Mi vecina, una anciana muy simpática que vivía en el piso
de al lado. Me pidió una noche, que le diera de comer al gato, porque ella, tenía
que ausentarse unos días, para asistir a la boda de su nieta. Me dio la llave
de su piso, junto con las instrucciones pertinentes sobre cómo darle la comida
a “Dante”, su gato siamés.
Al día siguiente, por la mañana temprano, salí de mi piso
y me dirigí al de mi vecina para realizar el cometido que me había pedido. Estaba
en penumbra. Encendí las luces, respetando así la decisión de la mujer de no
levantar las persianas. Hacía mucho frio allí dentro, nada que ver con la
temperatura de fuera, que oscilaba sobre los 30 grados. Había fotos por todas
partes. En una de ellas se veía a una pareja muy sonriente, en un tílburi. Me fijé en que un ojo de la chica era verde y el otro
azul. Un caso raro, pensé. Dante se estaba restregando en mis vaqueros,
mientras maullaba lastimosamente. Estaba claro que quería su desayuno. Sobre la
encimera de la cocina había varios anillos
colocados en una bandejita de plata. La comida del gato estaba en la alacena
que había justo debajo del fregadero. Le llené su comedero y me fui, pensando
en hacerle otra visita al caer la tarde. Tenía una tarea pendiente, tenía que
comprar un presostato nuevo y luego,
a la hora de comer, ir a tamalear
con una amiga, a mí no me gustaban mucho los tamales, pero a ella le
encantaban. Al caer la noche volví a casa de mi vecina. El gato, me estaba esperando
detrás la puerta. Le di su lata de comida y le puse agua limpia. Por el rabillo
del ojo me pareció ver a una mujer con un vestido albiceleste que entraba en una habitación que había al final del
pasillo. Me asusté un poco, sabía que estaba sola en la casa. Decidí ir a mirar,
confieso que estaba muy asustada. Abrí la puerta despacio, la persiana no
estaba bajada de todo, dejando entrar algunos rayos de luz. Al fondo de la
habitación, vislumbré una silueta, junto a la cama, encendí la luz con mano
temblorosa y mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que aquello que me había
asustado era una armadura. La
persona a la que había pertenecido debía de medir por lo menos dos metros, era
enorme. Yo no podría dormir con aquello en mi habitación. La cama estaba hecha.
Había una cómoda al lado de la ventana, sobre ella una foto enmarcada, en la
que se veía un hombre de unos treinta años, bien parecido. Debajo alguien había
escrito en letras mayúscula “tartufo”, ni idea de lo que significaba aquello.
Al lado de la foto había una invitación para la inauguración de una rotisería,
de nombre “EL ZORRO” Me giré para salir de la habitación. Seguía haciendo mucho
frío, pero en aquel lugar parecía que la temperatura era todavía más baja. Entonces
la vi. Era mi vecina tumbada en la cama. Parecía dormida. Su tez estaba pálida
y tenía una sonrisa dibujada en su cara. No la había escuchado entrar. Hacía
menos de cinco minutos juraría que no estaba. Me acerqué a ella, despacio, muy
despacio. Estaba a escasos centímetros de la cama cuando escuché como alguien abría
la puerta de la calle. Me sobresalté y salí a ver de quién se trataba. Una
mujer idéntica a mi vecina, pero con veinte años menos estaba entrando. Tenía
los ojos hinchados. Había estado llorando. Me miró sorprendida en un primer
momento, luego me sonrió. Me dio las gracias por darle de comer al gato. Le
pregunté quién era, me dijo que la hija de la mujer que vivía allí. Yo no la conocía,
pero ella sabía perfectamente quien era yo. Seguro que su madre le había
hablado de mí y del cometido que me había pedido. Le dije que su madre estaba
en la habitación, tumbada en la cama. Se puso pálida y me miró perpleja. Fue
corriendo hacia la habitación, la abrió. En la cama no había nadie.
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