Armadura reluciente, era lo primero que se veía cuando
entrabas en el castillo. Me gustaba corretear por él, recorría todas las
habitaciones y me escondía en lugares donde no llegaba la luz, pasando
desapercibida. Conocía cada rincón, cada puerta secreta que llevaba a oscuros y
fríos pasadizos. Llevaba muchos años allí, más de los que había vivido. Había
visto nacer y morir a los descendientes de la primera familia que se instaló
allí. Nunca quise interactuar con los vivos, me gustaba contemplar el día a día
de aquella gente, me hacía sentir viva. Escuchaba con devoción los cotilleos
entre las damas, y disfrutaba viendo sus vestidos nuevos que lucirían en los
bailes, que se celebraban en el gran salón. Lloraba cada muerte y reía con cada
nacimiento. Pero... una vez cometí un error. Había una niña. Me recordaba a mí
de pequeña. Su padre siempre viajaba, su madre sólo pensaba en fiestas. Pasaba
mucho tiempo sola. Yo, en un momento de ternura, empecé a manifestarme ante
ella. Jugábamos largas horas. Disfrutábamos cada momento. La madre se puso histérica, cuando entró una
vez en la habitación y vio cómo se movían las cosas, aparentemente solas.
Comenzó a gritar como una loca por todo el castillo: ¡un fantasma! ¡Un
fantasma! Se armó una muy gorda. Intentaron calmarla y hacerla entrar en razón.
Pero al poco tiempo se fue, arrastrando de la mano a la pequeña, que no paraba
de llorar. Pude ver un moratón en uno de los grandes y azules ojos de la niña.
Sentí una rabia enorme. Aquella mujer no tenía ningún derecho de pegarle a su
propia hija, a esa niña tan buena e inocente, que no había hecho nada malo,
salvo esperar un poco de cariño de los vivos, que nunca recibió. Entonces no
pude controlarme y empecé a descargar mi ira, tirando todo lo que encontraba a
mi paso, haciendo que las puertas y ventanas se abrieran y cerraran. En la
biblioteca tiré todos los libros al suelo, uno por uno, hasta que no quedó
ninguno en su sitio. Aquello horrorizó y atemorizó a la gente que allí vivía.
Salieron despavoridos del castillo, como alma que lleva el diablo. Entonces
comprendí que ya nadie querría volver a vivir allí. Que me quedaría sola para
siempre. Ese era mi castigo por aquella debilidad. Los muertos no deben
mezclarse entre los vivos, mientras estos últimos no sean conscientes de su
propia muerte.
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