miércoles, 13 de julio de 2022

EL PRINCIPIO

 

Se reunieron para celebrar el principio.

Mateo, junto a sus compañeros pararon, después del trabajo, en la “milla verde” para tomar una cerveza.

Para cuando decidieron irse a casa aquella primera cerveza había dado paso a otras cinco. Se ofrecieron a acercarlo al pueblo donde vivía, pero él rehusó amablemente la oferta, alegando que necesitaba caminar aquel kilómetro que distaba desde ese bar de carretera a su casa. Le vendría bien para despejar la cabeza.

La noche era calurosa. Había luna llena. Aquello le facilitaba las cosas a Mateo a la hora de caminar. Su luz, aunque tenue, iluminaba el camino que iba recorriendo. Su estado era peor de lo que se había imaginado. Las piernas le flaqueaban y sentía como si alguien le estuviera clavando cientos, miles de alfileres en la cabeza. Así que decidió tomar un atajo. Nadie en su sano juicio lo haría a esas horas de la madrugada, pero él no vaciló lo más mínimo cuando cruzó la puerta del camposanto.  Ayudado por la linterna de su móvil avanzaba con paso firme y acelerado, sin llegar a correr, pero casi, entre las tumbas, mirando siempre al frente con el corazón encogido, esperando no encontrarse con algún espectro por el camino.  Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensarlo. Pero no fue eso lo que se encontró, sino con tumbas resquebrajadas y vacías, como si los inquilinos que las moraban hubieran decidido que aquella era una buena noche para salir a dar un paseo por el mundo de los vivos.

Con el haz de luz que arrojaba la linterna de su móvil iluminó a su alrededor. No todas estaban abiertas. El terror más absoluto se apoderó de él. Comenzó a correr. Vislumbraba la valla que cercaba el cementerio, no tendría problemas para saltarla, pero cuando más corría hacia ella ésta parecía que se iba alejando a la misma velocidad. Desesperado y a punto de desfallecer se paró para tomar aire. Entonces lo escuchó. Alguien corría en su dirección. Se escondió detrás de un ángel tallado en piedra, ajado y cubierto de musgo por los muchos años que llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo. Era un esqueleto. Corría como alma que lleva el diablo. Saltó el muro con una facilidad pasmosa y siguió corriendo en dirección a las montañas, que como un cinturón rodeaban el pueblo. La lucidez volvió a tomar el control de su cuerpo. Le entraron ganas de orinar. Mientras eliminaba los líquidos sobrantes frente al muro que bordeaba el cementerio, tuvo una idea que la razón rechazó de inmediato, pero la curiosidad ganó la batalla. Saltó el muro y comenzó a caminar en la misma dirección que minutos antes había hecho aquel esqueleto. Que, dicho sea de paso, juraba que había sido fruto de la borrachera que llevaba. Pero al mismo tiempo no perdía nada en averiguar hacia donde llevaba aquel camino por el que había desaparecido aquella alucinación.

Caminó durante veinte minutos hasta que se topó con una valla y un letrero que rezaba: PROHIBIDA LA ENTRADA a la cueva. Había oído hablar de aquel sitio, aunque nunca se había aventurado a ir hasta allí. Hacía más de cien años aquello era una mina de carbón. Su abuelo había trabajo allí al igual que el padre de éste. Unos años atrás, unos chavales con ganas de aventuras, se habían colado en aquella cueva. Nunca más se supo de ellos. Así que aquel sitio se convirtió en un lugar maldito, de acceso prohibido. Vio un par de cámaras. No sabía si seguían en funcionamiento, de hecho, le daba igual, tenía que saber qué le había llevado a aquel esqueleto ir a aquel lugar. Que era mala idea hacerlo, sí, pero ya había llegado muy lejos para echarse atrás. Comenzó a llover. La típica tormenta de verano, pensó, pasará pronto. Corrió los doscientos metros que le distaban de la entrada de la mina. Estaba empapado. Se miró. Su camisa blanca había perdido su color. Se había teñido de rojo. Sus manos, su pelo, su cara, todo estaba cubierto de una sustancia escarlata. Se mojó los labios con ella y descubrió que era sangre. Todavía estaba intentando encontrar un sentido a todo aquello cuando escuchó ruidos provenientes del interior de la cueva. Risas, aplausos, vítores, era lo que escuchaba. Entró. Había un largo pasillo iluminado con antorchas a ambos lados. Aquel camino iba desciendo a medida que lo recorría como si el final del mismo terminara en las entrañas de la tierra, en el mismo infierno. Caminó un buen rato hasta que los gritos le llegaron más nítidos, indicándole que había llegado a su destino. Se topó con una gran sala circular. La mala iluminación dejaba ver sombras alargadas y grotescas danzando a sus anchas por doquier. Vio una columna. Se escondió tras ella. No lo habían visto llegar. Desde allí tenía una buena visión de todo el recinto. Lo que vio le encogió el corazón y un grito se ahogó en su garganta. Estaba repleto de esqueletos. En el centro, un ángel negro alado había tomado la palabra. Todos lo escuchaban con atención. De vez en cuando alzaban sus huesudos brazos y emitían sonido parecidos a un grito victorioso proveniente de ¿de dónde? Porque no tenían garganta. Sus ojos recorrieron cada centímetro del lugar. Al fondo vio a otro ángel. Este era diferente. Un aura de luz lo rodeaba. Estaba de rodillas con la cabeza agachada y llevaba una trompeta entre sus manos. La misma con la que había tocado la primera plaga, la de convertir el agua en sangre.

El ángel negro hablaba en esos momentos:

-Los sepulcros se abrieron y los cuerpos de la escoria más grande que ha pisado esta tierra se han levantado. ¡¡¡Aquí estáis hermanos!!!

Se escuchó una ovación que hizo temblar los muros de la vieja mina.

-He venido para deciros que el Principio ha llegado. Tomaremos el mundo. Pero primero que hacemos con el arcángel Gabriel aquí presente.

La respuesta no se hizo esperar

- ¡Matadlo!

 

1 comentario:

  1. Encontré tu blog en twitter y vengo a seguirte. Saludos desde Frases Bonitas.

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