Los tornillos de la montaña rusa, estaban siendo aflojados
por una mano invisible, un detalle a tener en cuenta si te querías montar en
ella, pero los chavales que en ese momento estaban sacando el ticket para subir,
no lo sabían. Ni ellos, ni nadie en el parque de atracciones. Eran cuatro, dos
iban delante y los otros dos detrás. Nerviosos ante los que les esperaban se
reían y bromeaban entre ellos. Al ser fin de semana el parque estaba lleno
hasta los topes de gente que deambulaba de un lado a otro, comiendo algodón de
azúcar, perritos calientes y parándose en cada caseta que se encontraban. Gente
de todas las edades, niños acompañados de sus padres, parejas deseosas de
meterse mano en algún lugar amparados por las sombras. Adolescentes plagados de acné, envalentonados
por llevar unos cuantos petardos en el bolsillo delantero de sus vaqueros que
harían explotar para incrementar su maltrecho ego, pisoteado por los matones de
turno. Y estos últimos con diversos problemas psicológicos propios o
implantados por sus progenitores y la sociedad en general que utilizaban a los
más débiles para canalizar su ira y frustración que los corroía por dentro. Entre
todo el bullicio y el jaleo la montaña rusa comenzó a ascender lentamente. No
muy lejos de allí había una orquesta que amenizaba el ambiente, para el
disfrute de los clientes del parque. Todo lo que sube en algún momento tiene
que caer, y así fue, pero no como se suponía que debería ser. Los tornillos que
habían quedado sueltos dejaron de hacer su función. La montaña rusa se desarmó.
Toda la estructura metálica cayó sobre todo lo que se movía en un radio de más
de un kilómetro a la redonda. Fue un caos total. Pero inexplicablemente el
único que todavía quedó en pie tras la catástrofe había sido el trompetista de
la orquesta, que igual que en aquella película, no dejó de tocar.
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