Había recibido dos llamadas esa mañana, una de ámbito
profesional y otra de ámbito familiar. Ambas las había contestado desde su
enorme despacho, sentada en un caro sillón de cuero y delante de una gran mesa
de cristal. Frente a ella había un enorme ventanal, desde el cual, y debido a
la altura en que se encontraba (piso 60) la gran ciudad estaba, literalmente, a
sus pies.
Tenía un puesto de gran importancia en esa compañía, pero,
en aquella llamada, le habían ofrecido un ascenso. Significaba mayor responsabilidad,
gran poder y mucho, mucho más dinero. Tendría que cambiar de residencia y tener
una disponibilidad absoluta para viajar casi a diario. Pero había un problema.
Un secreto que había podido ocultar muy bien hasta entonces y que, gracias a la
segunda llamada, podía solucionar.
Ésta la habían realizado desde el pueblo que la había
visto nacer y crecer hasta su mayoría de edad en la que se fue de casa, con la
idea bien fijada en su cabeza de no volver jamás. Y no lo había hecho en más de
veinte años. Y no lo haría ahora si no fuera porque la noticia de la muerte de
su madre, podía facilitarle las cosas para aquel ascenso tan esperado y
deseado.
Un par de toques en la puerta la sacaron de su ensimismamiento.
Era su secretaria. Le traía los últimos trabajos de un fotógrafo de renombre
que, en caso de que a su jefe le gustara, se encargaría de realizar una sesión
de fotográfica a su familia para una revista muy prestigiosa.
Desplegaron las fotos sobre la mesa de cristal. Eran muy
buenas. Tenía que reconocerlo. Había unas cuantas que, a su criterio, destacaban
sobre las demás. La de una mariposa azul, la de un arcoíris, un globo, unos
melones, un barco, y otra en la que aparecía el número 2022 (año en curso)
sobre una pista de aterrizaje.
Tras varias llamadas, una de ellas para reservar un vuelo
esa misma noche, se fue a su casa.
La enfermera a jornada completa que había contratado
cuando nació su pequeña, le informó que su bebé había pasado bien el día. Ella
le sonrió y le agradeció la gran ayuda que le prestaba, quería ser amable, pero
en el fondo pensaba que su “ayuda” le costaba bastante dinero a fin de mes. Le explicó
que tenía que ausentarse unos días por motivos familiares, (no entró en
detalles) y se llevaría a la pequeña. La enfermera pareció no tomárselo muy
bien. Espetó un “vale” seco, cogió sus cosas y se fue.
Había tenido a su bebé hacía un par de meses. Nadie
conocía su existencia en su trabajo, ni siquiera su círculo de amistades, que
no eran muchos, y cada vez menos, porque todo su tiempo lo invertía en la
empresa.
El bebé nació con problemas graves en el corazón. Los
médicos le habían dicho que no llegaría al año de vida, a pesar de que ya le
habían realizado dos operaciones. No la había inscrito en el registro civil. No
tenía nombre. Era la “nena”.
En la funeraria esperaban la llegada de la hija de la
difunta en cualquier momento. Tenían la caja cerrada. A causa de la grave
enfermedad que había padecido en los últimos meses, su cuerpo estaba bastante
deteriorado.
Un taxi se paró en la puerta. Una mujer de unos treinta
años, muy delgada, con una larga melena rubia y vistiendo un caro vestido negro
con un bolso de marca del mismo color se apeó de él. Cargaba con una gran
maleta. Tocó el timbre. El dueño de la funeraria le abrió y la invitó a
pasar. Ya dentro, se quitó las gafas de
sol dejando al descubierto unos grandes ojos azules que se clavaron en el hombre
con tal frialdad, que sintió como un escalofrío le recorría toda la espina
dorsal. Con voz firme y autoritaria, en la que se denotaba que no aceptaría un
no por respuesta, pidió (exigió) ver el cuerpo de su madre.
La llevó a la sala donde habían colocado el ataúd y una
silla enfrente. Le explicó el motivo por el que estaba cerrado, pero que podía
abrirlo para que pudiera despedirse de ella si ese era su deseo.
Ella, sin mostrar un atisbo de pena ni tristeza, le pidió
que la dejara a solas con ella.
En el cementerio ya estaba todo listo para enterrar a su
madre. La fosa ya estaba cavada y el sacerdote ya había llegado.
Cuatro empleados de la funeraria portaron el féretro.
Ella se apeó de su coche y comenzó a caminar entre las
tumbas, hasta la que sería la última morada de su madre.
Vio a su tío y a dos de sus primos entre la gente que se
había congregado allí.
Se situó entre ellos y el sacerdote comenzó a hablar.
A su alrededor escuchaba rezos y llantos de gente que no
conocía o no quería reconocer que sí los recordaba. No entendía por qué
lloraban. Su madre había sido una mala persona, por lo menos para ella.
Gotas de sudor comenzaron a formarse en su frente. Sentía
sobre ella las miradas de aquella gente, desnudándola, preguntándose por qué se
mantenía tan firme y entera en un día tan triste como aquel. Se estaba poniendo
nerviosa, sus piernas le suplicaban que se fuera de allí, que echara a correr y
no mirara atrás. Pero al mismo tiempo sabía que no podría hacerlo, de alguna manera
sentía que sus pies se habían pegado al suelo como si, de repente, hubieran
sacado raíces. Sentía unas ganas enormes de gritar. Aquellos gritos se agolpaban
en su garganta haciendo una presión enorme por salir. No sabía cuánto tiempo
podía retenerlos. Pero sabía que no mucho.
Entonces los escuchó… Mientras el sacerdote hablaba.
Llantos de un bebé, llantos desesperados. Tan fuertes que
las palabras del sacerdote quedaban mitigadas por ellos.
Los llantos de su bebé. De su “nena”.
Creyó que todos la miraban. Miradas acusadoras se cernían
sobre ellas como espadas.
En el momento en que bajaron el ataúd a la fosa, los
llantos se hicieron más fuertes, como si aquel bebé supiera que aquella era la
última oportunidad que le quedaba de salvar su vida antes de que la enterraran
viva. Se tapó los oídos con la mano y comenzó a gritar.
Su niña seguía con vida. ¿Cómo era eso posible? Ella la había
asfixiado. Había comprobado que no respiraba y sólo entonces, cuando estuvo segura
de que había muerto, la había metido en la maleta. Cómo pudo ser tan descuidada…
En la funeraria la había puesto en el ataúd con su madre.
Juntas descansaría en paz.
¿Y si no estaba muerta como había pensado?
Aquello era una locura. La gente se agolpó a su alrededor.
La intención era consolarla. Nadie, salvo ella, escuchaba aquellos llantos. Pero
ella en su locura, pensaba que le querían hacer daño. Los miraba aterrada. En
su delirio, veía como todas las bocas se movían al unísono, articulando una
sola palabra, una y otra vez, ¡ASESINA!
Intentó zafarse de esa gente. Tenía que huir de ahí. En su desesperación uno de sus pies tocó la
nada. Perdió el equilibrio y se cayó sobre el ataúd.
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