Imaginé su muerte una y otra vez en mi cabeza, sin
embargo, no pude encontrar en ninguna de aquellas maneras de morir, el castigo
suficiente para que sufriera por todo el daño que me había hecho. Quedaba lejos
en mi memoria el último día que había salido a pasear por los jardines del gran
castillo donde me tenía recluida. Tampoco recordaba la última vez que había
visto a mis padres y mis hermanos. Sus celos, le habían llevado a la locura.
Pero yo estaba rodeada de fieles sirvientes, los cuales, me tenían al tanto de
lo que acaecía más allá de los muros de aquella, mi prisión. Había mandado
matar a mis padres. Aquella noticia provocó que mi salud se fuera mermando a
pasos agigantados. Pasaba el día y la noche tumbada en la cama, esperando, la tan
ansiada muerte. Un atardecer mis sirvientes trajeron a una anciana a mis
aposentos. Me ofreció en un pequeño frasco, el castigo definitivo para mi
esposo. Dentro había un líquido incoloro que al verterlo en una copa de vino vengaría
el recuerdo de mi familia.
Mientras paseo por los jardines de mi castillo, en una
bonita tarde de verano, rememoro aquel momento en el que mi vil esposo bebió de
aquella copa. Cayó desplomado. Aparentemente muerto. Lo enterramos. El brebaje
lo mantendría con vida. Se despertaría. Sentiría como, día a día, su cuerpo se
iba descomponiendo. Los gusanos comiendo su carne. Seguiría vivo hasta que no
quedara de él, más que polvo.
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