Pepe estaba jugando en el jardín, como a casi todos los
niños de ocho años le encantaba jugar con su pelota. Su padre le había hecho
una portería y el niño pasaba horas y horas chutando la pelota e imaginándose
que era una estrella del fútbol, algo a lo que aspiraba ser de mayor, y, dicho
sea, tenía todas las trazas, porque su destreza con el balón ya repuntaba a esa
temprana edad. Era una mañana de sábado, de un caluroso día de verano, estaba
entretenido lanzando el balón a la portería. En uno de esos lanzamientos, la
pelota se salió del ángulo previsto, yendo a parar a la valla que delimitaba la
propiedad. Se acercó a recogerla. En ese punto en concreto la valla estaba
rota, y el balón se había colado por aquel agujero. Se agachó, traspasó la
valla y la recogió. Cuando se puso en pie, vio una niebla espesa lo cubría
todo. Esa niebla sólo estaba en ese lado de la valla. Su hermana lo llamaba
desde el porche, pero Pepe no podía oírla, se había quedado sordo a causa de
una infección severa en los oídos, hacía un par de años. Decidió adentrarse
entre aquella niebla, mientras agarraba fuertemente el balón contra su pecho, sintiéndose
más tranquilo al notar su contacto contra su cuerpo. Caminó un trecho entre los
árboles, siguiendo un sendero, no podía ver más allá de sus pies. Al final la
niebla se disipó y vislumbró la silueta de una casa muy cerca de donde estaba. Subió
los cinco escalones que lo separaban de la puerta. La casa estaba muy
deteriorada, la maleza la cubría casi por completo y tenía toda la pinta de
estar abandonada. La puerta estaba entreabierta, la empujó y después de
respirar hondo un par de veces, entró. Se quedó parado en el umbral,
desconcertado, aquella era su casa, frente a él estaban las escaleras, que
tantas veces había subido hasta su habitación. A la izquierda el salón y a la
derecha la cocina. Se restregó los ojos pensando que era un sueño. No lo era.
Se encaminó hacia la cocina, su madre estaba preparando la comida. Entonces lo
vio, mejor dicho, se vio, sentando ante la mesa de la cocina, dibujando en una
libreta. ¡Era él! Llevaba la misma ropa. Unos vaqueros azules y una camiseta
roja. Pero lo que más le asustó fue que su otro “yo” lo miró y le sonrió. Pero
aquella sonrisa era maléfica, y le dio mucho miedo. Echó a correr. La pelota se
cayó al suelo. Se cruzó con su hermana en el jardín, no le dijo nada y siguió
corriendo. Cuando entró en su casa, su madre mediante señas, le regañó por
dejar la pelota en medio del hall. Aquello lo asustó más. La pelota se le había
caído en aquella casa. No sabía por qué, pero presentía que su otro yo, vendría
a por él. Subió al desván y ese escondió en un baúl que había al fondo, lleno
de ropa que ya no usaban. La puso a un lado y se metió dentro. Dejando
entreabierta la tapa para poder respirar y ver quien entraba por la puerta
situada justo enfrente de donde estaba. Temblaba de miedo. La madre preocupada,
fue en busca de su marido que estaba en el jardín cortando leña. Le explicó que
el niño, se comportaba de una manera extraña, estaba visiblemente alterado, y
había salido corriendo a su cuarto. Decidieron ir a hablar con él. No estaba en
su habitación. No podían llamarlo porque no les escucharía. La hermana había
llegado ya y les contó como Pepe se había cruzado con ella en el jardín y que
estaba bastante agitado. Ahora sí que estaban preocupados. Empezaron a buscarlo.
La hermana miraría en el sótano y el garaje y sus padres harían lo mismo en las
habitaciones del piso de arriba. El niño no aparecía. Sus padres estaban
empezando a ponerse nerviosos. Les quedaba un lugar por mirar, el desván.
Sabían que sería el último lugar donde iría Pepe porque le tenía mucho miedo a
los ratones y las arañas y allí arriba de eso había mucho. Estaban subiendo las
escaleras cuando escucharon gritar a su hija, desde el jardín, que lo había
encontrado. Bajaron todo lo rápido que pudieron. El niño estaba con ella.
Parecía muy tranquilo. Se acercaron a él y lo abrazaron con fuerza. Mientras por
señas le preguntaban si estaba bien, y qué había pasado. Para el asombro tanto
de la hermana como de los padres, el niño les preguntó que por qué hacían esos
gestos con las manos. Lo miraron desconcertados sin comprender lo que les
decía. La hermana le dio un codazo diciéndole que parecía tonto, a lo que el
niño le respondió que la tonta era ella y que no le empujara. Aquello no
pintaba bien. Los padres y la hermana dieron un paso atrás asustados, no era
posible que pudiera haber escuchado lo que le había dicho su hermana. Entonces
se fijaron mejor en él. Parecía Pepe, pero los ojos no eran los de su niño, su
niño tenía los ojos azules, aquel niño los tenía negros como la oscuridad de la
noche. El niño sonrió, mostrando una hilera de dientes amarillentos y podridos.
Se miraron, bastó una mirada para que los tres empezaran a correr hacia la
casa, cerrando la puerta tras de sí. Escucharon gritos. Era Pepe. Estaba en el desván.
Corrieron escaleras arriba. El niño que habían visto en el jardín, estaba
presionando el cuello de su hijo, quería estrangularlo. El padre, corrió hacia
su hijo lo agarró por la cintura y lo levantó del suelo. Le dio una patada a
aquel ser, pero su pie sólo encontró aire. Con el chaval en brazos y seguido
por su familia, salieron al jardín. El ser los siguió. Un grito desgarrador
salió de su garganta mientras se fundía, dejando un charco de agua negra en el
suelo, como único vestigio de lo que había pasado.
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