Me metieron en una celda minúscula, claustrofóbica. Olía a excrementos humanos y orina. Pero también había otros olores que reconocí de inmediato: a sudor y a miedo, a desesperanza y rendición.
Uno de los guardias que me había detenido (me había dejado pillar porque ese era el plan) me quitó la gorra de lana que cubría mi cabello dorado, herencia de mi difunta madre que en paz descanse. Se dieron cuenta de que yo no era como ellos, y vi temor en sus ojos pero otro de los carceleros tuvo una rapidez mental increible, para un analfabeto y bruto como era, y me tiznó el pelo de color negro.
Cerraron mi prisión las siguientes horas de mi vida y me dejaron a solas con mis pensamientos. Había un ventanuco que arrojaba un poco de luz a aquel lugar sombrío y húmedo y pude ver aquel monstruo en el centro de la plaza. Esperándome. Pensé, la guillotina esperaba al revolucionario y su espera había terminado. Ese hombre era yo.
Durante un tiempo me mezclé con la gente del pueblo. Salía del castillo a hurtadillas de noche vestido de negro para mezclarme entre las sombras y no ser visto. Durante semanas trazamos un plan. Un grupo de hombres que estaban hartos de que aquella gente que actuando en “nombre de Dios” matara mujeres, hombres y niños por cualquier nimiedad.
Mi padre estaba prisionero en su propio castillo. Lo ultrajaron y lo tenían encerrado en sus aposentos.
También tenía gente dentro de aquellos muros donde me vieron nacer y crecer, dispuestos a alzarse contra esa gentuza que distaban mucho de seguir a Dios, eran aliados del diablo, de eso no nos cabía la menor duda.
El primer paso del plan estaba completo: mi detención.
El segundo paso estaba por llegar.
Ajenos a lo que iba a ocurrir en las siguientes horas me trajeron mi última cena: un mendrugo de pan y agua. Lo comí como si fuera el mejor manjar del mundo y bebí como si fuera el mejor vino jamás hecho.
Cuando salieron los primeros rayos de sol me sacaron de mi celda y me llevaron al exterior. Mis ojos estaban ciegos de la oscuridad en la que había permanecido toda la noche y les costó un poco adaptarse a la luz. Cuando conseguí acostumbrarme a la luz del sol vi que la plaza estaba abarrotada de gente.
Nunca antes había acudido tanta gente para ver una ejecución. Sabían que esta vez sería diferente.
Con el peno tiznado de negro, algunos dudaron de mi identidad, pero el anillo que había logrado esconder bajo la suela de mi zapato y que emitía destellos por el sol en mi dedo anular, disiparon la dura de mis aliados.
Me llevaron hasta la guillotina y colocaron mi cabeza bruscamente en ella.
Pensé que al final se habían echado atrás. Temblaba de miedo por mi muerte inminente pero tampoco los culpaba, su vida estaba en juego,
De repente comencé a escuchar disparos por doquier. El hombre que tenía que ejecutarse cayó a pocos palmos de mi. Supe entonces que la revolución había comenzado.
Me puse en pie y comencé a luchar.