Dejó la percha donde estaba el vestido que se pondría esa
noche sobre la cama y se fue al baño a ducharse. En menos de una hora la vendrían
a recoger. Era la primera vez que salía en mucho tiempo. Desde la muerte de su
pequeño. Hacía casi un año de eso. Sus amigas la habían convencido para salir a
cenar y tomar una copa. Sabía que le vendría bien y por eso había aceptado. Sus
amigas gritaron de alegría y la abrazaron, contentísimas de aquella decisión,
prometiéndole que no se iba a arrepentir, que lo pasaría genial.
Se estaba subiendo la cremallera del vestido cuando las
luces de los faros de un coche iluminaron su habitación. Pensando que eran las
chicas, bajó a abrirles la puerta. Pero en el umbral había un perfecto
desconocido. Un hombre que no había visto en su vida. Iba vestido con un traje
blanco, un sombrero y unas botas del mismo color. Llevaba algo entre las manos.
Su mundo se vino abajo cuando lo reconoció. Era similar
al velero de madera que le había hecho el padre poco antes de morir su hijo. Se
convirtió en su juguete favorito. De hecho, lo enterraron con él. El hombre sin
mediar palabra se lo entregó. Estaba cubierto de tierra. Vio dos letras
grabadas en la madera: J.G. que correspondían a las iniciales de su pequeño, Juan
García. La mujer comenzó a llorar presa del dolor. Los recuerdos se agolpaban
en su cabeza, atormentándola. Le gritó con desesperación:
- ¡Has profanado la tumba de mi hijo!
-No se puede profanar una tumba vacía –le dijo él.
Ella lo miró, sin comprender lo que le decía.
El hombre entró en la casa y cerró la puerta tras de sí.
Ella empezó a retroceder asustada.
- ¿Quién eres? –musitó.
-Soy un lokopala, un guardián de la tumba de tu hijo. –le
respondió- devuélvelo a su lugar y te dejaré en paz.
Ella siguió retrocediendo hasta que su espalda chocó
contra una mesa. Temblaba de pies a cabeza.
-No sé dónde está el cuerpo de mi hijo –le gritó ella,
desesperada.
Aquel ser clavó su mirada en ella, sus ojos se tornaron
rojos. Sintió que su alma quedaba desnuda, dejando al descubierto sus secretos
más íntimos. Se sintió vulnerable, indefensa. Pero aun así lo desafió.
- ¡El culpable es su padre, él se lo llevó! –le espetó
- ¡Mentira! –le gritó el ser.
Se escuchó el chirriar de una puerta al abrirse en el
piso superior. La puerta de una habitación que ella siempre mantenía cerrada y
cuya llave llevaba siempre consigo. Ahí guardaba sus secretos. Los secretos que
aquel hombre había descubierto.
A continuación, se escucharon unos pasos.
Desesperada intentó llegar hasta las escaleras y parar lo
que estuviera sucediendo allá arriba. Pero sólo quedó en eso, en un intento,
porque no se movió del sitio. Una fuerza desconocida la retenía. No se podía
mover.
Nadie podía ver aquello, nadie podía descubrir lo que tan
celosamente tenía guardado bajo llave. Nadie podía saber que tenía guardados,
en aquella habitación, los cuerpos de su marido y de su hijo. Nadie podía saber
que había asesinado a su marido y profanado la tumba de su hijo. Nadie podía
saber todo aquello. Nadie…
Un grito de terror salió de su garganta.
Un hombre y un niño, asidos de la mano, bajaban lentamente
las escaleras.
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