Rayos en el cielo, el sonido de los truenos y una fuerte lluvia, eran los compañeros de viaje de aquella mujer, camino a su casa. Los limpiaparabrisas funcionaban a tope y aun así no podía ver más allá del capó del coche. Puso la radio para intentar relajarse un poco. No le gustaba nada conducir con lluvia, le creaba angustia y nerviosismo. Desvió un poco la mirada para cambiar de emisora, en esos momentos que el hombre del tiempo estuviera diciendo que iba a llover toda la semana, no le animaba mucho. Escuchó un fuerte golpe en la parte de delante del coche. El corazón le latía desbocado en el pecho. Su primer pensamiento fue que había atropellado a alguien, pero ¿qué persona, en sus cabales, andaría de noche y con esta lluvia por la carretera? Su segundo pensamiento, y quizá el más razonable, es que se tratara de un animal. Se bajó del coche y fue a ver qué había pasado. Efectivamente, había atropellado un animal. Parecía un cachorro de lobo. Se acercó a él, no se movía, había muerto. De regreso al coche vio una figura delante de ella, inmóvil, observándola. Era un enorme lobo, tal vez, fuese la madre del cachorro muerto. Se interponía entre el coche y ella. No tenía escapatoria. Sabía a ciencia cierta que iba a morir en aquella carretera bajo la lluvia. Su último pensamiento fue para su esposo y su hijo. La loba se abalanzó sobre ella mientras sonaba el móvil en el coche, su marido, preocupado, la estaba llamando. El alto volumen del tono de llamada sobresaltó a la loba. Vaciló unos segundos, desvió la mirada, mientras olfateaba el aire, intentando identificar a qué correspondía aquel sonido. Ella aprovechó aquellos segundos de desconcierto del animal para correr hacia el coche. Por un momento pensó que no lo conseguiría. Las piernas no le respondían, estaban a punto de ceder cuando consiguió abrir la puerta del copiloto. Estaba a salvo. La loba que se percató de lo que había pasado se enfureció y se abalanzó sobre el coche. Ella había logrado sentarse al volante, las llaves estaban puestas, lo encendió y pisó el acelerador a fondo, llevándose al animal por delante. No miró por el retrovisor. Presa del pánico y temblando de miedo siguió conduciendo. Todavía no se podía creer que el alto volumen del móvil le hubiera salvado la vida. Su marido siempre se enfadaba con ella por ello. Menos mal que no le había hecho caso. No pudo evitar reírse a carcajadas, mientras las lágrimas empapaban sus mejillas.
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