Los primeros rayos del sol de la mañana que se colaban
por la ventana de la habitación donde un hombre y una mujer yacían en la gran cama
de matrimonio, dejaron al descubierto una peculiar escena. El marido contemplaba
ensimismado a la mujer que dormía, desde hacía muchos años a su lado, mientras
le acariciaba con ternura se rubio cabello y se arrepentía como nunca antes lo
había hecho, de haberse ido de su casa a través del árbol rojo.
Su mirada era una mezcla de amor, compasión y odio. El
semblante de la mujer dormida estaba pálido como la cera. A los pies de la cama
descansaba una maleta. Y sobre una silla un traje negro impecablemente
planchado.
En la mesilla de noche había un vaso ahora vacío. Unas
horas antes, estaba lleno de agua. Junto a él había un frasco de pastillas para
dormir. Ella había descubierto su secreto, enfurecida le había amenazado con
contarlo a la policía.
No entendía ese mundo. Trataba de adaptarse. Se casó con
una hermosa mujer y abrió un negocio que le iba bastante bien. