Esperó a que
oscureciera para saltar la verja del cementerio y caminar con paso firme y
decidido, hasta aquella tumba, la última morada del asesino de su hija. Levantó
el pico que llevaba en la mano y arremetió contra ella, una y otra vez, hasta
que no le quedaron fuerzas para seguir, mientras profería un insulto tras otro.
Luego condujo dos horas hasta su casa, en completo silencio.
El pueblo estaba celebrando la noche de Halloween. Las calles estaban abarrotadas de gente disfrazada. Pasaban diez minutos de la media noche.
Estaba llenando la bañera
cuando sonó el timbre. Bajó a abrir. En el umbral de la puerta, había alguien disfrazado.
Llevaba un hacha en la mano.
- ¿Truco o trato? –le
preguntó.
-Lo siento, no tengo
nada para darte –se excusó ella.
-Mejor –le respondió el hombre, mientras empujaba la puerta y entraba en la casa.
La mujer, asustada,
subió las escaleras y se encerró en el cuarto de baño. Escuchó pasos
acercándose. Cada vez más y más cerca.
- ¡No te escondas!,
¡no podrás escapar! -gritó el intruso.
Reconoció esa voz.
Pertenecía al hombre enterrado en la tumba que había destrozado.
- ¡Disfruté viendo
morir a tu hija, ahora lo haré contigo!
Lanzó una carcajada malvada, siniestra,
mientras destrozaba la puerta a hachazos.
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