Las hermanas Sofía y Laura dormían en la misma
habitación. Sofía era la mayor y como tal adoptaba una actitud protectora hacia
su hermana pequeña, cosa que a Laura le fastidiaba mucho, sólo se llevaban dos
años y ella se consideraba, a sus ocho años, capaz de desenvolverse por sí
misma sin que su hermana le reprimiera a cada rato. Aquella noche, cuando Laura
entró en la habitación, vio a su hermana Sofía tumbada en la cama, hojeando un diccionario. Llevaba puesto un camisón celeste. Lo que le llamó mucho la
atención es ver una ristra de ajos
colgada en la cabecera de su cama. Se tumbó a su lado. Había unos soldados bebiendo agua en dos de las páginas
de aquel grueso libro que su hermana miraba con una extraña admiración. De
repente cerró el diccionario se giró hacia ella y le dijo que le iba a contar
una historia.
- ¿De miedo? –le preguntó Laura. No le gustaban mucho
esas historias porque después le costaba dormirse.
-Sí –le dijo Sofía- pero no de miedo, miedo, ya sabes: nadie mata a nadie. Te va a gustar, ya verás.
Y antes de que Laura dijera nada, su hermana empezó a
relatarlo.
-Había una vez una alpinista
que vivía…. Laura le interrumpió.
- ¡Alpinista como papá!
-Eso es, Laura, como papá. Este hombre vivía en una bonita
casa con su mujer y su hija pequeña de un año. Una noche, tanto él como su
esposa, escucharon ruidos en la casa. Se levantaron asustados y descubrieron
que las alacenas de la cocina estaban abiertas de par en par y los platos
yacían rotos y desperdigados por el suelo. Sobre la mesa había un frutero con
diversas frutas, una de esas frutas eran uvas,
para el desconcierto de ellos dos, faltaban más de la mitad. Miraron el resto
de la casa. Parecía que quien hiciera aquello, no había salido de la cocina. La
noche siguiente al anochecer, volvieron a escuchar otra vez ruidos, esta vez no
sólo en la cocina sino en el resto de la casa. Concretamente, en la habitación
de la niña. Fueron hasta allí y comprobaron que los peluches estaban esparcidos
por el suelo de la habitación. Inexplicablemente, la niña seguía dormida. La
madre había cogido el aerosol que
llevaba siempre en el bolso, dispuesta
a pulverizar con pimienta al intruso que se hubiera colado en la casa. Pero no
vieron a nadie. Preocupados, decidieron ir a hablar con el sacerdote de la
iglesia católica a la que acudían todos los domingos. Estuvieron un buen rato buscando
las llaves del coche. Las encontraron debajo de un sofá, un sitio extraño para
haberlas dejado, pensaron. Los dos coincidieron que había sido obra del intruso
que se les metía en casa todas las noches. Él los escuchó con atención,
haciéndoles preguntas muy concretas. Estaban sentados los tres ante una mesa de
madera en la sacristía. El sacerdote mientras los escuchaba hacia girar una
moneda, que rotaba en el mismo sitio, teniendo así un efecto giroscopio, cosa que no hacía más que
incrementar los nervios de la pareja. Al final, el hombre les dio la respuesta
de lo que pasaba y lo que tenían que hacer para que todo aquello cesara.
Resulta que en su casa tenían a un demonio invisible,
llamado Trasno, no tan maligno como el demonio en sí, pero con la verdadera
astucia y maldad para provocar pánico a los habitantes de la casa en la que se
colaba. Viste de verde y actúa de noche, a la luz de la luna. Hace travesuras
como la de romper la vajilla, tirar objetos variados al suelo, hacer
desaparecer cosas…. La solución no es irse de la casa porque el Trasno lo
seguirán allá donde fueran. Había una manera más contundente de aburrirlo y que
de esa manera se fuera para siempre. El Trasno no sabe contar más allá de diez.
La idea es ponerle un recipiente de granos (mayor de la cantidad que pueda
contar) de algún cereal, cerca de donde dormían e incluso en la habitación de
la niña. Aquel demonio tiene un agujero en la mano izquierda por donde se
cuelan los granos, de esa manera tendrá que contarlos una y otra vez durante
toda la noche. Llegará un momento en que se cansará y se marchará, cansado y
aburrido de contar tantas veces. Al final, el consejo del sacerdote surtió
efecto, no se volvieron a escuchar más ruidos en la casa en las siguientes
noches. El Trasno se había largado.
Sofía terminó la historia. Laura que, hasta ese momento,
la escuchó con atención y sin interrumpirla (algo insólito en ella), le
preguntó:
- ¿Es real la historia?
A lo que su hermana le respondió:
-Sí, totalmente. Le ocurrió a papá y a mamá cuando yo era
muy pequeña y tú aun no habías nacido.
Después de meditar un rato la respuesta de su hermana le
preguntó:
-Entonces, ¿todo eso ocurrió en esta casa?
-Así es, Laura –le respondió Sofía.
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