Había sido un día agotador y lo único que deseaba Elisa, más
que nada en el mundo, era llegar a su casa, cenar algo e irse a la cama.
El día no había comenzado bien. El coche no arrancó
cuando intentó encenderlo. Tuvo que llamar a una grúa. En el taller le
informaron que tardarían unos días en arreglarlo, no entendió muy bien de que
se trataba el arreglo del que le hablaban porque estaba demasiado agobiada para
prestarle la debida atención.
Cogió un taxi. Llegó tarde al trabajo. Su jefe la miró
por encima de las gafas cuando entró en la oficina. Aquello no presagiaba nada
bueno.
A media mañana cuando se estaba preparando una taza de
café, la llamó a su despacho.
Le dijo que tenía que llevar un nuevo caso que había llegado
esa mañana. Estaba hasta arriba de trabajo. Pero no dijo nada. No quería tentar
a la suerte. Así que asintió y salió con una carpeta baja el brazo y que colocó
sobre el gran montón que había sobre su mesa. Tendría que olvidarse del
descanso por ese día.
Un rato después de camino al baño un compañero tropezó
con ella derramándole el contenido de su taza de café sobre su blusa blanca. El
hombre se excusó un millón de veces mientras ella le restaba la importancia que
realmente tenía con una amable sonrisa. Trató de quitarse la mancha en el baño
sin mucho éxito. Menos mal que ese día no tenía pensado recibir a nadie en su
despacho. Pero, aun así, a pesar del calor que hacía, sacó un jersey de uno de
los cajones de su escritorio donde lo guardaba para días patosos como aquellos
y se lo puso.
Su marido la llamó. Se había torcido un tobillo. Estaba en
el hospital. Ella quería ir. Pero él le dijo que en un rato se iría a casa. No
era nada grave y que estaba bien. Por causas obvias no podría ir a buscarla a
la oficina. Así que, no le quedaba otra alternativa que coger el autobús de
regreso a casa porque dos taxis en el mismo día era un derroche excesivo de un
dinero del que no disponía.
Sentada en la parada del autobús pensaba en su llegada a
casa y soñaba despierta con la ducha de agua caliente que se tomaría antes de
cenar. Algo cayó al suelo cuando intentó colocar el bolso a su lado. Era un
libro.
Miró a su alrededor por si veía a alguien que lo viniera
a buscar al acordarse de que lo había olvidado allí, pero la calle estaba completamente
vacía, salvo por un par de coches que circulaban en esos momentos.
Estiró una mano y lo cogió. Parecía pesado. No tenía
título. Estaba encuadernado en piel. Presentaba un aspecto deteriorado debido,
quizá, por el paso del tiempo y del uso. Las esquinas estaban algo ajadas. No
tenía título.
Lo abrió. Las hojas estaban amarillentas y presentaban
manchas de humedad.
La primera página estaba en blanco. No había fecha de
impresión ni rastro de la identidad del autor.
La siguiente comenzaba diciendo:
-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba
tan ensimismada leyendo un libro que no vio acercarse a un anciano de aspecto
desaliñado y empujando un carrito de supermercado repleto de cachivaches, en su
dirección. La joven se dio cuenta de su presencia cuando notó un olor fétido
frente a ella. Levantó la mirada….
Elisa dejó de leer porque aquel olor que se describía en
aquella página era tan real que hasta podía olerlo.
Alzó la vista y vio a un vagabundo frente a ella
sonriéndole, mostrándole una boca carente de casi todos los dientes y los pocos
que le quedaban estaban podridos por la falta de higiene. El miedo la envolvió.
Instintivamente agarró el bolso y lo apretujó contra ella.
El hombre no dejaba de mirarla. Ya no sonreía.
-No voy a robarle. Solo quiero unas monedas para comer
algo, nada más –le dijo en tono lastimero que la hizo sentirse culpable. Lo que
no vio Elisa era el gran cuchillo que escondía en uno de los bolsillos de su
holgado y sucio abrigo marrón.
Ella abrió el bolso y le dio un billete. Después de darle
las gracias una infinidad de veces desapareció calle abajo. No lo supo, pero se
había librado de una muerte segura.
Ya un poco más calmada retomó la lectura.
Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba
tan ensimismada leyendo un libro que no se dio cuenta de la llegada de uno.
Alzó la vista y vio que no era el suyo, pero….
El ruido de un frenazo la hizo levantar la mirada. Frente
a ella se había parado un autobús. Se fijó en el número que figuraba en el
lateral. No era el que ella esperaba. Las farolas que hasta ese momento habían
permanecido apagadas se encendieron de repente arrojando luz sobre los
pasajeros que iban dentro.
