O NO CREER

 

 

 

Le gustaba trabajar en el turno de noche. A esas horas el hospital estaba más tranquilo y podía charlar con los pacientes que no lograban dormir o buscaban algo de conversación. Había uno en concreto, un anciano con problemas de enuresis, que le agradaba mucho conversar con él. Aquel enfermero, desde muy pequeño, tenía un comportamiento estoico ante las dificultades, supo enfrentarse y salir bien parado de una grave enfermedad. Nació en el seno de una familia muy católica y aquella adversidad hizo que sus creencias se enraizaran más en él, si cabe.

Aquella noche al finalizar su ronda, fue hasta la habitación del anciano. Le apetecía charlar un poco. Al abrir la puerta vio una bruma espesa envolviendo la cama de aquel hombre. Asustado se acercó lentamente. Acercó un dedo a aquella niebla con desconfianza, temiendo algún efecto adverso en él. Pero no pasó nada. Confiado, metió el cuerpo entero. Sobre la cama yacía el anciano, parecía dormido, ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor. Lo zarandeó suavemente, con el propósito de despertarlo.

Don Sebastián, despierte, despierte.

El hombre abrió los ojos, somnoliento, desorientado. El enfermero lo había sacado de un bonito sueño. Paseaba con su esposa, cogidos de la mano, por la orilla de una hermosa playa. En el momento en que se despertó, la bruma se fue desvaneciendo poco a poco hasta que ya no quedó nada de ella.

- ¿Cuscurro? ¿eres tú? - preguntaba el anciano.

–Don Sebastián, soy yo, el enfermero de noche.

El anciano lo miró y sonrió. Por un momento le hubiese gustado que aquel sueño no fuera tal y que su esposa estuviera a su lado. Pero tenía que ser realista, Laura llevaba muerta diez años.

-Perdona, -se disculpó con el enfermero- estaba soñando con mi esposa, la llamaba “cuscurro” cariñosamente. Ella odiaba ese mote, eso decía, pero en el fondo era algo intimo entre los dos, y sé que le agradaba. Todavía la puedo ver en el huerto, cargando de tomates la carretilla. –hizo una pausa, suspiró y dijo- Ella ya no está.

-Algún día la volverá a ver don Sebastián, ya verá usted como sí –le dijo sonriendo el enfermero.

-No la veré nunca chico. Se ha ido, es polvo, ya no queda nada de ella. –le respondió.

-No diga esas cosas, -insistió el enfermero- lo está esperando en un sitio mejor.

-Sí, en el nicho donde la enterré. Harán un hueco entre sus restos para meterme a mí. No digas chorradas chaval. Esto es todo lo que hay. –le contestó el hombre enfadado. –ese será mi dormitorio eterno.

- No diga eso don Sebastián.  Dios existe, al igual que otra vida donde veremos a nuestros seres queridos que han muerto. El mundo, el universo que observamos, las vidas que vivimos, la historia que encontramos. Todo eso nos indica su existencia. Él es el creador de las montañas, paisajes, estrellas, código genético. El diseño del universo está realizado con una precisión tal que sólo puede ser obra de ese gran artista, que es Dios. Sin duda, la manera en que vivimos refleja a este Dios. Nuestros deseos, miedos, ilusiones son reales y apuntan hacia Él. Y la persona de Jesús, nos indica que Dios existe, porque entró a formar parte de su propia obra de arte.

- ¡Chorradas! –le contestó el anciano. - ¿Has oído hablar alguna vez de la evolución? Dios no creó a nadie, ni nada. Todo lo que nos rodea es producto de un largo proceso de evolución. Vosotros y vuestra fe, de creer lo que no se ve, caso contrario de la ciencia que no se cree nada que no pueda ver y analizar, es más fácil vuestra teoría porque ya no habría nada que hacer, nada que demostrar, queréis que seamos ignorantes y no hagamos preguntas. Pero somos fruto de esa evolución y como tal avanzamos y pensamos y las preguntas vienen solas.  ¿Y dime qué clase de Dios es si existe? Se dice que es omnipotente y omnipresente y benevolente. ¿Por qué permite que haya tanto sufrimiento en su nombre? Es débil y bueno o malvado y no quiere hacer nada. ¿Qué clase de Dios es?

¿Acaso eres de los que usan un cilicio para sufrir y estar más cerca de Él?

Desde siempre necesitamos creer en algo ante las adversidades. Y la Iglesia es el mejor club social de la historia, contando cuentos de hadas a la gente.

-Tiene que evaporar esas ideas de su cabeza don Sebastián. Dios tiene una razón para todo. No siempre puede evitar el dolor. Y a veces lo permite por una razón por la cual tiene sentido. Su alma no está en paz porque le falta algo muy importante para ello: la fe. Pero Él perdona todos nuestros pecados, estamos hechos a su semejanza. Somos sus hijos y nos quiere. Al final nos acogerá a su lado y todo nuestros sufrimientos y desavenencias no serán más que humo que se desvanece en el aire. Él es el camino, la verdad y la vida. Nos hace la oferta de conocerle y al conocerle lo amaremos y todo el sentido que buscamos de la vida lo encontramos en Él. Al creer en Dios, tu alma encontrará paz, al rezarle, estamos hablando con él. Nuestros actos serán recompensados. Y por último le digo, don Sebastián, si un hombre, llamado Jesús, destacó entre millones de hombres y se sigue hablando después de tanto tiempo es que hay mucha verdad en Él. Millones de personas en todo el mundo no pueden estar equivocados.

- ¡Pamplinas! –le respondió el anciano. -Dese la vuelta y pregúntele al que está en el umbral de la puerta, él tiene todas las respuestas.

El enfermero se giró y vio una figura vestida de negro con una capucha cubriéndole la cabeza y una guadaña en la mano derecha. Era la muerte. La pregunta era: ¿A quién venía a buscar?

-Yo no la temo enfermero, sé que no hay nada después. Pero, ¿tú estás preparado para ver a tu Dios?

