Hacía tiempo que cualquier tipo de sonrisas habían
abandonado su cuerpo. Desde la avergonzada, porque creía que no debía sentir
vergüenza por lo que le pasaba, tampoco la de desprecio, no, ese tipo de
sonrisa sería más propia de esa cosa, o ente, o fuera lo que fuese. Tal vez, le
quedara un atisbo de un tipo de sonrisa, la de miedo, porque, aunque sus facciones
habían quedado impertérritas, debido al exceso de pánico y terror sufrido en
los últimos días, se podía vislumbrar un pequeño rictus en su cara que bien podría encajar en esa categoría.
Por el amor de Dios sólo tenía nueve años, ¿qué quería de
él? ¿no podía dejarlo tranquilo una sola noche?
Pues parecía que no. Noche tras noche pasaba lo mismo. Y
aunque llamase a sus padres a gritos, verdaderamente asustado, éstos eran
incapaces de ver la realidad. Hacían siempre la misma comedia, miraban bajo la
cama, dentro del armario, intentando darle confianza, para luego decirle, que
se trataba de miedos nocturnos, miedo a la oscuridad, añadían como si nada y
que tenía que superar todo aquello porque ya era todo un hombrecito. Y ya está.
Ahí quedaba la cosa, se iban y él intentaba con todas sus fuerzas no volver a
gritar, porque en cuanto cerraban la puerta de su habitación, la pesadilla
volvía. Una noche tuvieron un detalle con él y le pusieron una lucecita en la
mesilla. Aquello empeoró más las cosas. La sombra que aparecía todas las noches
en su habitación ahora era más nítida y alargada, gracias a la genial idea de
su mamá. Y casi, sólo casi, le podía ver la cara, a aquello, cuando flotaba
sobre él, intuía que, si la llegaba a verla totalmente, se moriría del susto.
La llegada de la noche para él era un calvario. La idea
de que su cuarto iba a quedar envuelto en sombras, era insoportable. Durante el
día lo iba llevando más o menos bien. Tenía grandes ojeras y se quedaba dormido
en clase. Pero sabía que mientras el sol no se ocultara, él estaría a salvo.
Pero tras otra noche horrorosa, en la que ya harto de que
sus padres lo tomaran por loco, mientras aquel ser lo observaba desde el techo
de su habitación, se dispuso a dar cuenta con verdadero apetito de un plato de
sopa que su madre le había preparado. Solía desayunar cereales, pero ella
insistió en que se la comiera aquella mañana, al ver su cara demacrada. Por el ventanal
de la cocina entraban los primeros rayos de sol. Sin embargo, se dio cuenta,
muy a su pesar, que el lado de la mesa que ocupaba él, estaba en penumbra. Alzó
la vista. La sombra lo observaba desde el techo de la cocina. Un líquido se le
iba escurriendo, poco a poco, por la comisura de los labios, cayendo en forma
de gotas, sobre su plato de sopa.
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