El libro cayó de sus manos cuando se puso en pie de un
salto. Ya no estaba asustada, no, había entrado en pánico total. Lo que vio a
través de los cristales eran cuerpos en descomposición, algunos ya esqueletos,
otros les colgaban jirones de carne en la cara como si fueran trozos de tela
desgarrada
Y lo peor de todo aquello era ver cómo le sonreían.
El autobús de los muertos arrancó desapareciendo de su
vista al dar la vuelta a la esquina. Lo que no sabía Elisa es que si se hubiera
subido acabaría como ellos.
Elisa estaba muy alterada y sudaba copiosamente. Sacó el
móvil del bolso. Tenía que llamar a un taxi, no pensaba permanecer allí ni un
segundo más, pero….
La visión del libro en el suelo la hizo reflexionar.
Todo aquello no eran nada más que visiones provocadas por
el cansancio que embargaba su cuerpo. Su autobús no tardaría en llegar. Intentó
mirar la hora en el móvil, pero éste se había apagado. Intentó encenderlo sin
ningún éxito. Parecía que se había muerto.
Intentó calmarse.
Leería un rato más mientras esperaba.
-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba
tan ensimismada leyendo un libro que no se percató de la presencia de una niña
pequeña que la observaba hasta que ésta le tiró de la manga del jersey para
llamar su atención.
Elisa se sobresaltó. Alguien le tiraba del jersey.
Levantó la mirada y vio a su lado a una niña rubia de no más de siete años que
la miraba muy seria. Tenía los ojos rojos de haber llorado y todavía podía ver
restos de lágrimas en su pequeña cara pecosa.
Elisa le preguntó si se había perdido. La niña movió la
cabeza afirmando.
Le preguntó donde vivía. La chiquita señaló con el dedo
al descampado que había tras la marquesina del autobús.
No sabía qué hacer, no quería perder el autobús, no podía
llamar a nadie porque el móvil no le funciona y su conciencia le decía que tenía
que ayudar a aquella niña pequeña.
Se levantó y le dio la mano a la pequeña. La tenía
helada. Le dijo que si tenía frio, ella le dejaba su jersey sin ningún
problema. La niña negó con la cabeza. Se pusieron a caminar en silencio.
Escuchó su nombre a sus espaldas. Reconoció la voz que lo
pronunciaba. Era de su marido, de Juan.
Había ido a buscarla. Cuando lo vio acercarse a ella se
dio cuenta de que no cojeaba y su cara era la viva imagen de la angustia y el
miedo. Pero, ¿por qué? Ella estaba bien.
El la abrazó con fuerza. Rompió a llorar.
-Elisa, ¿qué te ha pasado? Hace horas que tenías que estar
en casa. Ya no hay autobuses. Has desaparecido todo el día. Llamé a la oficina
y me dijeron que no habías ido a trabajar. Llevo todo el día buscándote.
-Pero ¿qué dices? - le respondió ella desconcertada- salí
del trabajo hace un rato y me senté aquí a esperar, todavía no ha pasado y
ahora me disponía a llevar a esta niña perdida con sus padres.
-Que niña? –le preguntó Juan
La niña no estaba a su lado.
Lo que no sabía Elisa es que si hubiera ido con ella
habría desaparecido también, para siempre.
Elisa muy asustada miró a su alrededor, sabía que a ojos
de su marido parecía que había perdido la cabeza, pero no era así, había visto a
la niña y le había dado la mano, de eso estaba segura, incluso recordaba lo fría
que la tenía cuando la cogió. No podía explicar a Juan ni a nadie dónde estaba.
No había nadie por la calle. No había ni rastro de la pequeña.
Miró a su marido y le preguntó por qué no cojeaba. Lo último
que sabía de él es que había estado en urgencias porque había sufrido un
accidente.
Él la miró sin comprender de lo que le estaba hablando.
No había tenido un accidente aquel día. No había estado en urgencias.
Ella no entendía nada.
Entonces se acordó de algo. Se quitó el jersey para comprobar que la
mancha de café de esa mañana seguía allí. No había ninguna mancha en su blusa,
porque llevaba el pijama puesto y estaba limpio.
Era oficial, se había vuelto loca.
-Espera –le dijo a Juan en un intento de desechar esa
posible demencia que parecía cernirse sobre ella inevitablemente- había un
libro que empecé a leer mientras esperaba el autobús. Lo encontré en el banco
donde estaba sentada. Echó a andar hacia la marquesina, casi corría. Y allí
estaba el libro.
Lo agarró entre sus manos como quien coge un trofeo. No
estaba loca. Tenía el libro. Pero…
En la portada había algo escrito. Era el título que antes
se le había pasado por alto ¿o no?
“Momentos casi perfectos para morir”.
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