El reloj de oro que estaba en el escaparate de la casa de
empeños, avivó en él una emoción muy parecida al amor. No podía quitarle los
ojos de encima. Cuanto más lo miraba más le gustaba y más le costaba dejar de
mirarlo. Pero tuvo que hacerlo, porque el dueño del establecimiento salió hecho
una furia exigiéndole que se fuera, llevaba casi una hora mirándolo embelesado.
No disponía del dinero necesario para comprarlo. Aquello valía más que lo que
ganaba en todo un año como repartidor de pizzas.
Le costó dormir esa noche. Cada vez que cerraba los ojos
veía aquella belleza. Y la cosa no mejoró las siguientes noches. Llegó a
obsesionarse de tal manera con aquel reloj que una necesidad imperiosa de
conseguirlo, invadió su cuerpo. Pasaba cada poco por delante del escaparate para
verlo. Hasta que el dueño lo sacó de allí para enseñárselo a una señora.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Si aquella mujer lo compraba…
Sentía como la ira se adueñaba de él.
Efectivamente la señora pagó en efectivo y salió de la
tienda con el reloj metido en una caja, envuelta en papel de regalo y con un
coqueto lazo a su alrededor de color rojo.
Rojo como la sangre, pensó él.
Tenía que hacerse con aquel tesoro y si tenía que
matarla, pues que así fuera. Sería un daño colateral.
La siguió durante un rato mientras pensaba la manera de
robarle aquel tesoro. Pero no hizo falta que pensara mucho, la oportunidad se
presentó sola. La mujer tropezó y se cayó de bruces en el suelo. Él fingiendo
ser un buen samaritano, la ayudó a levantarse. La llevó hasta la entrada de un
callejón sin salida que él conocía muy bien. Aquel era su lugar preferido para
abandonar los bolsos que robaba, después de extraerles el dinero y lo que había
de valor, claro está.
Una vez allí no le costó mucho hacerse con el reloj. Pero
la mujer no se pudo estar callada, no, tuvo que gritar como una posesa. Sacó la
navaja que siempre llevaba, por si acaso, en el bolsillo izquierdo de su
pantalón y se lo clavó sin miramientos en la garganta. Se hizo el silencio.
Bendito sea, pensó.
Había una serie de contenedores al final del callejón.
Eran de uso privado del restaurante chino. La cocina daba a la parte de atrás.
Siempre se consideró un buen ciudadano. No iba a dejar aquel cuerpo allí,
tirado en el suelo para que se lo comieran las ratas, no. Lo primero era lo
primero. Había que contribuir a ayudar al medio ambiente. Así que lanzó el
cuerpo de la mujer al contenedor de los orgánicos. Se alejó de allí sonriendo.
Le gustaba reciclar.
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