Atravesando el raíl
del tren, que pasaba justo delante de aquel inmenso edificio, ubicado en medio
de la nada, lo descubrí. Junto a aquellos raíles había unas flores extrañas, podía
ver la forma de sus pétalos en verticilo.
A causa de mi trabajo cualquier detalle me llamaba la atención y aquellas
flores eran algo nuevo para mí. Me coloqué junto al muro, desde mi posición, escondido
entre las sombras que el atardecer me otorgaba, tenía una buena visión al
acceso del mismo. Incluso descubrí que el guardia era un videojugador empedernido. Nunca dejaba de sorprenderme la de cosas
que descubres cuando vigilas a alguien. Empecé a tomar fotografías de los
coches que entraban y salía de las instalaciones. En un momento dado, se
pararon junto al control. Algo pasaba. Entonces lo vi. El presidente se había
bajado de uno de ellos mientras le gritaba al guardia de seguridad. La fotografía
lo captó de lleno. ¿Qué hacía allí el presidente en persona? Una tristeza enorme se adueñó de mi
corazón. No me había equivocado en mis predicciones. El hombre vociferaba,
moviendo los brazos como aspas de molino.
Entonces pasó. Las probabilidades de que saliera inmune de aquella aventura
era de una entre un billón. Escuché
mi nombre, mientras me conciencia se abría paso entre la espesura que invadía
mi cerebro. ¡Víctor! ¡Víctor! Era mi
novia intentando despertarme ¿Cómo había llegado a mi casa? Busco la cámara. No
está. Entonces ella me muestra un video que había llegado a mi correo
electrónico, hacía unos minutos. En él mostraban la tortura psicológica a la
que me habían sometido. Tumbado y atado en una camilla, me obligaban a ver, una
y otra vez, imágenes sonoras de monstruos siniestros, destripando gente,
matando niños y mujeres, practicando el canibalismo. “Experimento de tolerancia
visual ante actos terroríficos reales” (ETAR), lo llamaban. Los gritos
aterradores de aquella gente, me taladraban el cerebro. Supe que aquel día, la
fina línea que separa la cordura de la locura se había resquebrajó en varias zonas
de mi mente. Y aquellas flores… estaban en aquellas terribles imágenes, en
todas y cada una de ellas.
Mi agonía y mis ansias de venganza se unieron, formaron
un terrible duopsonio. Mi novia desapareció. Encontraron su cuerpo un
mes después. La identifiqué por el tatuaje
de una rosa en su hombro derecho.
Hoy he salido a la calle por primera vez desde hace algo
más de un mes. No tengo comida en casa. Con un pie en el portal y el otro en la
acera, miro hacia un lado y hacia el otro, esperando ver algo o alguien que me
alerten de un eminente peligro. Me pongo la capucha de la sudadera sobre la
cabeza. Hay un callejón sin salida a dos manzanas de mi casa. Una puerta negra
da acceso a una casa. Un delicioso aroma me envuelve nada más entrar. Ella está
ahí, esperándome. Me hace un ademán con la mano, indicándome una silla. Me
siento en ella, ante una mesa de madera. Vuelve al cabo de un rato con un plato
de comida. La devoro, literalmente. Ella me observa con cariño, como sólo una
madre puede hacer. Le entrego un pendrive. Ella, una caja de cartón. Al salir
de allí, gotas de sudor se empiezan a formar en mi frente y se van deslizando
entre los surcos de las arrugas de mi cara. Tengo miedo. Empiezo a caminar. La
calle vacía, hacía poco más de una hora, estaba ahora atestada de gente.
Cabizbajo me abro paso entre la multitud. Algunas personas chocan conmigo,
puedo sentir su contacto en mi cuerpo, otras también lo hacen, pero no siento
nada, los atravieso sin que muestren ningún tipo de reacción. Los pies de estos
últimos no rozan el suelo y sus miradas se pierden en la lejanía. Caminan entre
los vivos sin que éstos se percaten de su presencia. Pero yo sí puedo hacerlo. Si
logro llegar a casa sin levantar la vista del suelo, evitando así, todo
contacto visual con ellos, estaré a salvo, si me descubren, me seguirán,
siempre lo hacen. Al fin llego al portal. Saco la llave del bolsillo delantero
de mi viejo pantalón vaquero. La abro. Subo las escaleras de dos en dos hasta
el tercer piso, donde está mi apartamento. Entro y cierro la puerta. Me apoyo
en ella mientras exhalaba un suspiro, para luego tomar aire. Presiento que hoy
va a ser un día muy movido, como siempre pasa cuando salgo a la calle. Había un
niño, de unos cinco años, jugando con una pelota roja, nunca lo había visto, se
había colado. El hombre con una gran barriga cervecera viendo la televisión, un
habitual, al igual que la mujer ataviada con un delantal blanco manchado de
sangre, que no para de limpiar el suelo. Cuando llevo varios días sin salir,
dejan de mostrarse. Algunos son juguetones y me mueven las cosas de sitio o las
tiran al suelo. A otros se les da por encender y apagar las luces, los que hay
que ríen y los hay que lloran. Pero nunca son violentos, simplemente están ahí
porque no saben a dónde ir, están atrapados entre dos mundos. Si los ignoro me
dejan en paz. Lo aprendí en carne propia. Al principio les hablaba y les pedía
que se fueran. Entonces me insultaban, incluso me atacaban, haciéndome arañazos
y moratones por todo el cuerpo. Llegó un momento en que se me hacía muy difícil
vivir en esta casa, pero tampoco quería rendirme e irme. Así que opté por
ignorarlos, ellos hicieron lo mismo conmigo. Esta es mi nueva vida, la que
ellos me provocaron.
La maquinaria de la venganza está en marcha. Aquel
pendrive, junto a otros muchos, se harán públicos en el momento oportuno. Cuento
con el apoyo de mucha gente repartida por todo el mundo, víctimas de varios
experimentos gubernamentales, supervivientes del horror más absoluto. La
verdad, sólida y firme dará lugar a un total mundialismo.
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