domingo, 20 de marzo de 2022

LOCURA

 

Había recibido dos llamadas esa mañana, una de ámbito profesional y otra de ámbito familiar. Ambas las había contestado desde su enorme despacho, sentada en un caro sillón de cuero y delante de una gran mesa de cristal. Frente a ella había un enorme ventanal, desde el cual, y debido a la altura en que se encontraba (piso 60) la gran ciudad estaba, literalmente, a sus pies.  

Tenía un puesto de gran importancia en esa compañía, pero, en aquella llamada, le habían ofrecido un ascenso. Significaba mayor responsabilidad, gran poder y mucho, mucho más dinero. Tendría que cambiar de residencia y tener una disponibilidad absoluta para viajar casi a diario. Pero había un problema. Un secreto que había podido ocultar muy bien hasta entonces y que, gracias a la segunda llamada, podía solucionar.

Ésta la habían realizado desde el pueblo que la había visto nacer y crecer hasta su mayoría de edad en la que se fue de casa, con la idea bien fijada en su cabeza de no volver jamás. Y no lo había hecho en más de veinte años. Y no lo haría ahora si no fuera porque la noticia de la muerte de su madre, podía facilitarle las cosas para aquel ascenso tan esperado y deseado.

Un par de toques en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Era su secretaria. Le traía los últimos trabajos de un fotógrafo de renombre que, en caso de que a su jefe le gustara, se encargaría de realizar una sesión de fotográfica a su familia para una revista muy prestigiosa.

Desplegaron las fotos sobre la mesa de cristal. Eran muy buenas. Tenía que reconocerlo. Había unas cuantas que, a su criterio, destacaban sobre las demás. La de una mariposa azul, la de un arcoíris, un globo, unos melones, un barco, y otra en la que aparecía el número 2022 (año en curso) sobre una pista de aterrizaje.

Tras varias llamadas, una de ellas para reservar un vuelo esa misma noche, se fue a su casa.

La enfermera a jornada completa que había contratado cuando nació su pequeña, le informó que su bebé había pasado bien el día. Ella le sonrió y le agradeció la gran ayuda que le prestaba, quería ser amable, pero en el fondo pensaba que su “ayuda” le costaba bastante dinero a fin de mes. Le explicó que tenía que ausentarse unos días por motivos familiares, (no entró en detalles) y se llevaría a la pequeña. La enfermera pareció no tomárselo muy bien. Espetó un “vale” seco, cogió sus cosas y se fue.

Había tenido a su bebé hacía un par de meses. Nadie conocía su existencia en su trabajo, ni siquiera su círculo de amistades, que no eran muchos, y cada vez menos, porque todo su tiempo lo invertía en la empresa.

El bebé nació con problemas graves en el corazón. Los médicos le habían dicho que no llegaría al año de vida, a pesar de que ya le habían realizado dos operaciones. No la había inscrito en el registro civil. No tenía nombre. Era la “nena”.

En la funeraria esperaban la llegada de la hija de la difunta en cualquier momento. Tenían la caja cerrada. A causa de la grave enfermedad que había padecido en los últimos meses, su cuerpo estaba bastante deteriorado.

Un taxi se paró en la puerta. Una mujer de unos treinta años, muy delgada, con una larga melena rubia y vistiendo un caro vestido negro con un bolso de marca del mismo color se apeó de él. Cargaba con una gran maleta. Tocó el timbre. El dueño de la funeraria le abrió y la invitó a pasar.  Ya dentro, se quitó las gafas de sol dejando al descubierto unos grandes ojos azules que se clavaron en el hombre con tal frialdad, que sintió como un escalofrío le recorría toda la espina dorsal. Con voz firme y autoritaria, en la que se denotaba que no aceptaría un no por respuesta, pidió (exigió) ver el cuerpo de su madre.

La llevó a la sala donde habían colocado el ataúd y una silla enfrente. Le explicó el motivo por el que estaba cerrado, pero que podía abrirlo para que pudiera despedirse de ella si ese era su deseo.

Ella, sin mostrar un atisbo de pena ni tristeza, le pidió que la dejara a solas con ella.

En el cementerio ya estaba todo listo para enterrar a su madre. La fosa ya estaba cavada y el sacerdote ya había llegado.

Cuatro empleados de la funeraria portaron el féretro.

Ella se apeó de su coche y comenzó a caminar entre las tumbas, hasta la que sería la última morada de su madre.

Vio a su tío y a dos de sus primos entre la gente que se había congregado allí.

Se situó entre ellos y el sacerdote comenzó a hablar.

A su alrededor escuchaba rezos y llantos de gente que no conocía o no quería reconocer que sí los recordaba. No entendía por qué lloraban. Su madre había sido una mala persona, por lo menos para ella.

Gotas de sudor comenzaron a formarse en su frente. Sentía sobre ella las miradas de aquella gente, desnudándola, preguntándose por qué se mantenía tan firme y entera en un día tan triste como aquel. Se estaba poniendo nerviosa, sus piernas le suplicaban que se fuera de allí, que echara a correr y no mirara atrás. Pero al mismo tiempo sabía que no podría hacerlo, de alguna manera sentía que sus pies se habían pegado al suelo como si, de repente, hubieran sacado raíces. Sentía unas ganas enormes de gritar. Aquellos gritos se agolpaban en su garganta haciendo una presión enorme por salir. No sabía cuánto tiempo podía retenerlos. Pero sabía que no mucho.

Entonces los escuchó… Mientras el sacerdote hablaba.

Llantos de un bebé, llantos desesperados. Tan fuertes que las palabras del sacerdote quedaban mitigadas por ellos.

Los llantos de su bebé. De su “nena”.

Creyó que todos la miraban. Miradas acusadoras se cernían sobre ellas como espadas.

En el momento en que bajaron el ataúd a la fosa, los llantos se hicieron más fuertes, como si aquel bebé supiera que aquella era la última oportunidad que le quedaba de salvar su vida antes de que la enterraran viva. Se tapó los oídos con la mano y comenzó a gritar.

Su niña seguía con vida. ¿Cómo era eso posible? Ella la había asfixiado. Había comprobado que no respiraba y sólo entonces, cuando estuvo segura de que había muerto, la había metido en la maleta. Cómo pudo ser tan descuidada…

En la funeraria la había puesto en el ataúd con su madre. Juntas descansaría en paz.

¿Y si no estaba muerta como había pensado?

Aquello era una locura. La gente se agolpó a su alrededor. La intención era consolarla. Nadie, salvo ella, escuchaba aquellos llantos. Pero ella en su locura, pensaba que le querían hacer daño. Los miraba aterrada. En su delirio, veía como todas las bocas se movían al unísono, articulando una sola palabra, una y otra vez, ¡ASESINA!

Intentó zafarse de esa gente. Tenía que huir de ahí.  En su desesperación uno de sus pies tocó la nada. Perdió el equilibrio y se cayó sobre el ataúd.

 

 

 

 

 

 

 

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