Aquellos grandes ojos azules le habían robado el corazón,
aquellos ojos lo habían hecho enloquecer de amor. Pasaba horas y horas
contemplándola en sus idas y venidas por la casa, mientras se empapaba con el
sonido de su risa y se embelesaba con sus conteneos al caminar. Y pensaba… es
mía, sólo mía, sintiéndose afortunado por tener el boleto ganador. Comenzó a
molestarse cuando los ojos de su esposa se posaban en otros que no eran los suyos,
con una mirada cargada de dulzura que provocada algún que otro sonrojo y muchas
sonrisas hechizadas.
No lo soportaba. Punzadas de dolor le atravesaban el cuerpo
avivando más, si cabe, sus celos hacia cualquiera que tuviera la osaría de
ponerle los ojos encima.
En un arrebato de celos le pidió que no coqueteara con
otros hombres. Ella negó que lo hiciera, alegando que sólo quería ser amable. Sólo
lo amaba a él. Se acercó a ella de manera amenazadora. La mirada de ella perdió
su brillo y su dulzura convirtiéndose en el vivo reflejo del puro terror. Sus
pies se enredaron en la alfombra provocándole la caída y posterior pérdida del
conocimiento.
Cuando despertó estaba en su cama. A pesar de oír el
trinar de los pájaros en el jardín no podía ver nada. Estaba inmersa en la más
absoluta oscuridad. Se tocó la cara topándose con una venda que le cubría los
ojos. Escuchó la voz de su esposo. Se la iba a quitar.
Al hacerlo comprobó que estaba ciega. El miedo, el terror,
la invadieron. ¡Le había arrancado los ojos!
Él estuvo un rato en silencio, contemplándola, mientras
ella no paraba de gritar, desesperada, preguntándole una y otra vez: ¿POR QUÉ?
El hombre se colocó sobre ella. Sentía su aliento sobre
su cara. Olía a alcohol.
-No puedo acostumbrarme a tu mirada sin ojos –le dijo.
Con una almohada hizo presión sobre la cara de su esposa
hasta que ésta dejó de patalear intentando con una desesperación desmesurada,
aspirar una bocanada de aire.
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