miércoles, 25 de agosto de 2021

RECICLAR

 

El reloj de oro que estaba en el escaparate de la casa de empeños, avivó en él una emoción muy parecida al amor. No podía quitarle los ojos de encima. Cuanto más lo miraba más le gustaba y más le costaba dejar de mirarlo. Pero tuvo que hacerlo, porque el dueño del establecimiento salió hecho una furia exigiéndole que se fuera, llevaba casi una hora mirándolo embelesado. No disponía del dinero necesario para comprarlo. Aquello valía más que lo que ganaba en todo un año como repartidor de pizzas.

Le costó dormir esa noche. Cada vez que cerraba los ojos veía aquella belleza. Y la cosa no mejoró las siguientes noches. Llegó a obsesionarse de tal manera con aquel reloj que una necesidad imperiosa de conseguirlo, invadió su cuerpo. Pasaba cada poco por delante del escaparate para verlo. Hasta que el dueño lo sacó de allí para enseñárselo a una señora.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Si aquella mujer lo compraba…

Sentía como la ira se adueñaba de él.

Efectivamente la señora pagó en efectivo y salió de la tienda con el reloj metido en una caja, envuelta en papel de regalo y con un coqueto lazo a su alrededor de color rojo.

Rojo como la sangre, pensó él.

Tenía que hacerse con aquel tesoro y si tenía que matarla, pues que así fuera. Sería un daño colateral.

La siguió durante un rato mientras pensaba la manera de robarle aquel tesoro. Pero no hizo falta que pensara mucho, la oportunidad se presentó sola. La mujer tropezó y se cayó de bruces en el suelo. Él fingiendo ser un buen samaritano, la ayudó a levantarse. La llevó hasta la entrada de un callejón sin salida que él conocía muy bien. Aquel era su lugar preferido para abandonar los bolsos que robaba, después de extraerles el dinero y lo que había de valor, claro está.

Una vez allí no le costó mucho hacerse con el reloj. Pero la mujer no se pudo estar callada, no, tuvo que gritar como una posesa. Sacó la navaja que siempre llevaba, por si acaso, en el bolsillo izquierdo de su pantalón y se lo clavó sin miramientos en la garganta. Se hizo el silencio. Bendito sea, pensó.

Había una serie de contenedores al final del callejón. Eran de uso privado del restaurante chino. La cocina daba a la parte de atrás. Siempre se consideró un buen ciudadano. No iba a dejar aquel cuerpo allí, tirado en el suelo para que se lo comieran las ratas, no. Lo primero era lo primero. Había que contribuir a ayudar al medio ambiente. Así que lanzó el cuerpo de la mujer al contenedor de los orgánicos. Se alejó de allí sonriendo. Le gustaba reciclar.

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