Tom y Ana se casaron una vez terminaron el instituto. Antes de un año llegaron las gemelas a sus vidas. Tom era muy cariñoso con Ana y las niñas.
Tom acostumbraba salir a correr por las mañanas muy temprano antes de ir a trabajar y aquella mañana sería como otra cualquiera sino fuera porque un coche no respetó el paso de peatones por el que en aquellos momentos cruzaba Tom y lo atropelló.
Pasó varios meses en el hospital y cuando regresó a casa con una severa cojera en la pierna izquierda y con una ceguera total en el ojo derecho, la vida de Ana y las gemelas cambiaría para siempre.
Tom se volvió huraño, malhumorado y comenzó a dictar una serie de normas (la mayoría absurdas) que no les hacía la vida nada fácil a ellas. A sus espaldas lo llamaban dictador.
Un día Ana al sacar el cubo de la basura vio la esquina de un libro escondido entre el mueble y la pared.
El título la sorprendió: La eterna juventud
Lo abrió y lo ojeó. En él se explicaba cómo ser joven eternamente, bien bebiendo agua milagrosa de ríos y pozos a lo largo de todo el mundo, (indicaba exactamente dónde estaban), bien haciendo un pacto con el diablo o robando el alma de bebés.
Ana meneó la cabeza en señal de desaprobación pero no era ella quien le dijera a su marido (y menos con el humor del que hacía alarde últimamente), que aquello no eran más que tonterías. Volvió a dejar el libro en el mismo sitio donde lo encontró.
Una tarde Tom comenzó a limpiar y arreglar el sótano. Colocó algunas estanterías y un escritorio y lo llenó de libros sobre fantasmas, la vida y la muerte y sobre todo sobre el alma.
Cada vez pasaba menos tiempo con ellas. Aquello para Ana y las gemelas era toda una bendición.
Otro cambio en la vida de Tom eran sus salidas al anochecer y su regreso a casa a altas horas de la madrugada.
Ana le preguntó un par de veces dónde había estado toda la noche,a lo cual su marido respondía “por ahí” y se encerraba en el sótano. Siempre que volvía lo hacía con una bolsa de plástico transparente en la mano. Dentro no había nada.
Pronto su mujer dejó de preocuparse de sus idas y venidas hasta que un día mientras estaba planchando escuchó en el noticiero de la tarde que había una oleada de muertes de bebés muy preocupante. Tras la muerte de los dos primeros bebés habían dado por hecho que se trataba de “muerte súbita” pero cuando el número de niños muertos ascendía a la veintena comenzaron a pensar que un asesino en serie estaba detrás de todo aquello. A Ana un escalofrío le recorrió la espalda y pensó si su marido no estaría detrás de aquellas muertes.
Decidió espiarlo esa noche.
Mandó a las niñas a dormir a casa de su madre. Esperó a que su marido saliera de casa y lo siguió.
El hombre iba caminando y ella tras él unos metros más atrás esperando que él no se diera cuenta.
Pero aquella noche Tom había entrado en unos cuantos bares a beber. Así que decidió volver a casa y husmear en el sótano esperando encontrar algo que lo incriminara.
Al llegar a casa vio luz en el sótano. Asustada pensó en llamar a la policía por si alguien hubiera entrado mientras ella no estaba. Pero la voz de su marido hablando en voz alta la hizo desechar la idea. ¿Cómo podía haber llegado antes que ella? No lo entendía.
Abrió despacio la puerta del sótano y bajó lentamente las escaleras.
Su marido estaba de espaldas. Sobre el escritorio había algo envuelto en una manta que no dejaba de moverse.
Ana se escondió entre las sombras y lo que vio la hizo estremecer de pies a cabeza.
Su marido desenvolvió aquel bulto dejando a la vista a un bebé. No podía llorar porque le habían puesto cinta aislante en la boca.
Tom cogió una bolsa de plástico transparente y cubrió con ella la cabeza del niño apretando hasta que exhaló su último aliento y con él su alma. La cerró y vertió aquella nada en una gran botella verde.
El dictador robó las almas de los inocentes.
Ana se dio cuenta que su marido era el asesino de los bebés.
Muerta de miedo pensó que lo mejor era salir de aquel sótano antes de que él la descubriera.
—Vuestras almas me darán la eterna juventud —le escuchó decir mientras se acercaba aquella botella a la nariz e inhalaba su contenido.
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