viernes, 19 de febrero de 2021

¡HUYE!

 



No soy ciega de nacimiento. En un terrible accidente de coche, que le costó la vida a mi hermana gemela, perdí la visión. Desde aquel día, hace ya cinco años, mi vida cambió totalmente. En la oscuridad, donde transcurre mi vida, reside la culpa. Se fue mi hermana y llegó ella. Sigo con vida. Yo conducía el coche. Es un peso enorme con el que tendré que cargar toda mi vida.

 Unas amigas del instituto y sus esposos pasarán el fin de semana con mi marido y conmigo. Tenemos una cabaña en el bosque y quedamos en reunirnos allí. Presiento que será un fin de semana inolvidable. Mi matrimonio no está en su mejor momento, pensamos que tal vez aquella reunión nos viniera bien a los dos.

Estaba cortando unos tomates cuando escuché el ruido de unos coches acercándose a la casa. Habían llegado. Fui a abrir la puerta de la calle, la noche se presentaba tormentosa, escuché el sonido estrepitoso de los truenos a lo lejos, la idea de los rayos hizo que me estremeciera, los odiaba.

Para silenciar el ruido que había fuera, decidimos poner música. Aquello me relajó bastante. La cena fue un éxito. Fuimos al salón, encendimos la chimenea, y charlamos hasta bien entrada la noche. Hubo un tiempo, en que estas reuniones eran algo tradicional para todos. Esperábamos volver a revivir aquella tradición.

Mientras charlábamos una alerta se disparó en mi cabeza. Aunque no tenga visión mis otros sentidos me ayudan a comprender, “a ver” el entorno en el que me encuentro.

Ciertos tonos en las palabras, murmullos, movimientos que pasarían desapercibidos para otras personas pero que para mí eran una clara evidencia de que algo pasaba, que algo andaba mal. Todo eso lo podía notar, sentir.

 Mi marido podía ser camaleónico siempre que se lo propusiera. A veces llegaba a pensar que varios “yo” compartían su cuerpo. Me sorprendía pensando que, tal vez, no lo conociera de todo, que me había enamorado de un “yo” que, últimamente, pocas veces se dejaba ver.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sorprendió el silencio que reinaba en la casa. Mi marido no estaba a mi lado. Me dolía la cabeza, estaba cansada y notaba el cuerpo muy pesado. No había bebido alcohol la noche anterior, así que no podía ser resaca. No le di más importancia. Me vestí, cogí mi bastón y fui hasta la cocina con la esperanza de que estuvieran allí desayunando. Pero no estaban. La casa estaba vacía. Se habían ido todos. Recorrí la cabaña buscando respuestas. Descubrí que sus cosas seguían allí. Salí fuera, había dejado de llover. Una bandada de pájaros pasó sobre la casa en esos momentos. Podía escuchar el sonido que hacían mientras se alejaban. Fui hasta el garaje, conté cuatro coches. Eso significaba que no se habían ido. Por lo menos no muy lejos. Tal vez habían madrugado y habían ido hasta el lago, que estaba cerca de la cabaña, y salieran a navegar en la lancha de mi marido. Aquello encajaba. Regresé a casa. Escuché el sonido de mi móvil, lo había dejado sobre la encimera de la cocina. Era mi madre, estaba haciendo una video llamada para ver cómo me encontraba. Le expliqué lo que estaba sucediendo y estuvo de acuerdo conmigo en que no me preocupara, que seguramente estarían en la lancha navegando por el lago. Nos despedimos prometiéndonos vernos pronto.

Colgué y al rato volvió a sonar el móvil. Pregunté quién llamaba y una voz que sonaba muy lejana, me gritó “¡¡huye, tu vida corre peligro!!”. Tuve que apoyarme en la encimera porque las piernas me empezaron a flaquear. Conocía aquella voz, era la de mi hermana. Aquello era una psicofonía, una llamada del más allá.

Escuché pasos fuera. Por la manera de caminar estaba segura de que era mi marido. Me encaminé hacia la puerta, en el momento que escuché como la cerraba con llave. Aquello me desconcertó, ¿por qué la cerró? ¿acaso no sabía que estaba dentro? Entonces me acordé de la llamada de mi hermana, tenía que salir de allí. Me encaminé hacia la parte de atrás, mientras escuchaba con atención cualquier ruido que hubiera fuera. Esa puerta estaba abierta. La cerré en cuanto hube salido. Conocía perfectamente el entorno de la cabaña y conocía muy bien el sendero que llevaba hasta el bosque. Aceleré el paso y me encaminé hacia allí, me escondía a cierta distancia detrás de un árbol, el corazón estaba a punto de salirse de mi pecho, estaba muy asustada. No podía comprender el comportamiento de mi marido. Me llegó un olor a gasolina. Aquello me alertó. Me alejé un poco más. Escuché una explosión y luego el ruido de las llamas.

La cabaña estaba ardiendo. Entré en pánico e intenté correr, pero las piedras del camino y las raíces de los árboles hacían que me cayera una y otra vez. Sabía que la carretera estaba a menos de dos kilómetros de donde me encontraba, si llegaba hasta allí podría pedir ayuda.

La idea de que mi marido me quería matar se hacía cada vez más latente en mi cabeza. Seguramente me había drogado la noche anterior. Lo tenía todo planeado. Mientras nuestros amigos estaban navegando, él quemaba la cabaña, tal vez pensando que seguiría dormida. Un buen plan, simular un accidente por mi parte. Esas cosas pasan. Él se llevaría una buena tajada del seguro. Sus negocios no iban tan bien como hacía creer a la gente. Necesitaba dinero. El sonido de un claxon hizo que volviera a la realidad, había llegado a la carretera. Estaba viva y a salvo. Alguien se acercaba a mí, por el olor supe que era él. Comencé a gritar presa del pánico. Entonces escuché otra voz, que se identificó como la policía. Lo habían llamado nuestros amigos al ver el fuego.

 

 

 

 


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