sábado, 10 de abril de 2021

EL NIÑO

 


 

 

 

 

Pepe estaba jugando en el jardín, como a casi todos los niños de ocho años le encantaba jugar con su pelota. Su padre le había hecho una portería y el niño pasaba horas y horas chutando la pelota e imaginándose que era una estrella del fútbol, algo a lo que aspiraba ser de mayor, y, dicho sea, tenía todas las trazas, porque su destreza con el balón ya repuntaba a esa temprana edad. Era una mañana de sábado, de un caluroso día de verano, estaba entretenido lanzando el balón a la portería. En uno de esos lanzamientos, la pelota se salió del ángulo previsto, yendo a parar a la valla que delimitaba la propiedad. Se acercó a recogerla. En ese punto en concreto la valla estaba rota, y el balón se había colado por aquel agujero. Se agachó, traspasó la valla y la recogió. Cuando se puso en pie, vio una niebla espesa lo cubría todo. Esa niebla sólo estaba en ese lado de la valla. Su hermana lo llamaba desde el porche, pero Pepe no podía oírla, se había quedado sordo a causa de una infección severa en los oídos, hacía un par de años. Decidió adentrarse entre aquella niebla, mientras agarraba fuertemente el balón contra su pecho, sintiéndose más tranquilo al notar su contacto contra su cuerpo. Caminó un trecho entre los árboles, siguiendo un sendero, no podía ver más allá de sus pies. Al final la niebla se disipó y vislumbró la silueta de una casa muy cerca de donde estaba. Subió los cinco escalones que lo separaban de la puerta. La casa estaba muy deteriorada, la maleza la cubría casi por completo y tenía toda la pinta de estar abandonada. La puerta estaba entreabierta, la empujó y después de respirar hondo un par de veces, entró. Se quedó parado en el umbral, desconcertado, aquella era su casa, frente a él estaban las escaleras, que tantas veces había subido hasta su habitación. A la izquierda el salón y a la derecha la cocina. Se restregó los ojos pensando que era un sueño. No lo era. Se encaminó hacia la cocina, su madre estaba preparando la comida. Entonces lo vio, mejor dicho, se vio, sentando ante la mesa de la cocina, dibujando en una libreta. ¡Era él! Llevaba la misma ropa. Unos vaqueros azules y una camiseta roja. Pero lo que más le asustó fue que su otro “yo” lo miró y le sonrió. Pero aquella sonrisa era maléfica, y le dio mucho miedo. Echó a correr. La pelota se cayó al suelo. Se cruzó con su hermana en el jardín, no le dijo nada y siguió corriendo. Cuando entró en su casa, su madre mediante señas, le regañó por dejar la pelota en medio del hall. Aquello lo asustó más. La pelota se le había caído en aquella casa. No sabía por qué, pero presentía que su otro yo, vendría a por él. Subió al desván y ese escondió en un baúl que había al fondo, lleno de ropa que ya no usaban. La puso a un lado y se metió dentro. Dejando entreabierta la tapa para poder respirar y ver quien entraba por la puerta situada justo enfrente de donde estaba. Temblaba de miedo. La madre preocupada, fue en busca de su marido que estaba en el jardín cortando leña. Le explicó que el niño, se comportaba de una manera extraña, estaba visiblemente alterado, y había salido corriendo a su cuarto. Decidieron ir a hablar con él. No estaba en su habitación. No podían llamarlo porque no les escucharía. La hermana había llegado ya y les contó como Pepe se había cruzado con ella en el jardín y que estaba bastante agitado. Ahora sí que estaban preocupados. Empezaron a buscarlo. La hermana miraría en el sótano y el garaje y sus padres harían lo mismo en las habitaciones del piso de arriba. El niño no aparecía. Sus padres estaban empezando a ponerse nerviosos. Les quedaba un lugar por mirar, el desván. Sabían que sería el último lugar donde iría Pepe porque le tenía mucho miedo a los ratones y las arañas y allí arriba de eso había mucho. Estaban subiendo las escaleras cuando escucharon gritar a su hija, desde el jardín, que lo había encontrado. Bajaron todo lo rápido que pudieron. El niño estaba con ella. Parecía muy tranquilo. Se acercaron a él y lo abrazaron con fuerza. Mientras por señas le preguntaban si estaba bien, y qué había pasado. Para el asombro tanto de la hermana como de los padres, el niño les preguntó que por qué hacían esos gestos con las manos. Lo miraron desconcertados sin comprender lo que les decía. La hermana le dio un codazo diciéndole que parecía tonto, a lo que el niño le respondió que la tonta era ella y que no le empujara. Aquello no pintaba bien. Los padres y la hermana dieron un paso atrás asustados, no era posible que pudiera haber escuchado lo que le había dicho su hermana. Entonces se fijaron mejor en él. Parecía Pepe, pero los ojos no eran los de su niño, su niño tenía los ojos azules, aquel niño los tenía negros como la oscuridad de la noche. El niño sonrió, mostrando una hilera de dientes amarillentos y podridos. Se miraron, bastó una mirada para que los tres empezaran a correr hacia la casa, cerrando la puerta tras de sí. Escucharon gritos. Era Pepe. Estaba en el desván. Corrieron escaleras arriba. El niño que habían visto en el jardín, estaba presionando el cuello de su hijo, quería estrangularlo. El padre, corrió hacia su hijo lo agarró por la cintura y lo levantó del suelo. Le dio una patada a aquel ser, pero su pie sólo encontró aire. Con el chaval en brazos y seguido por su familia, salieron al jardín. El ser los siguió. Un grito desgarrador salió de su garganta mientras se fundía, dejando un charco de agua negra en el suelo, como único vestigio de lo que había pasado.


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