Ni en un millón de años, se hubiese imaginado que tendría
que ir a buscar a aquella mujer, con fama de bruja, que vivía en los confines
del bosque, como la última esperanza de salvar la vida a su padre.
Él, el menor de tres hermanos que, a sus diez años, todavía
se metía en la cama de sus padres cuando había tormenta y que odiaba la
naturaleza, el bosque y todo lo relacionado con él, porque eran un avispero de
animales y bichos de todo tipo. A todas luces parecía el menos indicado para
llevar a cabo aquella tarea.
Pero no había vuelta atrás, la decisión estaba tomada. Su
madre hacía las veces de enfermera, su hermano mayor tenía que ir a trabajar y
el mediano se encargaba de la casa mientras su padre siguiera enfermo.
Se había enfadado mucho, pero cuando puso un pie en la calle,
aquella ira se evaporó. Lo que ahora sentía, cuando caminaba por calles adoquinadas
de aquel pueblo amurallado, era terror en estado puro.
Estaba anocheciendo. Empezaba a llover. Cubrió su cabeza con
la capucha de su anorak rojo. Sin levantar la mirada del suelo, caminaba con rapidez.
Pensando que cuanto antes llegara, antes regresaría y aquella pesadilla antes
llegaría a su fin.
Pasó por la tienda de bonsáis. No se fijó en el dibujo de
una mano que alguien había pintado en la pared de una casa abandonada. Tampoco prestó
atención al escaparate de una librería donde tenían expuesta una máquina de
escribir muy antigua. Ni en los paraguas, de lo más variopintos, que portaban
unos turistas. Ni se fijó en el suelo cubierto de mosaicos de piedras de
colores cuando pasó por delante del ayuntamiento. No vio al zorro escondido tras
unos cubos de basura.
Caminó, caminó y caminó hasta llegar a un sendero que
conducía al bosque.
De noche todo era diferente. Escuchaba ruidos que no
podía identificar, la oscuridad ganaba terreno. Las sombras habían llegado para
quedarse, formando siluetas macabras, distorsionando la realidad.
Apuró todavía más el paso. Según las indicaciones que le
había dado su madre sobre cómo encontrar la cabaña de aquella mujer, no quedaba
muy lejos de donde estaba.
El crujido de una rama tras él, lo sobresaltó. Gritó de
puro terror. Ahora ya no caminaba, corría como alma que lleva el diablo,
rezando en voz baja, a quien le quisiera escuchar, que lo ayudara.
Corrió y corrió hasta que llegó a un claro y a la morada de
la bruja. Había dejado de llover.
Era una cabaña de madera, vieja y destartalada. No había
luz en su interior. Se acercó con paso firme. La indecisión no tenía cabida. Había
llegado hasta allí y tenía que terminar lo que había empezado. Golpeó con los
nudillos la ajada puerta. Esperó. Nadie abrió. No se rindió. Rodeó la casa
hasta la parte de atrás. Vio un fuego. Sobre él, había una enorme olla. Salía
vapor de su interior. Ni rastro de la mujer.
- ¿Me buscabas, jovencito? Has tardado mucho en llegar.
Llevo horas esperándote.
Fue tal el susto que se llevó el muchacho al escuchar
aquella voz, que el corazón le dio un vuelco en el pecho. Ante él había una mujer
con un aspecto muy diferente al que se había imaginado. Cuando a uno le dicen
que tiene que ir a buscar a una bruja, te imaginas a una anciana, muy mayor, de
edad indeterminada, con aspecto desaliñado, ropas largas, un sombrero de pico y
alguna que otra verruga en la cara. Pero ante él había una muchacha muy
hermosa, joven, con una larga melena rubia, alta y delgada. Vestía unos vaqueros
y un jersey rojo y no tenía ninguna verruga en su cara, sólo una amplia y
bonita sonrisa. Se sonrojó al verla.
Lo llevó adentro, le pidió que se sentara y le ofreció un
refresco. El interior de la cabaña, nada tenía que ver con el aspecto que
presentaba por fuera. Estaba todo muy bien cuidado y limpio, era muy amplia y
tenía muebles modernos y funcionales.
Cuando hubo apurado hasta la última gota del vaso, pasó a
contarle lo que le había llevado hasta allí. Ella lo escuchó atentamente.
Cuando hubo acabado de relatarle lo sucedido, ella se levantó, cogió un maletín
negro que descansaba sobre el sofá y se pusieron en marcha.
El camino de regreso fue más llevadero. Hablaron durante
el trayecto y el muchacho se sentía muy a gusto y relajado al lado de aquella
joven.
Al llegar a la casa, la llevaron hasta el dormitorio donde
el hombre yacía en la cama. Estaba pálido y ojeroso. Pidió que le trajeran agua
caliente y unas toallas limpias y que encendieran la chimenea.
Le colocó sobre el abdomen y la frente las toallas,
previamente mojadas en el agua caliente.
Luego extrajo de su maletín un frasquito de cristal,
dentro había un líquido verde. Ayudada por la esposa, levantaron la cabeza del
hombre que descansaba sobre una almohada, luego le dio de beber aquella poción.
La bruja comenzó a recitar unas palabras en una lengua desconocida para ellos.
Pasados cinco minutos, el hombre empezó a toser. Lo
ayudaron a ir al baño. En uno de esos accesos de tos expulsó un escarabajo
negro cuyo tamaño era inusualmente grande.
Rápidamente la joven lo agarró y lo lanzó al fuego de la
chimenea. Escucharon un grito desgarrador cargado de odio y dolor proveniente
de las llamas. La bruja les pidió que mantuvieran el fuego encendido durante
dos noches y dos días. Tiempo más que suficiente para que aquella vampira, que
había tomado la forma de aquel asqueroso insecto, se consumiera.
La recuperación del hombre, fue instantánea. Con los ojos
anegados en lágrimas le dijo a su mujer que tenía hambre. Ésta fue a prepararle
algo de comer. Se acercó a la joven para darle las gracias y preguntarle qué
quería como pago.
Ella sonrió maliciosamente.
El hombre al mirarla a los ojos pudo, su interior, su
esencia, su oscuridad. Aquella visión lo asustó. Un escalofrío recorrió su
espina dorsal. Fuera cual fuese su petición no podría negarse, estaba ante un
ente muy poderoso y carente de alma.
Respondió:
-A tu hijo pequeño.
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