Llevo siendo taxista desde muy joven. Al cumplir los 18 y
en vistas de que lo de estudiar no iba conmigo, mi padre me puso a trabajar
conduciendo el taxi, que nos daba de comer. Él lo conducía de noche, yo de día,
hasta que un día mi madre, se puso pesada y me sugirió en tono de orden más
bien, que le cambiara el turno al viejo, porque ya iba mayor y que necesitaba
descansar y todo eso que dicen las madres para tratar de convencerte y que en
el fondo sabes que es verdad. Un chantaje psicológico y que siempre les
funcionaba, vaya si le funcionaba.
Y ahí me vi yo, de noche por las calles de la ciudad en
busca de algún cliente. Echaba de menos ver a mis amigos y tomar un refresco
cuando hacía un descanso. Ahora si los veía sería divirtiéndose en alguna
discoteca de moda o pub a donde iría a buscar a algún pasajero que necesitara
de mis servicios. Y vaya si había, muchos, porque los que frecuentaban esos sitios
acababan más bien temprano que tarde, incapacitados para conducir. Siempre
trataba de estar ahí, al caer la noche y la gente quería ir a sus casas.
Un día, era domingo, estaba delante de la discoteca de
moda esperando clientes, mis amigos estaban por allí poniéndome los dientes largos
al ver como se divertían y ligaban con unas chicas muy guapas. Recibí una
llamada de la central diciéndome que tenía que ir, lo más rápido posible a una
dirección a buscar a una persona que tenía que coger un avión en menos de una
hora.
Me despedí de los colegas y fui hasta allí. Era una zona
residencial, con pinta de ser muy cara. Un hombre con un traje negro,
impecablemente planchado, me esperaba en la entrada de su casa con una gran maleta.
Paré el coche, me apeé y me dirigí hacia él para ayudarle a meter la maleta en
el maletero. Él rehusó, muy amablemente, todo hay que decirlo, diciéndome que
ya lo hacía él. No me pareció extraño, en ese momento, porque no era la primera
vez que me pasaba. Así que cerré el maletero y nos metimos en el coche.
Dirección aeropuerto. El hombre se sentó en la parte de atrás y era más bien
parco en palabras. Puse la radio, una emisora de música para hacer la media
ahora que nos separan del punto de destino, un poco más ameno. Por el retrovisor
observé como se recostaba contra la ventanilla del coche y cerraba los ojos, me
dio la impresión de que se había quedado dormido, un truco que hacía mucha
gente para no darme conversación. No me importó. Seguí conduciendo. Cuando llegamos,
me ofrecí a bajar la maleta, la verdad, es que tenía toda la pinta de pesar
bastante. Pero rehusó de nuevo. Vi el esfuerzo que hacía para sacarla de allí, pero
me mantuve al margen. Me pagó la carrera, me dejó una buena propina y lo perdí
de vista tras las puertas del aeropuerto. Me quedé allí, esperando que llegara
algún avión y algún cliente necesitara que lo llevara a la ciudad. Estuve cerca
de media hora, estaba adormilado, escuchando, más que viendo, cómo se abrían y
cerraban las puertas de la terminal. En esto veo al hombre salir de allí. No
llevaba la maleta. Me pareció extraño ¿qué había hecho con ella? Yo estaba el
tercero de la fila de la parada, así que pilló el primer taxi. No le di
importancia. Y seguí esperando.
Horas después estaba en la cama durmiendo plácidamente, me
había olvidado por completo de aquel hombre y su maleta.
Días después me levanté a la hora de comer, como siempre
hacía. Mi madre estaba en la cocina, sirviendo la comida, tenía el televisor encendido.
Estaban puestas las noticias de la tarde y hablaban de una misteriosa desaparición
en una urbanización a las afueras de la ciudad. Levanté la mirada del plato al
escuchar el nombre, me sonaba ese sitio. Allí había recogido al hombre de la
maleta. Decían que había desaparecido una mujer. A los pocos minutos entró mi
padre en la casa. Había llevado el taxi a lavar. Se sentó a la mesa y mientras
mi madre le servía la comida, me comentó, como de pasada, que tenía que limpiar
el maletero de vez en cuando, que había encontrado unas manchas rojas en él y
que le había costado mucho limpiarlas.
Unas alarmas se dispararon en mi cabeza. Una idea
descabellada pasó por ella. Pero eran tan disparatada que hasta el mero hecho
de pensarla me producían náuseas. Desde la noche del hombre y su maleta, nadie
más, por lo menos en mi turno, había utilizado el maletero. Y si lo que llevaba
aquel hombre en la maleta era a su mujer descuartizada, de ahí la sangre, y la había
facturado en el aeropuerto mandándola lejos. Tenía sentido, el hombre había
salido sólo, sin maleta del aeropuerto. Aquello era una locura.
Después de darle vueltas, decidí ir a la policía, por lo
menos a comentarles mis teorías. Aun sabiendo que me tildarían de loco, pero y
si ¿era cierto? Al entrar vi mucho revuelo. No había nadie tras el mostrador de
denuncias. Media hora después apareció una joven uniformada pidiéndome disculpas
por el barullo que se había formado. Yo le pregunté qué había pasado. Ella, muy
amablemente, me respondió que habían encontrado una maleta con los restos de
una mujer descuartizada dentro, que los estaban analizando pero que seguramente
eran los de la desaparecida días atrás. A cuadros me quedé, al final mis
sospechas eran fundadas.
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