viernes, 30 de abril de 2021

VICTOR

 

Al cumplir los dieciocho se había ido de casa. Su madre lo había abandonado cuando tenía doce años y la convivencia con su padre, con una grave adicción al alcohol, se hacía cada día que pasaba, más y más insoportable. Pero no siempre fue así, recordaba días buenos cuando los tres eran una familia de verdad, cuando su padre no bebía y su madre siempre estaba sonriendo. Pero desde aquel fatídico día en que su padre, totalmente borracho, le dijo que su madre se había ido, fue el comienzo de un final que tardó seis años en hacerse realidad. Se fue pensando en no volver a pisar esa casa nunca más, no lo hizo, ni cuando su padre murió. Sin embargo, conocía al detalle todo lo que ocurría por su ciudad (o eso creía) a pesar de que hacía más de quince años que no había vuelto a aparecer por allí. Al irse de casa se alistó en el ejército. Pronto, sus habilidades para disparar y su sangre fría, lo destacaron entre todos los demás. Tras cinco años sirviendo a su país, lo dejó para trabajar en una empresa privada. Lo tenía todo, respeto, dinero, reconocimiento. Era el mejor sicario, con diferencia, del país. Nunca pensaba en sus padres. El pasado era una lacra que no se podía permitir llevar a sus espaldas. Hasta que un día, por casualidad, vio a una mujer, de unos cincuenta años, alta, rubia y muy atractiva. Había algo en sus ojos que le llamó la atención. Esos ojos le eran familiares. No la había visto nunca antes por allí, le dijeron que era la mujer del jefe. Casi nunca se dejaba ver en público. Le intrigaba. Quería saberlo todo de ella. Hizo sus propias averiguaciones, sabía a dónde ir y a quién acudir. Le llevó tiempo y dinero. Pero lo consiguió.

Víctor, había elegido aquel nombre al llegar, al fin y al cabo, era el que le habían puesto en la pila de bautismo, porque aquella era su ciudad. Debido a su “trabajo” no tenía amigos, porque no solía quedarse mucho tiempo en un sitio, a veces eran días, otras eran semanas, casi nunca más del mes completo. Pero no estaba allí por su trabajo, el motivo era de índole personal. Ataviado con un traje negro, corbata gris, camisa blanca y unas gafas de sol, se subió a uno de los taxis que esperaban a la salida del aeropuerto. La casa que tenía ante sí no había cambiado nada, estaba igual que la recordaba. Llamó al timbre. Nadie respondió. Levantó el macetero situado al lado de la puerta y sacó la llave que había debajo.  Recorrió la casa evocando recuerdos que creía olvidados. No había nadie. El timbre de la puerta sonó. En el umbral había un anciano. No le costó reconocerlo, había sido su vecino. El hombre tras saludarlo emocionado después de tantos años, le informó que su madre había fallecido hacía tres días.  Frente a su tumba, abrumado por el dolor, sólo podía observar las flores, con una obsesión enfermiza, mirando la forma de sus pétalos con una disposición de verticilo. Un carraspeo a sus espaldas lo sacó de su ensimismamiento. Se giró para ver de quién se trataba.

Nuevamente era el vecino, le quería dar el pésame por la pérdida. Pero él no sentía una pérdida aquel día, aquella pérdida la había llorado hacía muchos años atrás. Lo que sentía era ira, rabia. El anciano le explicó que había regresado hacía un par de meses, aquejada de una grave enfermedad, desando morir en la casa en la que una vez fue feliz.

Víctor no le confesó a aquel hombre, que ese dolor que veía reflejado en su cara, ese dolor, que lo minaba por dentro y lo corroía, ese dolor, era por no haberla matado él mismo, por no haber llegado a tiempo de quitarle la vida con sus propias manos. Así de grande era su odio hacia ella.  

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