 

 

 

 

jueves, 20 de mayo de 2021

LA FUGA

 

Estoico era su semblante, apenas reaccionó ante la mala noticia. No todos los días, la policía llama a tu casa para decirte que tu hija ha desaparecido. Pero lo que no sabían, ni la madre, ni ellos era que aquella desaparición había sido voluntaria. Ella y dos amigas suyas habían decidido fugarse. Lo había planeado de manera que pareciera la obra de un asesino. Pero para eso tendría que haber un cuerpo. Sin cuerpo no habría asesino. Eso también lo tenía planeado. Ahora tenía que tomar la decisión. Tenía que matar a una de las dos amigas que se habían embarcado en aquella aventura con ella. Había sido fácil convencerlas. Sería fácil quitarse a una de en medio sin que la otra sospechara. Se habían adentrado en el bosque, conocía una cueva donde resguardarse durante la noche. Cualquier excusa serviría para sacar a su presa de allí, matarla, dejar su cuerpo en el bosque y volver. Por la mañana, haría que su otra amiga lo viera. No sospecharía de ella. No tenía motivos para hacerlo. Siempre había sido una amiga, hija y alumna ejemplar. Nadie sospecharía de ella, ni en un millón de años. Pero los planes, se pueden torcer. Y a la mañana siguiente el cuerpo no estaba donde lo había dejado. Se había quedado consternada al no verlo y más aun no encontrarlo por las inmediaciones. Le había asestado un fuerte golpe en la cabeza con un tronco, creyó que con la suficiente fuerza como para matarla. La amiga no había muerto. Debido a su nerviosismo no vio las gotas de sangre que había dejado en su huida. Gotas de sangre entre las ramas y hojas caídas a lo largo del bosque. Si la descubrían la delataría. Estaba en un gran apuro. Tenía que huir de allí lo antes posible. Pero tenía que hacerlo sola, no podía fallar, esta vez no podía permitirse ese lujo. La joven malherida, logró llegar a la casa de presunta asesina. La puerta estaba entreabierta, se oía hablar a una mujer por teléfono, el sonido de la voz provenía de la cocina. Conocía aquella casa, había estado allí muchas veces. Tambaleándose, dejando un rastro de sangre a su paso, logró llegar al dormitorio de su supuesta amiga y se tumbó en la cama. Se estaba quedando dormida, cuando vio una figura entrando en la habitación. Se acercaba a la cama lentamente. Casi no podía mantener los ojos abiertos, rezó para que fuera la madre y le ayudara. Pero no era así. No era la madre. Era la hija que venía a rematar la tarea que iniciado en el bosque. Sujetaba en alto un cojín.  Lo colocó sobre su cara y presionó. Antes de perder el conocimiento, escuchó la voz de un hombre gritando: ¡Alto, policía!

martes, 18 de mayo de 2021

EN LA VIEJA CASA

 

¡Cuscurro!, escuché como me llamaba mi amigo. Odiaba aquel mote que me habían puesto en el colegio y que a día de hoy todavía seguía vigente, es más, estaba seguro que en mi lápida obviarían mi verdadero nombre, para ponerme aquel mote. Mi amigo y yo trabajábamos para una inmobiliaria, él era el jefe y yo su empleado. El dueño de aquella casa antigua, se había puesto en contacto con nosotros para que la vendiéramos. Pero para ello teníamos que hacer las fotos pertinentes y ver el potencial que tenía. Según nos informó, la casa llevaba vacía más de veinte años, el tiempo que sus padres llevaban muertos. Así que era de suponer que no había nadie allí, a pesar de que mi jefe había escuchado unos ruidos en la planta superior, de ahí el apremio en su voz al llamarme. La casa no disponía de electricidad, y a pesar de que era de día, las nubes que copaban el cielo no eran de gran ayuda a la hora de arrojar luz sobre las dependencias de aquel sitio. Fui a por un par de linternas al coche y subimos las escaleras. Una vez arriba, descubrimos que los ruidos provenían de una habitación al final del pasillo. Escuchábamos gemidos y rezos. Caminamos despacio para que no crujiera el suelo de madera bajo nuestros pies. Abrimos la puerta. Vimos un hombre mayor, desnudo, en su muslo derecho llevaba un cilicio, mientras rezaba ante un crucifijo de madera colgado en la pared. Mi amigo se acercó a él despacio, yo me quedé esperando en el umbral de la puerta. No podía moverme, aunque quisiera. Había algo en aquel hombre que hacía que me estremeciera de miedo. Me parecía que aquella imagen que me mostraban mis ojos no era del todo real.  Parecía distorsionarse por momentos, como si fuese movida por una brisa inexistente en aquella habitación sin ventanas. Mi jefe siguió avanzando hasta que su mano alcanzó el hombro de aquel hombre. Lo tocó, pero sus dedos sólo encontraron aire. El hombre se giró, nos miró durante unos segundos y luego se desvaneció. En el suelo, quedaron marcadas las huellas de sus pies descalzos sobre la capa de polvo que cubría aquel viejo suelo de madera.

lunes, 17 de mayo de 2021

LA BRUMA

 

 

 

 

 

¡Bruma! era la único inteligible que pude entender en todo aquel batiburrillo de palabras que profería mi amigo por el móvil. Mientras intentaba calmarlo, me asomé a la ventana. Se escuchaban las sirenas de la policía. Se dirigían hacia las afueras de la ciudad. La llamada se cortó. La gente salía de sus casas todavía en pijama, debido a la hora que era, (las cuatro de la mañana), no era de extrañar. Hombres mujeres y niños, somnolientos y asustados se agrupaban intercambiando información con los vecinos. Fui hasta el salón y puse la tele. En el canal de noticias, estaban mostrando imágenes insólitas, nunca vistas en toda la historia de la humanidad. Sucedía en todas partes del mundo. Los cementerios, eran literalmente engullidos por la tierra. Empezaba con un ligero temblor, luego se abría un gran socavón en ella, tragándose los camposantos por completo. Para luego quedar envueltos en una espesa bruma. Llegué en menos de quince minutos al cementerio. Había muchos curiosos como yo, allí congregados. Con los primeros rayos de sol, la bruma se fue dispersando. En la última morada de miles de cuerpos, aparecieron flores, de todos los tamaños y colores. Un músico tañía, con maestría, un violín, aplacando los ánimos, bastante alterados, de los que estábamos allí presentes. Pronto el suelo quedó completamente cubierto con una alfombra de flores. Sonó el móvil en uno de los bolsillos de mi pantalón. Era mi amigo de nuevo. Esta vez preguntándome dónde estaba. Se lo dije. Él también estaba allí pero no podía verme a causa de la gente que se había ido llegando y se había arremolinado a mi alrededor. Me mostró unas imágenes. Si aquello que teníamos ante nuestros ojos era raro, extraño, lo que vi en la pantalla de su móvil, iba más allá. En bosques, pozos, paredes, ríos, pantanos, en los lugares más inverosímiles que te puedas imaginar aparecieron cadáveres. La policía, los forenses, estaban desbordados por el trabajo que se les presentaba. Los restos óseos de gente desaparecida, a lo largo de los años y que nunca más se supo de ella, había salido a la luz sin que nadie tuviera una explicación racional o no tan racional para aquello. Sólo los enterrados en tierra sagrada habían desaparecido, quedando en su lugar unas flores como vestigio de que la vida no se acaba, que se transforma en algo tan hermoso como una flor.

