Conspiradores nos llamaban, sólo porque sacábamos a la
luz lo que ellos querían ocultar en las sombras. Estábamos convencidos de que
el mundo se merecía saber lo que estaba sucediendo en aquellas instalaciones.
Algunos nos creyeron, otros, tal vez por miedo, decidieron mirar hacia otro
lado, obviando la realidad de los hechos. No nos ocultábamos, sabían quienes
éramos y que no temíamos a las represalias. Entonces pasó. Mi hermano
desapareció. A las pocas horas recibí un video. En él mostraban la tortura
psicológica a la que lo estaban sometiendo. El video duraba una hora, en la
cual la rabia y la impotencia, hicieron mella en mí. Tumbado y atado en una
camilla, lo estaban obligando a ver, una y otra vez, imágenes sonoras de
monstruos siniestros, destripando gente, matando niños y mujeres, practicando
el canibalismo. “Experimento de tolerancia visual ante actos terroríficos
reales” (ETAR), lo llamaban. Los gritos
aterradores de aquella gente, taladraban el cerebro. La fina línea divisoria
entre la cordura y la locura se iba resquebrajando poco a poco en mí. Me
desmayé. Al despertar, mi hermano estaba tumbado en la cama. Seguía vivo.
Resurgimos más fuertes de las cenizas, como el ave Fénix, dispuestos a llegar
hasta el final y que el mundo entero tuviera conocimiento de aquella barbarie.
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