No soy ciega de
nacimiento. En un terrible accidente de coche, que le costó la vida a mi
hermana gemela, perdí la visión. Desde aquel día, hace ya cinco años, mi vida
cambió totalmente. En la oscuridad, donde transcurre mi vida, reside la culpa.
Se fue mi hermana y llegó ella. Sigo con vida. Yo conducía el coche. Es un peso
enorme con el que tendré que cargar toda mi vida.
Unas amigas
del instituto y sus esposos pasarán el fin de semana con mi marido y conmigo. Tenemos
una cabaña en el bosque y quedamos en reunirnos allí. Presiento que será un fin
de semana inolvidable. Mi matrimonio
no está en su mejor momento, pensamos que tal vez aquella reunión nos viniera
bien a los dos.
Estaba cortando unos tomates cuando escuché el ruido de unos
coches acercándose a la casa. Habían llegado. Fui a abrir la puerta de la
calle, la noche se presentaba tormentosa, escuché el sonido estrepitoso de los
truenos a lo lejos, la idea de los rayos hizo que me estremeciera, los odiaba.
Para silenciar el ruido que había fuera,
decidimos poner música. Aquello me relajó bastante. La cena fue un éxito. Fuimos
al salón, encendimos la chimenea, y charlamos hasta bien entrada la noche. Hubo
un tiempo, en que estas reuniones eran algo
tradicional para todos. Esperábamos volver a revivir aquella tradición.
Mientras charlábamos
una alerta se disparó en mi cabeza. Aunque no tenga visión mis otros sentidos
me ayudan a comprender, “a ver” el entorno en el que me encuentro.
Ciertos tonos en las
palabras, murmullos, movimientos que pasarían desapercibidos para otras
personas pero que para mí eran una clara evidencia de que algo pasaba, que algo
andaba mal. Todo eso lo podía notar, sentir.
Mi marido podía ser camaleónico siempre que se lo propusiera. A veces llegaba a pensar
que varios “yo” compartían su cuerpo. Me sorprendía pensando que, tal vez, no
lo conociera de todo, que me había enamorado de un “yo” que, últimamente, pocas
veces se dejaba ver.
Cuando me desperté a
la mañana siguiente me sorprendió el silencio que reinaba en la casa. Mi marido
no estaba a mi lado. Me dolía la cabeza, estaba cansada y notaba el cuerpo muy
pesado. No había bebido alcohol la noche anterior, así que no podía ser resaca.
No le di más importancia. Me vestí, cogí mi bastón y fui hasta la cocina con la
esperanza de que estuvieran allí desayunando. Pero no estaban. La casa estaba
vacía. Se habían ido todos. Recorrí la cabaña buscando respuestas. Descubrí que
sus cosas seguían allí. Salí fuera, había dejado de llover. Una bandada de pájaros pasó sobre la casa
en esos momentos. Podía escuchar el sonido que hacían mientras se alejaban. Fui
hasta el garaje, conté cuatro coches. Eso significaba que no se habían ido. Por
lo menos no muy lejos. Tal vez habían madrugado y habían ido hasta el lago, que
estaba cerca de la cabaña, y salieran a navegar en la lancha de mi marido.
Aquello encajaba. Regresé a casa. Escuché el sonido de mi móvil, lo había
dejado sobre la encimera de la cocina. Era mi madre, estaba haciendo una video llamada para ver cómo me
encontraba. Le expliqué lo que estaba sucediendo y estuvo de acuerdo conmigo en
que no me preocupara, que seguramente estarían en la lancha navegando por el
lago. Nos despedimos prometiéndonos vernos pronto.
Colgué y al rato
volvió a sonar el móvil. Pregunté quién llamaba y una voz que sonaba muy
lejana, me gritó “¡¡huye, tu vida corre peligro!!”. Tuve que apoyarme en
la encimera porque las piernas me empezaron a flaquear. Conocía aquella voz,
era la de mi hermana. Aquello era una psicofonía,
una llamada del más allá.
Escuché pasos fuera. Por
la manera de caminar estaba segura de que era mi marido. Me encaminé hacia la
puerta, en el momento que escuché como la cerraba con llave. Aquello me
desconcertó, ¿por qué la cerró? ¿acaso no sabía que estaba dentro? Entonces me
acordé de la llamada de mi hermana, tenía que salir de allí. Me encaminé hacia
la parte de atrás, mientras escuchaba con atención cualquier ruido que hubiera
fuera. Esa puerta estaba abierta. La cerré en cuanto hube salido. Conocía
perfectamente el entorno de la cabaña y conocía muy bien el sendero que llevaba
hasta el bosque. Aceleré el paso y me encaminé hacia allí, me escondía a cierta
distancia detrás de un árbol, el corazón estaba a punto de salirse de mi pecho,
estaba muy asustada. No podía comprender el comportamiento de mi marido. Me
llegó un olor a gasolina. Aquello me alertó. Me alejé un poco más. Escuché una
explosión y luego el ruido de las llamas.
La cabaña estaba
ardiendo. Entré en pánico e intenté correr, pero las piedras del camino y las raíces
de los árboles hacían que me cayera una y otra vez. Sabía que la carretera
estaba a menos de dos kilómetros de donde me encontraba, si llegaba hasta allí podría
pedir ayuda.
La idea de que mi
marido me quería matar se hacía cada vez más latente en mi cabeza. Seguramente
me había drogado la noche anterior. Lo tenía todo planeado. Mientras nuestros amigos
estaban navegando, él quemaba la cabaña, tal vez pensando que seguiría dormida.
Un buen plan, simular un accidente por mi parte. Esas cosas pasan. Él se
llevaría una buena tajada del seguro. Sus negocios no iban tan bien como hacía
creer a la gente. Necesitaba dinero. El sonido de un claxon hizo que volviera a
la realidad, había llegado a la carretera. Estaba viva y a salvo. Alguien se
acercaba a mí, por el olor supe que era él. Comencé a gritar presa del pánico.
Entonces escuché otra voz, que se identificó como la policía. Lo habían llamado
nuestros amigos al ver el fuego.
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