sábado, 15 de mayo de 2021

EL LOBO Y YO

 

 

 

 

Había un caso, en el que llevaba un tiempo trabajando, que no me dejaba dormir. La ausencia de pistas en esas desapariciones, me estaban volviendo loco. Me desperté en medio de la noche, gritando, empapado en sudor, había tenido una pesadilla. En mi sueño, un lobo negro, enorme, del tamaño de un oso, se abalanzaba sobre mí. Sabía que cualquier intento de volver a dormir esa noche, sería en vano. El despertador, que había sobre mi mesilla de noche, marcaba las cuatro de la mañana. Decidí levantarme y tratar de trabajar un poco, intentando arrojar un poco de luz a aquel misterio que me traía entre manos. Descorrí las cortinas. Las farolas arrojaban algo de luz sobre la calle vacía. Entonces lo vi. Era el lobo de mi pesadilla. Me estaba observando desde el otro lado de la calle. Inmóvil. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Sus ojos brillaban como dos luces rojas, entre las sombras. Corrí las cortinas y me separé de la ventana. Me senté en la cama. Estaba nervioso. No lograba quitarme aquella imagen de mi cabeza. Inquieto, volví a levantarme. Entreabrí un poco la cortina. No estaba. Respiré con alivio pensando que había sido una alucinación. Poco duró mi dicha, al poco tiempo escuché ruidos en la puerta de la calle. Me acerqué despacio. Parecían arañazos. La abrí y allí estaba, el lobo, delante de la puerta de mi casa. Asustado, la cerré de golpe. Apoyé mi espalda en ella. Necesitaba tranquilizarme, el corazón latía desbocado en mi pecho y me faltaba el aire. Entonces escuché una voz, que me decía, alto y claro ¡sígueme!,.  Entreabrí la puerta, y vi como aquel lobo se daba la vuelta y empezaba a caminar. Lo seguí. Las calles seguían desiertas. El lobo caminaba despacio. Yo iba en silencio tras él. Hipnotizado. Algún perro envalentonado, ladraba a nuestro paso, pero al ver al lobo, sus ladridos pasaban a ser aullidos. Caminamos un buen rato. Empezaban a despuntar los primeros rayos del sol, cuando llegamos a la puerta del cementerio. Estaba cerrada. Pensé que no podríamos entrar y los muros estaban demasiados altos para poder saltarlos, por lo menos yo no me encontraba en condiciones de poder hacerlo. Para mi sorpresa la puerta se fue abriendo a medida que nos íbamos acercando. No me gustaban los cementerios, y mucho menos cuando todavía las sombras no se habían disipado por completo. El lobo siguió caminando. Atravesamos todo el camposanto. Llegamos a la parte más alejada. En aquella zona las tumbas eran muy antiguas, se veían mal cuidadas, sin flores, como si ya nadie quedara con vida para recordar a aquellos muertos. Los nichos estaban cubiertos de musgo y enredaderas. Algunas lápidas estaban rotas. Entonces el lobo se paró delante de un mausoleo. La puerta se abrió. El lobo me hizo un ademán con la cabeza de que entrara. Dentro había un sepulcro. Una losa lo cubría. Giré la cabeza, el lobo había desaparecido. Estaba solo. Salvo aquel sepulcro no había nada más en aquel lugar. Me acerqué y traté de empujar la losa. No parecía tan pesada como creía. No tuve que hacer mucha fuerza para desplazarla. Encendí la linterna de mi móvil y alumbré el interior del sepulcro. Dentro había unas escaleras de piedra muy empinadas. Salté al interior y empecé a bajarlas con cuidado de no caer. Parecían no tener fin. Llegué al último peldaño. Estaba en un sótano, frío y húmedo. Fui alumbrando cada centímetro de aquel lugar, por el que iba pisando. La idea de ratas correteando por allí me ponían los pelos de punta. Entonces la visión más macabra, que nadie debería ver jamás, estaba ante mis ojos. Había cuerpos junto a las paredes, algunos eran esqueletos ya, otros estaban en avanzado estado de descomposición. Tenían puestos unos collares alrededor del cuello, de los cuales salían unas cadenas cortas, clavadas en la pared, con la única finalidad de que no pudieran sentarse. Allí estaban las chicas que habían desaparecido el último año. Escuché un gemido. Alumbré con la linterna hacia el lugar de donde provenía aquel ruido. Una de las chicas estaba con vida. Me acerqué hacia ella. En el suelo había una chaqueta. La reconocí de inmediato. Esa chaqueta era mía. La cogí. Dentro estaba mi cartera, mis tarjetas de crédito, mi pasaporte. La gran pregunta era ¿qué hacía mi chaqueta allí? Entonces alumbré la cara de aquella chica, era la última joven en desaparecer. Estaba en muy malas condiciones. En un esfuerzo casi sobrehumano abrió los ojos. Cuando me vio, vi pánico y terror en ellos. Retrocedí, aturdido, asustado, mi espalda chocó con algo grande, peludo. El lobo. Entonces lo comprendí. Yo había hecho aquello. Yo era el asesino que estaba buscando. Entonces algo se transformó dentro de mí. Un “yo” nuevo emergió de mi interior. Fuerte. Malvado. Sintiéndose descubierto y acorralado, intentó huir. Pero el lobo fue más rápido y le tapó la única salida existente en aquel sótano, las escaleras. Lo miró fijamente a los ojos y se abalanzó sobre él. Sobre mí.

viernes, 14 de mayo de 2021

MI VECINA

 

 

 

Mi vecina, una anciana muy simpática que vivía en el piso de al lado. Me pidió una noche, que le diera de comer al gato, porque ella, tenía que ausentarse unos días, para asistir a la boda de su nieta. Me dio la llave de su piso, junto con las instrucciones pertinentes sobre cómo darle la comida a “Dante”, su gato siamés.

