Al cumplir los dieciocho se había ido de casa. Su madre
lo había abandonado cuando tenía doce años y la convivencia con su padre, con
una grave adicción al alcohol, se hacía cada día que pasaba, más y más insoportable.
Pero no siempre fue así, recordaba días buenos cuando los tres eran una familia
de verdad, cuando su padre no bebía y su madre siempre estaba sonriendo. Pero
desde aquel fatídico día en que su padre, totalmente borracho, le dijo que su
madre se había ido, fue el comienzo de un final que tardó seis años en hacerse
realidad. Se fue pensando en no volver a pisar esa casa nunca más, no lo hizo,
ni cuando su padre murió. Sin embargo, conocía al detalle todo lo que ocurría
por su ciudad (o eso creía) a pesar de que hacía más de quince años que no
había vuelto a aparecer por allí. Al irse de casa se alistó en el ejército.
Pronto, sus habilidades para disparar y su sangre fría, lo destacaron entre
todos los demás. Tras cinco años sirviendo a su país, lo dejó para trabajar en
una empresa privada. Lo tenía todo, respeto, dinero, reconocimiento. Era el
mejor sicario, con diferencia, del país. Nunca pensaba en sus padres. El pasado
era una lacra que no se podía permitir llevar a sus espaldas. Hasta que un día,
por casualidad, vio a una mujer, de unos cincuenta años, alta, rubia y muy
atractiva. Había algo en sus ojos que le llamó la atención. Esos ojos le eran
familiares. No la había visto nunca antes por allí, le dijeron que era la mujer
del jefe. Casi nunca se dejaba ver en público. Le intrigaba. Quería saberlo
todo de ella. Hizo sus propias averiguaciones, sabía a dónde ir y a quién
acudir. Le llevó tiempo y dinero. Pero lo consiguió.
Víctor, había elegido aquel nombre al llegar, al fin y al
cabo, era el que le habían puesto en la pila de bautismo, porque aquella era su
ciudad. Debido a su “trabajo” no tenía amigos, porque no solía quedarse mucho
tiempo en un sitio, a veces eran días, otras eran semanas, casi nunca más del
mes completo. Pero no estaba allí por su trabajo, el motivo era de índole
personal. Ataviado con un traje negro, corbata gris, camisa blanca y unas gafas
de sol, se subió a uno de los taxis que esperaban a la salida del aeropuerto.
La casa que tenía ante sí no había cambiado nada, estaba igual que la recordaba.
Llamó al timbre. Nadie respondió. Levantó el macetero situado al lado de la
puerta y sacó la llave que había debajo. Recorrió la casa evocando recuerdos que creía
olvidados. No había nadie. El timbre de la puerta sonó. En el umbral había un
anciano. No le costó reconocerlo, había sido su vecino. El hombre tras
saludarlo emocionado después de tantos años, le informó que su madre había
fallecido hacía tres días. Frente a su
tumba, abrumado por el dolor, sólo podía observar las flores, con una obsesión
enfermiza, mirando la forma de sus pétalos con una disposición de verticilo. Un
carraspeo a sus espaldas lo sacó de su ensimismamiento. Se giró para ver de quién
se trataba.
Nuevamente era el vecino, le quería dar el pésame por la
pérdida. Pero él no sentía una pérdida aquel día, aquella pérdida la había
llorado hacía muchos años atrás. Lo que sentía era ira, rabia. El anciano le
explicó que había regresado hacía un par de meses, aquejada de una grave
enfermedad, desando morir en la casa en la que una vez fue feliz.
Víctor no le confesó a aquel hombre, que ese dolor que
veía reflejado en su cara, ese dolor, que lo minaba por dentro y lo corroía,
ese dolor, era por no haberla matado él mismo, por no haber llegado a tiempo de
quitarle la vida con sus propias manos. Así de grande era su odio hacia ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario