María llevó a su hijo a la iglesia. La acompañaba su amiga Ana y el marido de ésta, Tom. El sacerdote los estaba esperando delante de la pila bautismal. El bebé dormía plácidamente en los brazos de su madre. Era un niño muy tranquilo, apenas lloraba.
Ese día sería bautizado con el nombre de Mateo.
El sacerdote comenzó a orar.
El niño se despertó, bostezó y abrió los ojos. Fijó su mirada en el hombre que no paraba de hablar frente a él. El clérigo también lo miró.
Retrocedió un paso y sus manos comenzaron a temblar. La biblia que sujetaba cayó al suelo.
Ana, Tom y la madre del bebé estaban estupefactos ante la forma de actuar del sacerdote.
—¡Padre! ¡Padre Juan! ¿Está usted bien? —Le preguntaban una y otra vez
Esos ojos…
Los ojos de ese niño eran hipnóticos. Ese niño era la maldad pura. Quería hablar y contarle a la madre que nadie estaría seguro a su lado a no ser que…
¡Eso es! Tenía que matarlo, tenía que hacerlo.
El niño no paraba de mirarlo mientras sonreía.
El sacerdote intentó levantarse ayudado por Ana y Tom pero un fuerte dolor en el pecho lo tumbó de nuevo. Por las muecas reflejadas en su semblante mostraba el gran dolor que sentía.
Tom llamó una ambulancia mientras Ana intentaba aflojar la sotana para que pudiera respirar mejor.
Cuando llegaron los sanitarios el padre Juan había muerto.
Maria miró a su bebé que dormía tranquilamente.
Sintió miedo. Mucho miedo. Supo que de alguna manera que no comprendía, que Mateo, su bebé estaba relacionado con la muerte del sacerdote.
La madre descubrió la maldad de su hijo.
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