Al día siguiente, por la mañana temprano, salí de mi piso y me dirigí al de mi vecina para realizar el cometido que me había pedido. Estaba en penumbra. Encendí las luces, respetando así la decisión de la mujer de no levantar las persianas. Hacía mucho frio allí dentro, nada que ver con la temperatura de fuera, que oscilaba sobre los 30 grados. Había fotos por todas partes. En una de ellas se veía a una pareja muy sonriente, en un tílburi. Me fijé en que un ojo de la chica era verde y el otro azul. Un caso raro, pensé. Dante se estaba restregando en mis vaqueros, mientras maullaba lastimosamente. Estaba claro que quería su desayuno. Sobre la encimera de la cocina había varios anillos colocados en una bandejita de plata. La comida del gato estaba en la alacena que había justo debajo del fregadero. Le llené su comedero y me fui, pensando en hacerle otra visita al caer la tarde. Tenía una tarea pendiente, tenía que comprar un presostato nuevo y luego, a la hora de comer, ir a tamalear con una amiga, a mí no me gustaban mucho los tamales, pero a ella le encantaban. Al caer la noche volví a casa de mi vecina. El gato, me estaba esperando detrás la puerta. Le di su lata de comida y le puse agua limpia. Por el rabillo del ojo me pareció ver a una mujer con un vestido albiceleste que entraba en una habitación que había al final del pasillo. Me asusté un poco, sabía que estaba sola en la casa. Decidí ir a mirar, confieso que estaba muy asustada. Abrí la puerta despacio, la persiana no estaba bajada de todo, dejando entrar algunos rayos de luz. Al fondo de la habitación, vislumbré una silueta, junto a la cama, encendí la luz con mano temblorosa y mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que aquello que me había asustado era una armadura. La persona a la que había pertenecido debía de medir por lo menos dos metros, era enorme. Yo no podría dormir con aquello en mi habitación. La cama estaba hecha. Había una cómoda al lado de la ventana, sobre ella una foto enmarcada, en la que se veía un hombre de unos treinta años, bien parecido. Debajo alguien había escrito en letras mayúscula “tartufo”, ni idea de lo que significaba aquello. Al lado de la foto había una invitación para la inauguración de una rotisería, de nombre “EL ZORRO” Me giré para salir de la habitación. Seguía haciendo mucho frío, pero en aquel lugar parecía que la temperatura era todavía más baja. Entonces la vi. Era mi vecina tumbada en la cama. Parecía dormida. Su tez estaba pálida y tenía una sonrisa dibujada en su cara. No la había escuchado entrar. Hacía menos de cinco minutos juraría que no estaba. Me acerqué a ella, despacio, muy despacio. Estaba a escasos centímetros de la cama cuando escuché como alguien abría la puerta de la calle. Me sobresalté y salí a ver de quién se trataba. Una mujer idéntica a mi vecina, pero con veinte años menos estaba entrando. Tenía los ojos hinchados. Había estado llorando. Me miró sorprendida en un primer momento, luego me sonrió. Me dio las gracias por darle de comer al gato. Le pregunté quién era, me dijo que la hija de la mujer que vivía allí. Yo no la conocía, pero ella sabía perfectamente quien era yo. Seguro que su madre le había hablado de mí y del cometido que me había pedido. Le dije que su madre estaba en la habitación, tumbada en la cama. Se puso pálida y me miró perpleja. Fue corriendo hacia la habitación, la abrió. En la cama no había nadie.

miércoles, 12 de mayo de 2021

UN ERROR FANTASMAL

 

 

 

Armadura reluciente, era lo primero que se veía cuando entrabas en el castillo. Me gustaba corretear por él, recorría todas las habitaciones y me escondía en lugares donde no llegaba la luz, pasando desapercibida. Conocía cada rincón, cada puerta secreta que llevaba a oscuros y fríos pasadizos. Llevaba muchos años allí, más de los que había vivido. Había visto nacer y morir a los descendientes de la primera familia que se instaló allí. Nunca quise interactuar con los vivos, me gustaba contemplar el día a día de aquella gente, me hacía sentir viva. Escuchaba con devoción los cotilleos entre las damas, y disfrutaba viendo sus vestidos nuevos que lucirían en los bailes, que se celebraban en el gran salón. Lloraba cada muerte y reía con cada nacimiento. Pero... una vez cometí un error. Había una niña. Me recordaba a mí de pequeña. Su padre siempre viajaba, su madre sólo pensaba en fiestas. Pasaba mucho tiempo sola. Yo, en un momento de ternura, empecé a manifestarme ante ella. Jugábamos largas horas. Disfrutábamos cada momento.  La madre se puso histérica, cuando entró una vez en la habitación y vio cómo se movían las cosas, aparentemente solas. Comenzó a gritar como una loca por todo el castillo: ¡un fantasma! ¡Un fantasma! Se armó una muy gorda. Intentaron calmarla y hacerla entrar en razón. Pero al poco tiempo se fue, arrastrando de la mano a la pequeña, que no paraba de llorar. Pude ver un moratón en uno de los grandes y azules ojos de la niña. Sentí una rabia enorme. Aquella mujer no tenía ningún derecho de pegarle a su propia hija, a esa niña tan buena e inocente, que no había hecho nada malo, salvo esperar un poco de cariño de los vivos, que nunca recibió. Entonces no pude controlarme y empecé a descargar mi ira, tirando todo lo que encontraba a mi paso, haciendo que las puertas y ventanas se abrieran y cerraran. En la biblioteca tiré todos los libros al suelo, uno por uno, hasta que no quedó ninguno en su sitio. Aquello horrorizó y atemorizó a la gente que allí vivía. Salieron despavoridos del castillo, como alma que lleva el diablo. Entonces comprendí que ya nadie querría volver a vivir allí. Que me quedaría sola para siempre. Ese era mi castigo por aquella debilidad. Los muertos no deben mezclarse entre los vivos, mientras estos últimos no sean conscientes de su propia muerte.


