La iglesia estaba a tope el día del funeral. Ana y yo
habíamos sido sus mejores amigas. Ese día me quedé a dormir en su casa. Ninguna
de las dos queríamos estar solas. Estuvimos charlando hasta bien entrada la
madrugada, hasta que el sueño nos envolvió y nos quedamos dormidas. Un ruido me
despertó. Me levanté. Vi luz por la rendija de la puerta del cuarto de baño.
Entré. Vi a Ana delante del espejo mirándose fijamente, estaba pálida y parecía
hipnotizada. Había algo más allí, algo que definitivamente no tenía que estar.
Proferí un grito agudo y desgarrador que hizo que Ana saliera del trance en el
que estaba inmersa. Se desmayó y cayó sobre el frio suelo de baldosas del baño.
La llevé hasta la cama. Tardó un rato en despertarse, cuando lo hizo me miró,
había tristeza en sus ojos. Le dije:
-María apareció en tu reflejo.
Ella rompió a llorar
- ¿Qué pasó? –le pregunté.
Había escuchado algo en boca de aquel espectro: venganza.
Ana me agarró la mano con fuerza, me hacía daño, pero no
la aparté. Sabía que había pasado algo y quería que me lo contara.
-La dejé morir –apartó su mirada de la mía y luego
continuó- Habíamos ido a nadar, la reté a llegar hasta una boya bastante
alejada de la orilla, sabía que no era tan buena nadadora como yo, y aun así no
me importó. A medio camino, un calambre en una pierna le impidió seguir nadando,
me gritaba pidiendo auxilio. No fui a ayudarla, me quedé mirando cómo se
ahogaba.
La miré horrorizada, aparté mi mano de la suya y me
levanté de la cama.
En aquel momento un frío gélido nos envolvió. La almohada,
que hasta entonces reposaba inmóvil sobre la cabecera de la cama, se levantó
impulsada por una fuerza invisible, situándose sobre la cabeza de Ana. Yo
estaba tan asustada que me quedé petrificada ante lo que mis ojos estaban
viendo. Ana pataleaba con desesperación, intentando aspirar una bocanada de
aire. Se estaba asfixiando. No hice nada para salvarla. María estaba llevando a
cabo su venganza.
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