El cumpleaños de su hijo Michael se acercaba y Ana sabía perfectamente lo que tenía que regalarle. Algo que llevaba pidiendo desde que tenía seis años y que debido a su precaria situación económica no podía haber hecho realidad ese sueño. Hasta ahora. Había llegado el momento de darle la gran sorpresa. La vida le había sonreído en los últimos meses. Le habían ascendido en la empresa donde trabajaba y podía permitirse comprarle la bicicleta que su querido niño tanto deseaba.
Salió un poco antes del trabajo para ir al centro comercial y buscar una. Tenía que ser la mejor bicicleta que pudiera pagar porque él se lo merecía.
Habían pasado por unos años malos, momentos angustiosos desde que el padre de la criatura los había abandonado. Pero todo aquello había quedado atrás.
Se paró en un semáforo sumida en sus recuerdos. Un adolescente subido a un monopatín chocó contra su coche, Ana salió de su ensimismamiento y giró la cabeza al escuchar el ruido. El chaval que ya se había levantado después de una aparatosa caída, la miró, le sonrió, le pidió disculpas y salió pitando de allí como alma que lleva el diablo.
La mujer abandonó la larga fila que se había formado en el semáforo y aparcó al lado de la acera. Se apeó y miró los desperfectos que aquel muchacho le había hecho a su coche. Milagrosamente su coche estaba intacto. Miró la hora y se dio cuenta de que si no se daba prisa encontraría el centro comercial cerrado. Entonces al levantar la vista la vio…..
Era la bicicleta más bonita que había visto en su vida. De un rojo metalizado, se erguía orgullosa sabedora de su belleza y eclipsando a los demás objetos que había en aquel escaparate.
Ana decidió entrar en aquella tienda de antigüedades y preguntar el precio.
En el mostrador había un hombre mayor, de una edad indeterminada, con la cara surcada de unas arrugas muy marcadas que le recordaban un mapa de carreteras.
El hombre con amabilidad le preguntó qué buscaba y ella le señaló la bicicleta. Él se la mostró y ella supo que era el regalo perfecto para el cumpleaños de su pequeño.
La compró. El hombre le ayudó a meterla en el coche.
Una vez dentro de la tienda hizo una llamada.
—¡Hecho! —le dijo a la persona que había al otro lado de la línea y colgó.
Michael no pudo reprimir las lágrimas al ver el regalo de su madre. Era la bicicleta más bonita que había visto nunca. Incluso sus amigos, invitados a la fiesta, la miraban extasiados y algunos incluso iban junto a sus padres llorando que querían una igual.
Al cumpleañeros la alegría le rebosaba por cada poro de su cuerpo y tenía el pecho henchido de satisfacción, como un pavo relleno en acción de gracias. al saber que aquella maravilla era suya y solo suya.
Aquello lo envalentona y le dice a su madre que quiere dar una vuelta con ella. Su madre no pudo negarse al ver la felicidad que embargaba a su hijo.
Michael salió a la calle, dejando atrás su fiesta de cumpleaños y a sus amigos, se metió por un camino que daba al bosque, con la idea de llegar al lago y dar la vuelta.
En un momento dado le dio la impresión de que él no tenía el control de la bicicleta que era ella quien lo guiaba.
Pero no le dio importancia y se dejó llevar.
Llevaba algo más de la mitad del camino recorrido cuando una adolescdente con el cabello rubio recogido en una coleta y vestida con unos pantalones cortos azules y una camiseta de tirantes blanca, se situó a su lado. Iba montada en una bicicleta similar a la suya. No le dijo nada. Al cabo de un rato otra chica se unió al grupo. Esta tenía el pelo rojo, del color de las zanahorias y vestía igual que la primera. Tampoco dijo nada. Los tres pedalean en silencio.
Si aquello le pareció raro a Michael no dio muestras de ello. Estaba eufórico con aquella bicicleta y no le importó la compañía de aquellas dos adolescentes y menos aun que no le hablaran.
Al cabo de un rato el niño distingue el lago. Sus aguas cristalinas brillaban al sol de la tarde. Reconoció la gran roca que tantas veces había visitado con sus amigos donde dejaban la ropa para zambullirse en el agua.
Pero había alguien en la roca y no eran sus amigos. Otra joven. Esta iba vestida completamente de negro, camiseta, pantalones cortes y zapatillas. Incluso el pelo era negro como el azabache.
Michael quiso parar la bicicleta. Accionó el freno una y otra vez pero no se detenía. Sabía que si no lograba detenerse a tiempo se estamparía contra aquella roca y no quería ni imaginar las consecuencias de aquel impacto.
No paró.
Mientras su madre comenzaba a preocuparse por su ausencia, las portadoras del silencio danzaron con la muerte alrededor del cuerpo sin vida de Michael.