sábado, 8 de mayo de 2021

ÁNGEL DE LA GUARDA

 


 

 

Mario tenía siete años, vivía con su madre en una casa a las afueras de un pequeño pueblo. Su padre había muerto al poco de nacer él, cuando una fatídica noche, un ciervo se cruzó delante del camión que conducía, saliéndose de la carretera y precipitándose por un acantilado. Fue una gran desgracia, el hombre era muy respetado y querido por todos. Aquella pérdida casi vuelve loca de pena a su madre, que la sumió en una gran depresión.  Pero gracias a la ayuda de los vecinos, cuidando al niño y prestándole ayuda en todo momento, logró salir adelante. Consiguió trabajo en el único cine que había en el pueblo, como taquillera. Pero después de cinco años, una nueva empresa se hizo cargo de él. El antiguo dueño había perdido gran parte de su dinero en las apuestas de caballos y ya no podía hacer frente a las facturas que día a día se iban acumulando. El nuevo propietario dictaminó que lo primero que harían sería remodelarlo por completo, para darle un aire más acorde con los tiempos que corrían. Las obras durarían unos seis meses, periodo por el cual la mujer se quedaría sin trabajo. Pero una vez más la gente del pueblo se volcó con ella y le ofrecieron un trabajo de camarera a tiempo parcial. El niño podía estar con ella cuando no tuviera que ir al colegio.

Pero el tiempo pasó y el cine seguía igual que siempre. Parecía que la remodelación de la que habían hablado, se había esfumado como el humo de un cigarrillo.

Una tarde en que la madre recogió al pequeño de la escuela, lo vio muy serio y taciturno. Nada habitual en él, era un niño muy charlatán y extrovertido. La madre se preocupó por lo que le pasaba, pero el niño le respondió con un simple y rotundo “nada”, dando por zanjada la conversación, mientras sus ojos miraban el sueño que iba pisando.

La madre no le dio mayor importancia. Comieron y el niño se fue a su cuarto a hacer los deberes. En un momento determinado, la madre pasó por delante de la habitación de su hijo para ir al baño. Escuchó su voz y otra que no logró identificar, parecía la voz de una chica. Esperó un rato al otro lado de la puerta para cerciorarse de que su pequeño no estuviera jugando e imitando voces.

-Te gustó lo que hiciste? –le preguntaba la voz femenina

-No lo sé, creo que un poco- le respondía el niño

-Créeme cuanto más lo hagas más te gustará. Ahora no puedes dejarlo. Y cuando tengas muchos te diré un sitio donde puedes llevarlos y tenerlos a salvo.

La curiosidad la estaba matando y sin pensarlo dos veces abrió la puerta de la habitación. Su hijo estaba sentando ante su escritorio con la libreta de los deberes de matemáticas abierta y con un lápiz en la mano. Estaba solo. Allí no había nadie.

Le preguntó con quién hablaba, a lo que el niño le respondió que con su ángel de la guarda. La madre lo miró atónita, nunca habían sido muy religiosos, aunque eran católicos, poco iban a misa, tal vez lo del ángel de la guarda lo escuchara en la escuela o a algún niño. Así que, aunque no se había quedado muy tranquila con la respuesta, tampoco quería atosigarlo, le dijo que la cena estaría lista en medio hora y salió del cuarto.

Los días transcurrieron con más episodios de aquellos. Le mujer seguía escuchado aquella voz femenina en el cuarto de su hijo y a la pregunta de quién era, la respuesta era siempre la misma “mi ángel de la guarda”. La madre había preguntado a otros padres y madres sobre el tema y casi todos coincidían en que algunos niños y niñas, en algún momento, tenían un amigo imaginario, que no había que preocuparse por ello, que era normal y que se pasaría a medida que fuera creciendo.

Por fin empezaron las obras en el cine, con más de cuatro meses de retraso.

La remodelación sería completa, solo dejarían sin tocar la estructura del edificio. La sorpresa de los operarios cuando entraron en una de las salas del cine, fue mayúscula. Sentados como espectadores mudos y ciegos ante una pantalla en blanco, había animales sentados en las butacas, conejos, gatos, ardillas, ratones… Uno en cada butaca, de las más de cien que había en aquella sala, todos con el cuello roto.

La noticia corrió como la pólvora, expandiéndose por todo el país. “Macabro descubrimiento en un cine abandonado”, rezaban los titulares de los periódicos. Nunca se supo quién había sido el autor de aquello. La policía barajaba varias hipótesis que desembocaban en una sola. Se trataba de la mayor obra terrorífica, realizada por jóvenes con un sentido del humor muy macabra.

Su madre no estaba detrás de la puerta para escuchar como aquella voz lo felicitaba por sus acciones realizadas con éxito y con buen final. Y le alentaba y provocaba, al mismo tiempo, diciéndole que con animales era fácil, pero que seguro que con personas no sería capaz.


SUCESO EN LA NIEVE

 



Trineo, deslizándose a una velocidad vertiginosa por la ladera de la montaña. Un guarda lo observaba, a través de los prismáticos, en la cima de la misma. Temía por la vida de aquel hombre y no podía entender a que se debía tanta prisa. Echó un vistazo a su alrededor y entonces lo vio. Una nube de grandes dimensiones y muy oscura, parecía perseguirlo. Su velocidad iba incrementando en proporción a la velocidad que iba adquiriendo el trineo. Entonces bajo la atenta mirada del guarda, sucedió.  Era algo insólito, macabro, impensable. Aquella nube empezó a escupir peces de su interior.  Hasta tal punto que el hombre que iba dirigiendo el trineo, perdió el control, impactando contra un árbol. El guarda nervioso, por lo que acaba de ver, empezó a deslizarse por la ladera, en un intento desesperado por salvar la vida aquel hombre. Cuando llegó junto al trineo, el cuerpo del hombre había sido sepultado, literalmente, por centenares de peces provistos de grandes aletas y de color plateado. Pidió ayuda por radio, necesitaba que acudiera, cuando antes, algún sanitario.


