Verbo fácil la de aquel hombre, un vendedor
extraordinario, que a lo largo de su carrera había ido acumulando un éxito tras
otro. Pero aquella mañana cuando se despertó, lo acompañaba una sensación
extraña. Se sentía vacío, hueco por dentro. Fue hasta la cocina con la
intención de preparar un café, pensando que la falta de cafeína confundía a su
cerebro. No se sintió mejor. Ese día tenía muchas reuniones por delante. Un par
de aspirinas y se sentiría como nuevo. Pero no fue así. En su primera reunión, su
carácter, amable y tranquilo, brilló por su ausencia, se encolerizó cuando un
compañero no le dio la razón, ante el asombro de los presentes. Sus manos le
temblaban sin poder calmarlas, parecían tener vida propia. Lo peor, cuando
coincidió con ese compañero en el ascensor, los dos, solos, sus manos lo
agarraron por el cuello hasta estrangularlo. No tenía ningún control sobre
ellas. Y la cosa se repitió a lo largo de los días. Mataba a la gente que
discrepaba de él sin poder evitarlo. Así que tomó una determinación. Se encerró
en casa, se emborrachó y se las cortó con una sierra. Cuando llegó la policía
alertada por los vecinos, el hombre estaba muerto. Las manos no se encontraron
por ningún lado. Hacía calor, a pesar de que estaba funcionando el ventilador.
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