- ¿Queréis salvar vuestras almas?, si es así, escuchad lo
que os tengo que decir.
Un joven de unos veinte años, vestido con una camisa
blanca y unos vaqueros desteñidos, formulaba esa pregunta mientras recorría las
calles de la ciudad. Llevaba entre sus manos una biblia encuadernada en cuero.
La gente lo miraba con cierta desconfianza e incluso
miedo, apresurando el paso al pasar junto a él.
El muchacho siguió su camino, sin cejar en su intento de
ser escuchado.
Llegó a la plaza mayor. Allí se encaramó al viejo olmo que,
desde hacía varias décadas, era testigo silencioso de todo lo que pasaba en el
pueblo.
Algunas personas llevadas por la curiosidad, comenzaron a
escucharlo dejando, eso sí, una cierta distancia entre ellos como temiendo que
la locura de aquel joven fuera contagiosa.
-He tenido una revelación –comenzó a decir- esta noche
vuestro ganado morirá. Es el principio del fin.
Los vecinos horrorizados por aquellas palabras, trataron
de encubrir el temor que sentían de que aquello fuera cierto, tildándolo de charlatán
y loco.
Abandonaron el lugar entre risas y bromas.
Pero esa noche lo que aquel muchacho había predicho se
cumplió. El ganado apareció muerto por la mañana.
A la misma hora del día anterior el muchacho volvió a
subir a aquel árbol y volvió a hablar.
-Esta noche caerán piedras del cielo y arrasarán vuestros
cultivos.
Los más escépticos llamaron a la policía. Pasó la noche
en una celda de la comisaría.
Al anochecer de ese día, grandes piedras en forma de
granizo cayeron del cielo, arrasando por completo todos los cultivos del
pueblo.
El miedo se adueñó del pueblo. Los vecinos temerosos de
lo que pudiera pasar la noche siguiente se congregaron frente a la comisaría.
Querían saber la nueva desgracia que caería sobre ellos.
Antes los gritos de los congregados, la policía no tuvo más
remedio que dejarlo salir. Cuando lo vieron aparecer, la gente comenzó a
suplicarle que les dijera que iba a suceder esa noche. El joven se veía cansado
y ojeroso. Habló despacio, y con cada palabra que pronunciaba punzadas de dolor
atravesaban el corazón de aquella gente.
-Esta noche, los niños y los ancianos, morirán.
La reacción de los vecinos no tardó en manifestarse. Como
una horda de zombis comenzaron a acercarse a él. Sus intenciones no eran nada halagüeñas.
La policía tuvo que intervenir. Lograron salvar la vida del muchacho metiéndolo
dentro de comisaría. Aun así, no pudieron evitar que algún compañero resultara
herido.
Esa noche, por su seguridad, volvió a pasarla en el
calabozo.
A la mañana siguiente los niños y los ancianos habían
muerto.
Esta vez los vecinos aparecieron enfurecidos, gritando
como posesos y armados con aperos de labranza, cuchillos y diversos objetos
punzantes, dispuesto a matar a aquel muchacho al que acusaban de ser el culpable
de los males que les estaban ocurriendo.
Un grupo de policías, armados hasta los dientes, salieron
a calmar los ánimos de los vecinos.
El comisario salió con una hoja en la mano.
Al ver el semblante que presentaba, serio, blanco como la
cera y con un ligero temblor en las manos todos los presentes guardaron
silencio. Sabían que nada bueno saldría de aquella lectura.
Alguien gritó:
- ¡Dinos de una vez que ha visto “El Profeta”! ¿Qué
nuevos males nos esperan?
-Hemos reproducido palabra por palabra, lo que nos fue
dictando el muchacho. El joven que ha predicho todo lo que ha pasado en estas
últimas noches con un acierto total.
“Al caer la noche, cuando las primeras sombras cubran
vuestro pueblo, el sueño os invadirá. No durmáis. Tenéis que manteneros
despiertos hasta el amanecer, de lo contrario, vuestras almas estarán
condenadas al fuego eterno por los siglos de los siglos. “
Se escucharon unos murmullos seguidos de suspiros de
alivio. Aquella noche nadie iba a morir ni nada sería destruido. Quedarse
despierto no sería tan difícil, pensaban. Los ánimos fueron decayendo y aquella
euforia por destrozarlo todo, desapareció. La resignación los envolvió en su
manto de delirio y poco a poco fueron abandonando el lugar.
La tarde estaba llegando a su fin.
Las primeras sombras comenzaron a deslizarse, furtivas,
sigilosas por cada rincón del pueblo.
Las casas iluminadas mostraban a sus ocupantes en sus
rutinas diarias. Pero había algo diferente. Nadie se preparaba para irse a
dormir. Todos estaban viendo la tele, escuchando la radio o bebiendo cantidades
ingestas de café para no quedarse dormido.
Estos últimos, los que llevaban la cafeína corriendo por
sus venas, lograron mantenerse despiertos para ver como miembros de su familia
caían desplomados al sucumbir al sueño. Los intentos por despertarlos eran
inútiles, habían caído en un sueño profundo, como si hubieran entrado en coma,
o peor aún, como si estuvieran muertos.
Lo que les llevó al borde de la locura, fue ver como
aquellas sombras que los rodeaban se movían, adquiriendo formas grotescas, espeluznantes.
Monstruos salidos del averno dispuestos a conquistar el mundo de los vivos.
Aquella noche en comisaría había cinco personas, de las
cuales, tres no pudieron evitar quedarse dormidos.
La recepcionista y un compañero eran los únicos despiertos.
Se acercaron a la celda donde estaba encerrado el muchacho al escuchar unos
estruendos que provenían de aquel lugar del sótano.
Apuntando con sus armas se acercaron.
El miedo los envolvió al ver como los barrotes de la
celda estaban doblados como si fuesen blandos como la plastilina y no barras de
hierro. No había rastro del joven.
- ¿Me buscabais? –preguntó una voz cavernosa a sus
espaldas
Se giraron y vieron a un monstruo de unos dos metros de
altura, cubierto de escamas de pies a cabeza, con unos ojos inyectados en
sangre que los miraba con una ira y una crueldad desmesurada.
Aquel muchacho al que llamaban “El Profeta” dio el primer
paso para la invasión.
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