domingo, 31 de enero de 2021

YO, TE MALDIGO

 

Había salido a tomar unas copas con la gente de la oficina, para celebrar mi recién estrenado ascenso. La noche transcurrió sin novedad. Allí estaban casi todos mis compañeros, alegres por mi merecido logro, esperado durante muchos años.

Al día siguiente era sábado, no había que trabajar, pero decidí retirarme en una hora que consideré prudencial, porque aquellas copas me habían dejado un poco tocado y tenía un largo trayecto hasta casa, intuía que a esas horas de la madrugada se presentaría tranquilo, sin mucho tráfico por la carretera que conducía a mi casa. Craso error.

Me despedí de cada uno de ellos, con la promesa de volver a vernos en la oficina el lunes por la mañana y salí al aparcamiento del restaurante donde estábamos, en busca de mi coche.

Como ya me había imaginado, el regreso a casa, por lo menos los primeros kilómetros, se presentaron tranquilos, pocos coches circulando por aquella carretera.

Aquello hizo que me relajara y decidí cambiar la emisora de la radio que tenía sintonizada, a una con música variada, para mantenerme despierto y no adormecerme ante el volante. No estaba borracho, pero si algo mareado. No circulaba a gran velocidad, aunque también he de confesar que alguna que otra vez, sobre todo en alguna recta, hundía bastante el pie en el acelerador.

Dejé de mirar la carretera durante unos instantes, mientras cambiaba de emisora, cuando levanté la mirada pude ver una figura cruzaba corriendo, delante del coche, era pequeña, parecía un animal, tal vez un conejo, una comadreja….

No me dio tiempo de frenar y sentí como impactaba en el coche. Frené a escasos metros, nervioso, confuso, mirando por el retrovisor, pude ver que allí postrado en medio de la carretera había un bulto, estaba inmóvil.

Desabroché el cinturón de seguridad que llevaba puesto y me bajé del coche. Las piernas me temblaban a causa del nerviosismo que me embargaba.

Me acerqué despacio hacia aquel bulto en medio de la carretera y comprobé que se trataba de un perro, no muy grande, no entendía mucho de razas de perros, pero creía que se trataba de un cocker de pelaje marrón y blanco. Me arrodillé en el suelo junto a él, mis sospechas se hicieron realidad al comprobar que no respiraba. El atropello había sido mortal.

Lo aparté de la carretera y lo puse en la cuneta, no se me pasó la idea de que su dueño lo pudiera estar buscando, aunque a simple vista se veía que no estaba abandonado, estaba limpio y parecía que lo cepillaban bastante a menudo. Pensé que ya no podía hacer ya nada por él, así que lo aparté, regresé a mi coche y me fui.

Cuando llegué a casa me había olvidado por completo de aquel perro. Me metí en la cama y me quedé dormido casi al instante.

Un par de horas después de haberme dormido noté que la cama se inclinaba levemente hacia un lado, como si alguien se hubiera sentado en ella, estiré mi brazo derecho y comprobé que a mi lado estaba mi mujer, así que no podía ser ella. Me desperté somnoliento pensando que eran imaginaciones mías. Pero allí a un palmo de mi cara, mirándome fijamente, había una anciana, con la cara surcada de miles de arrugas como si se tratara de un mapa de carreteras. Llevaba un pañuelo en la cabeza, era de color negro igual que el resto de sus ropas. Se inclinó hacia a mí y me susurró algo al oído.

“Has matado a mi perro, yo te maldigo”. Y desapareció.

Por la mañana oí gritar a mi mujer, me desperté sobresaltado y quise levantarme para ver qué le pasaba, pero mi cuerpo estaba rígido y no podía moverme. Mis ojos abiertos miraban al techo y a la lámpara que colgada de él. No podía girar la cabeza. Escuché como hablaba por teléfono llamando una ambulancia. Los gritos de mi hija pequeña en el pasillo, se metieron en mi cabeza como si fueran afilados cuchillos.

Gente entrando y saliendo en mi habitación y yo seguía allí postrado sin poder mover siquiera un dedo. Oí lo que los sanitarios le decían a mi esposa, me había dado un infarto mientras dormía, causándome la muerte. Se equivocaban, quise gritarles, sin conseguirlo, claro, de que estaba vivo, que podía escuchar todo lo que decían.

Creo que me desmayé porque cuando volví en mí, sabía que ya no estaba en mi cama, ni en mi habitación y por supuesto no estaba en mi cama. Me habían cerrado los ojos, así que no podía ver donde me encontraba. Oía los llantos de mi mujer, y murmullos a cierta distancia de gente, como si estuviera rezando. Supe con certeza que estaba en la iglesia posiblemente metido en un ataúd. Entré en pánico, me iban a enterrar y no se daban cuenta de que estaba vivo. Quise gritar, llorar, pero seguía sin poder mover ni un ápice de mi cuerpo. Noté sobre mi cara el aliento de alguien que me estaba observando muy de cerca. Si pudiera mover los ojos, aunque fuera un segundo se daría cuenta de que estaba vivo. Pero mis pocas esperanzas de que alguien me salvara, se esfumaron cuando escuché aquella voz que ya la había oído. Era la de aquella anciana, la dueña del perro que había atropellado. Esta vez volvió a susurrarme algo al oído.

“Sentirás como tu cuerpo se va descomponiendo poco a poco, minuto a minuto, hora a hora, día a día, semana tras semana y así durante meses y años. Tu alma permanecerá atrapada en él hasta que te conviertas en polvo, luego podrá emprender su último viaje, libre de esta maldición”.

No sé cuánto tiempo llevo aquí metido, porque no tengo manera de medirlo. Siento nostalgia del sol, del aire, de la lluvia, de la cálida sonrisa de mi mujer, de sus besos, de los abrazos de mi hija, de los pájaros, del amanecer. Nostalgia de la vida, desde la tumba oscura, fría y húmeda donde me encuentro.

 

 

 

 


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