Conocía sus raíces y estaba orgullosa de ellas.
Desde muchos siglos atrás, todas las mujeres de su familia
nacían con un designio, fruto de una maldición. Su madre se lo contó, como la
suya se lo había contado a ella, al igual que la madre de su madre y así
generación tras generación.
Una antepasada muy lejana, de joven, había sido la doncella
de una señora pudiente. Dicha mujer tenía muy mal carácter y fama de hacer
pactos con el diablo. Acostumbraba a pegar a los sirvientes por nimiedades y a
tratarlos como animales. Un día la joven cansada de ser apaleada e insultada
día tras día, se encaró a su señora. La dueña de la casa le perdonó la vida a
ella y a toda su familia, pero a cambio, condenó el alma de todas las mujeres
descendientes de su familia, a servir al diablo. Así que, todas y cada una de
sus antepasadas, habían sido brujas, y ella, por supuesto, no fue una
excepción. Pero, por algún motivo que traspasaba cualquier razonamiento lógico,
aquella niña había sido dotada de un gran poder. Un poder que no tuvieron las
otras mujeres de su familia.
Desde muy temprana edad destacó por su gran destreza en
el dibujo. Fuera lo que fuese que dibujara, lo hacía con tanta destreza,
realismo y lujo de detalles, que más que un dibujo parecía una fotografía.
Pero su talento no quedaba ahí, había algo más.
Un día se había enfadado con unos niños de la escuela que
se burlaban de ella. La llamaban “rarita”. Era más bien tímida y poco sociable,
siempre con la nariz pegada en los libros más extraños que podía encontrar. Llegó
a casa muy enfada. Subió a su habitación y cogió su cuaderno de dibujo y un
lápiz y empezó a dibujar frenéticamente como si su mano estuviera poseída por
una fuerza invisible. Cuando terminó estaba exhausta y le dolía horrores la
mano. En la hoja, que antes estaba en blanco, ahora se veía un autobús
amarillo, como los de su colegio. Delante de ellos unos niños cruzaban la
calle. El autobús perdía el control y se veía claramente, por la cara de pánico
de los chavales, que se iba a abalanzar sobre ellos. Pudo distinguir claramente
los rostros de esos niños. Sonrió. El lápiz volvió a cobrar vida en su mano.
Dibujó una puerta en un lateral de la hoja. Siempre había tenido el control de
sus dibujos, siempre dibujaba lo que quería, pero esa vez supo que no era ella
quien había hecho aquel dibujo, era una fuerza superior que la había impulsado
a ello.
Esa noche durmió mejor que nunca. Por la mañana, cuando
se levantó para desayunar y coger el autobús que la llevaría al colegio, una
llamada al móvil de su madre, cambiaría para siempre su vida. Mientras su
progenitora respondía la llamada, ella encendió el televisor. Estaban dando la
noticia de lo sucedido. “Un fallo en los frenos de un autobús del colegio había
atropellado a unos niños”.
Su madre le dijo que se habían suspendido las clases. La
niña alzó ambos pulgares sonriendo, después de aquello nadie la podría parar.
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