CÚMULO DE DESGRACIAS

 


 Vio un pájaro revoloteando entre los barrotes de su celda. Lo miró emocionado. Tal vez fuera una señal de que las cosas podrían cambiar. Lo acusaban de la muerte de su hija pequeña. Era inocente. Su pesadilla comenzó el día del entierro de su padre, hacía cinco años. Llevaba a su niña cogida de la mano. Se había congregado mucha gente en el cementerio. Su padre era un hombre muy querido por todos. La gente se agolpaba a su alrededor, para saludarle y darle el pésame por tan triste pérdida. La niña se soltó de su mano. Él se dio cuenta de ello e intentó buscarla, pero no podía dar más de dos pasos sin que viniera alguien a abrazarle o estrecharle la mano. Cuando la cosa pareció tranquilizarse, la buscó por el cementerio y alrededores. Pero la niña no aparecía. La policía consideró su comportamiento muy sospechoso. Y estaba el agravante de la inminente separación de la pareja y su fuerte vínculo con la niña. Un guardia le dijo que su abogado había ido a verle.  Su madre había muerto y habían encontrado a la niña. Al parecer la curiosidad de la pequeña, la había llevado a la tumba, cayéndose dentro, muriendo de un golpe en la cabeza. Nadie lo vio y el ataúd se colocó encima. Habían encontrado sus restos al enterrar allí a su madre.

 


EL TÚNEL

 




 

 

 

Me desperté en un sótano frío y oscuro, hacía mucho frío. Escuché el ruido metálico de la puerta al abrirse y unos pasos bajando las empinadas escaleras. Un hombre, vestido con un anorak que le quedaba demasiado grande, nos iba alumbrando uno a uno. Éramos unas veinte personas las que estábamos allí tumbados. Sacó una libreta pequeña de color rojo, de uno de los bolsillos y empezó a recitar nombres. Los mencionados se iban levantando y se dirigían, con paso lento y cansado, hacia las escaleras que daban al exterior. Eran los elegidos para ser evacuados de aquel planeta sumido en el caos, que una vez fue la tierra. Todo había ocurrido en menos de setenta y dos horas. Un meteorito cayó en nuestro planeta destruyéndolo casi en su totalidad. Tras el impacto, toda la tierra, se cubrió de nieve. Murieron el noventa y nueve por ciento de la población, el uno por ciento que quedamos, tendríamos que abandonar, la que fuera nuestra morada durante millones de años, porque la vida tal y como la conocíamos, había desaparecido por completo. Ya no había plantas, ni árboles, ni animales, no quedaba nada. Alertados por las autoridades, antes de que todo se viniera abajo, y ya nada funcionara, algunos pudimos sobrevivir a la catástrofe, internándonos en sótanos o bunkers. Una nave nos esperaba fuera para evacuarnos. El hombre siguió recitando nombres hasta que sólo quedé yo. Me miró, volvió a posar su mirada en la libreta por si no había visto mi nombre y me volvió a mirar, esta vez vi pena en su mirada, al comprobar que no estaba en la lista. Me asusté. Estaba claro que no me sacarían de allí. Me levanté del suelo alterada y muy asustada. Lo increpé para que la mirase de nuevo, porque tenía que haber un error. El hombre, visiblemente afectado por la suerte que me deparaba allí, me pidió perdón pero que no podía hacer nada al respecto. Empezó a subir las escaleras, haciendo caso omiso a mis súplicas y mi llanto, y salió. Sabía que correr tras él no serviría de nada, iba armado y no se lo pensaría dos veces antes de dispararme. Me asomé a la puerta para verlos partir, sin poder parar de llorar. En aquel sótano no hacía tanto frío como fuera y la gente se había ido dejando las mantas, en el lugar donde habían dormido. Fuera, la tierra estaba cubierta con unos veinte centímetros de nieve. Imposible salir de allí. Me había resignado a morir en aquel agujero, sabiendo que cualquier intento por escapar sería acelerar una muerte segura. No estaba preparada para morir, necesitaba descansar un poco y luego urdiría un plan. Necesitaba pensar que podía hacerlo. No quería darme por vencida tan fácilmente. Cogí las mantas y me envolví con ellas. Me apoyé contra la pared y para mi sorpresa ésta cedió con mi peso, cayéndome de espaldas. Aquello no era una pared, era una pequeña puerta de madera, ajada y podrida por el paso del tiempo y por humedad. Me encontré en un túnel, estrello y muy oscuro. Decidí averiguar a dónde iba, con la idea de encontrar comida o a alguien que me pudiera ayudar. Caminé durante mucho rato, siempre a oscuras, no sé el tiempo que estuve reptando por él pero me pareció una eternidad. En un momento dado, vi claridad a lo lejos, eso sólo podía significar una cosa, el final estaba cerca. A medida que me iba acercando oía voces de gente, podía distinguirlas, eran voces de mujeres y niños. Aquel descubrimiento me dio fuerzas y seguir adelante. No estaba sola. Llegué al final del túnel, cogí aire, y salí al exterior. Lo que primero me sorprendió, fue la ausencia de nieve, y sobre todo el azul del cielo. No sé dónde estaba, pero aquello no podía ser real. Había niños jugando en un gran campo verde y un grupo de mamás sentadas ante una mesa de piedra charlando, mientras observaban el juego de sus hijos. Me puse en pie, observándolo todo a mi alrededor. Los árboles, las flores, el campo. La alegría que me embargaba, hizo que rompiera a llorar como una niña pequeña. Últimamente no paraba de hacerlo. Una mujer se acercó a mí preguntándome si estaba bien. Le dije que no sabía dónde estaba. Me miró sorprendida. Vio mis ropas sucias y mi aspecto desaliñado y dedujo que había sufrido un accidente y que estaba conmocionada. Me agarró suavemente por los hombros y me condujo hacia la mesa donde estaban las otras mujeres. Me señaló una silla para que me sentara. Me ofreció algo de beber, que acepté con gusto. Era limonada, estaba riquísima, pero lo que más me gustaba era sentir el sol en mi espalda. Había una revista de moda sobre la mesa. De soslayo miré la fecha que había en la portada. 1970. Aquello era increíble, había viajado en el tiempo. Tal vez nuestro planeta tuviera una segunda oportunidad.

