Tom, profesión, guardavía. Vive en una vieja cabaña habilitada por la compañía de tranvías. No tiene familia. Recorre diariamente unos veinte kilómetros comprobando que la vía del tren esté en perfecto estado y no haya peligro alguno de descarrilamiento.
Una tarde, tras hacer su ronda diaria, encontró la puerta de su cabaña abierta. Siempre llevaba una pistola cargada encima, vivía en una extensión muy grande de bosque y nunca se sabía cuando tendría que enfrentarse a algún animal salvaje. Desde que había empezado aquel trabajo, hacía más de diez años, no se había topado con nada más peligroso que una ardilla o un ciervo pero le daba un gran seguridad llevar aquel revólver encima.
La cabaña estaba cubierta de sombras cada cual más siniestra. Con los nervios a flor de piel y con el dedo en el gatillo Tom entró muerto de miedo. Nunca fue un hombre muy valiente y nunca tuvo que enfrentarse a algo similar a lo que le estaba ocurriendo en esos momentos.
Escuchó un ruido a sus espaldas y antes de darle tiempo a girarse, algo o alguien se lanzó sobre él agarrándolo por el cuello. Notó como unos afilados dientes se clavaban en su cuello. Se sacudió y se movió frenéticamente de un lado a otro hasta que logró sacarse aquella cosa de encima y sin pensarlo dos veces hizo tres disparos. Todos dieron en el blanco.
Dejó caer la pistola. Estaba temblando. Logró encender la luz y vio a lo que le había disparado. Era un niño de no más de diez años de edad. Vestido con harapos. Presentaba un aspecto sucio, mugriento.
Se acercó, le tocó la muñeca y no vio señales de vida. Decidió enterrarlo en el bosque.
Le llevó un par de horas la tarea. Volvió a su casa, se limpió la herida del cuello que era superficial e intentó dormir. Pero su descanso estuvo plagado de pesadillas y se despertó unas horas antes del amanecer.
Se tomó una gran taza de café y decidió comenzar antes su trabajo. Necesitaba moverse y deshacerse de los remordimientos que le atormentaban por haber matado a aquel niño.
Llevaba caminando unos cinco kilómetros cuando el tren de las cinco de la mañana descarriló. El sonido fue devastador. Los gritos de las víctimas pidiendo auxilio angustiadas se escuchaban por doquier.
Avisó por radio de lo ocurrido pidiendo ayuda. Mientras no llegaba la ayuda fue al lugar de los hechos para intentar ayudar en todo lo que pudiera.
Logró encontrar al maquinista con vida. Se había roto una pierna y gritaba de dolor pero seguía consciente. Cuando el guardavías le preguntó qué había pasado el maquinista le dijo que había visto un niño tumbado en las vías y al intentar parar para no atropellarlo provocó el accidente.
A lo lejos se escuchaba la llegada de otro tren.
El fantasma se burló del guardavía provocando otro accidente.
Tom lo pudo ver. Era el niño que había matado esa noche.
Estaba de pie en las vías, haciéndole señas al tren para que parara.
El otro tren sin tiempo a frenar chocó con el que se había descarrilado. Tom quedó sepultado en medio de un amasijo de hierros. Mientras moría el niño se situó a su lado. Abrió la boca. Dos grandes y afilados colmillos se clavaron en su garganta.
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