 


viernes, 7 de mayo de 2021

VIAJE EN TREN

 

 

 

 

Mi padre había sido gran parte de su vida timonel, y decidió que aquellas vacaciones las pasaríamos en casa de su hermana, que vivía en una gran casa en las montañas. Yo tenía nueve años y unas ganas enormes de ir a la playa. Así que, durante aquel viaje en tren, apenas le dirigí la palabra, ni a él, ni a mi madre por ser cómplice de sus locuras. Abrí la ventana, hacía mucho calor. Un pájaro se posó a escasos centímetros de mí y envidié su libertad por ir a donde quisiera. En el camarote de al lado, alguien tocaba pésimamente un samisén, mientras yo hojeaba un libro que tenía varias fotografías donde se veía a un niño en trineo. Esa imagen me dio escalofríos, no lo envidié, odiaba la nieve. Yo seguía enfadado, pero estaba atento a lo que hablaban mis padres entre ellos, no entendía mucho de lo que decían, no paraban de mencionar una y otra vez algo sobre una cartola. ¡Cosas de mayores! Pensé y seguí leyendo. Mi padre se ausentó un momento y para cuando volvió, lo hizo con unos platos de pasta regados con pebre, olía muy bien y lo devoré, como si no hubiera comido en años. Entonces algo pasó. El tren se detuvo. Miré por la ventanilla y no veía más que árboles y más árboles. Mi padre, nos dijo que no nos moviéramos de allí, mientras él iba a ver qué pasaba. Yo seguía pegado al cristal. Algunos pasajeros también bajaron. Cuando regresó mi padre nos dijo si queríamos salir y estirar un poco las piernas porque lo más seguro es que estaríamos un buen rato parados. ¡Yupi! Grité, era la mejor noticia que me habían dado desde que habíamos salido de la estación. Algún día, cuando fuera lo suficientemente mayor, iba a despublicar todo lo que habían escrito sobre la comodidad de los trenes. Mi opinión personal es que era el peor medio de transporte habido y por haber. Cuando pisé tierra, me puse a correr, yo también quería saber que era aquello tan importante que había conseguido parar a aquel monstruo de hierro. Vi más de un sanitario, auxiliando a un par de niños, no más mayores que yo, que yacían inmóviles en el suelo. Me conmocionó verlos tan quietos, y sobre todo ver la sangre que los cubría. Alcé la mirada y vi el autobús. Estaba tumbado de lado en el medio de la vía. Presté atención a lo que decían los adultos a mi alrededor. Al parecer en aquel autobús viajaban veinte niños y el conductor, en el suelo sólo había dos niños y un adulto, ¿dónde estaban los demás? Decidieron hacer batidas por el bosque. Pensaron también, que sería más adecuado que las mujeres y los niños nos quedásemos en el tren. Yo protesté, quería ir con ellos. Mi padre me hizo ver que no era seguro internarse en el bosque, estaba oscureciendo y no sabían que se podrían encontrar allí. Mi madre me suplicó que no la dejara sola. Así que cedí y me quedé. Una anciana vestida totalmente de negro, se puso a gritar a viva voz que no fueran, que no se adentraran en el bosque. Y empezó a hablar de espíritus malignos y cosas de esas sobre fantasmas. La verdad es que aquella señora logró asustarme mucho. Una mujer más joven, seguramente su hija, la agarró suavemente por los hombros e hizo que se metiera en el tren, diciéndole que no atemorizara a aquella buena gente que iban a buscar a esos niños. Me dormí abrazado a mi madre, pero cuando me desperté, hacía ya tiempo que había amanecido, no estaba a mi lado. Salí al exterior y la vi caminando de un lado a otro con otras mujeres, me pareció escucharla llorar. La abracé para consolarla y le pregunté si papá había vuelto. Sentía una gran nostalgia por él. Me dijo que no, que ninguno de los hombres había regresado todavía. La mañana dio paso a la tarde y seguían sin aparecer. Al anochecer vimos a unos hombres que se acercaban. Echamos a correr a su encuentro, pensando que eran ellos. Pero no era así. Eran gente de los pueblos de alrededor que habían ido en su busca. Resultó que aquella anciana del tren, que les había gritado que no fueran, alertándoles sobre malos espíritus, tenía razón. Aquella buena gente nos relató una leyenda contada por padres a hijos, durante generaciones, y que llevaba una advertencia implícita: nunca te internes en el bosque de noche. Al parecer, al anochecer, unos espíritus malignos, con la habilidad de tomar diversas formas, entre ellas la humana, se aparecen en cualquier parte del bosque a la gente que deambula por allí. Cuando le preguntan cómo salir de allí, las indicaciones que dan son las erróneas, provocando ello, que la gente se adentre más y más, hasta que mueren de sed y de hambre. Los niños del autobús, en un intento de pedir ayuda, se habían internado en el bosque, aquellos espíritus habían tomado una forma infantil como la de ellos, indicándoles el camino equivocado, el camino de una muerte segura. Los hombres también habían caído en su engaño, el camino que les habían indicado los llevó a un gran pantano con arenas movedizas, del que ya no pudieron salir. La anciana murió mientras dormía.

miércoles, 5 de mayo de 2021

LA MELODIA DEL DOLOR

 


 

Samisén se llamaba el instrumento que aquel hombre tañía melodiosamente, ante el asombro y regocijo de los presentes en aquel cementerio, situado a las afueras de la ciudad. Para los que no iban a menudo, les resultaba extraño, incluso fuera de lugar, que aquel anciano sentado sobre la losa de una tumba, hiciera plañir con tanta destreza aquel instrumento, arrancándole notas cargadas de pena y dolor. Pero para la gente del pueblo, lo extraño sería que el hombre no estuviera allí cada mañana, de cada día, desde hacía más de un año, en que su amada esposa había muerto, después de una larga enfermedad. Aparecía nada más despuntar el alba y se quedaba hasta bien entrada la tarde, sin importarle las inclemencias del tiempo. Y cada día algún vecino, le llevaba un plato de comida regada siempre, con pebre. Era tan habitual escuchar aquella melodía, que ya formaba parte de la vida cotidiana del pueblo. Los primeros meses, el anciano se iba a su casa a dormir. Sus viejos huesos y sus dedos artríticos, le pedían a gritos un poco de descanso. Pero la soledad, la pena y el dolor eran su única compañía en aquella su humilde morada. Recordaba, acostado en la cama mientras esperaba que el sueño lo envolviera, los momentos felices vividos allí y que se habían esfumado, volado, desaparecido, como había pasado con su dulce esposa. Incluso al cerrar los ojos podía escucharla reír, feliz, mientras juntos bailaban al son de la música de su viejo tocadiscos. Los meses pasaban y su dolor era cada vez más intenso. “El tiempo todo lo cura” le decían, pero el tiempo parecía que tenía otro plan, que no era precisamente amortiguar su dolor. Dejó de ir a su casa. Las noches las pasaba en el camposanto. La soledad, la pena y el dolor, dieron paso a una enorme paz que le embargaba el corazón. El sueño llegaba rápido, y mientras los párpados se iban cerrando, poco a poco, pensaba que tal vez esa noche, sería la última que pasara en la tierra y que al fin volvería a ver a ver el rostro de su amada. Una mañana de primavera, una mujer había acudido a primera hora al cementerio. Llevaba flores a su madre. Lo hacia una vez a la semana y se quedaba un rato conversando con ella. La ponía al tanto de lo que le había acontecido durante esos días. Mientras iba caminando entre las tumbas, se dio cuenta de que algo no iba bien. No escuchaba el samisén. El lugar donde se sentaba el anciano no quedaba muy lejos de donde estaba. Decidió acercarse y ver qué había pasado. A lo lejos una pareja de ancianos, cogidos de la mano, se iban acercando a ella. Cuando pasaron a su lado, la joven se dio cuenta, atónita, de que los pies de aquella pareja no tocaban el suelo, flotaban.  Se giró para fijarse mejor.  Habían desaparecido. Sobrecogida siguió su camino, pero ya no andaba, corría, alentada por un mal presentimiento. Al llegar al sitio donde estaba siempre el anciano, encontró su cuerpo ya sin vida.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

EL DINERO

 


 

 

 

El hombre lloraba la muerte de su esposa, el hijo, lloraba la muerte de su madre. Frente a ellos había un ataúd cubierto por completo de flores, a punto de descender a la fosa cavada en la tierra, que sería su nueva morada. Había fallecido dos días atrás en un accidente de coche.

Al terminar el oficio la gente, poco a poco, se fue yendo tras darles el pésame, hasta que sólo quedaron ellos dos. Con apenas fuerzas para caminar, porque el dolor que sentían era como una losa puesta sobre sus corazones, llegaron al coche. En la radio hablaban sobre el robo efectuado, hacía un par de días, en un banco de la ciudad. El padre apagó la radio e hicieron el resto del camino de regreso a casa, en silencio. Mientras el joven, que había cumplido dieciocho años días atrás, se había recostado en el asiento del copiloto y dormitaba, el padre, no dejaba de mirar por el espejo retrovisor, nervioso, impaciente. Los había visto en el cementerio, eran dos, los había reconocido por sus trajes negros y las gafas de sol. Sabía que lo estaban vigilando.

Un coche blanco estaba apartado delante de su casa. Sabía de quién era. El chaval seguía durmiendo ajeno a todo. Mejor así, pensó.

- ¿Dónde está el dinero? –le espetó

-Acabo de enterrar a mi mujer, capullo, un poco de respeto –le respondió de mala manera.

El hombre llevaba en el bolsillo de su abrigo, una pistola, se arrimó a él y le apuntó con ella.

-Dime dónde está el dinero y te dejaré en paz. -insistió

En ese momento los dos hombres que habían estado en el cementerio, pasaron por delante de la casa, iban en un coche negro. Aminoraron la marcha y les dispararon. Las balas silbaban a su alrededor. El hombre temeroso que le hicieran algo a su hijo, fue corriendo a buscarlo, mientras el otro hombre se metía en el coche y huía.

Ya dentro de la casa, el padre tenía claro que tenían que salir de allí o los matarían a los dos.

Su esposa, él, y el capullo aquel que lo había estado esperando fuera, habían atracado aquel banco. Hacía meses que sabía que su esposa y aquel hombre tenían una aventura. Hizo sus propias indagaciones y descubrió que tenían pensado matarlo después del atraco, para luego llevarse al hijo de ambos y el dinero. Pero les había salido mal el plan. La mujer había muerto y él tenía el botín. También sabía que aquel hombre no pararía hasta tenerlo, y que haría todo lo posible por recuperarlo. Los hombres del cementerio, eran del FBI. No sospechaban de él, todavía, pero sí del otro hombre. Estaba claro que tenía que huir, con su hijo y el dinero, lo antes posible y empezar una nueva vida lejos de allí.

Metieron lo imprescindible en unas mochilas y se fueron a un hotel. No podían ir en su coche, así que lo hicieron en un taxi. Le pidió al taxista que lo dejara a un par de manzanas del hotel. El resto del trayecto lo hicieron a pie. Se registraron con nombres falsos y ya en la habitación, planearon la fuga. El chaval sacaría unos billetes de tren que saliera esa madrugada. El padre, iría en busca del dinero. Le dio unas instrucciones claras a su hijo, sino aparecía en la estación a la hora estipulada, tenía que coger aquel tren y largarse de allí. Le dio un sobre que tendría que abrir una vez estuviera dentro del tren.

Al anochecer el hombre salió del hotel. Empezó a caminar evitando las farolas y las cámaras de seguridad que había por toda la ciudad. Se había puesto una gorra y se había vestido de negro para pasar desapercibido.  Vio un par de veces el coche negro recorriendo las calles de la ciudad. Pasó delante de su casa. Volvió a ver el coche blanco, dentro había tres hombres. Aquellos sicarios estaban esperando a que regresara. Se escondió detrás de un árbol. Desde su posición pudo ver como entraban en su casa. Buscaban el dinero. Siguió caminando hasta llegar a su destino. La tierra todavía estaba blanda y no le costó cavarla y llegar hasta el ataúd de su esposa. Allí había escondido una bolsa de deportes. Dentro estaba el dinero.

Llegó a la estación de tren cinco minutos antes de que arrancara. Su hijo nervioso, caminaba de un lado al otro del andén.  Escuchó por megafonía el último aviso para subir al tren. El chaval subió, mirando a ambos con la esperanza de ver a su padre. Sabía que no lo había conseguido. Se sentó, sacó la carta del bolsillo de su cazadora y se disponía a abrir el sobre, cuando un anciano le entregó una bolsa de deportes. Confuso le dio las gracias sin comprender bien lo que estaba pasando. La colocó a sus pies. Tenía la corazonada de que su padre estaba detrás de todo aquello. Abrió el sobre y lo comprendió todo.


EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...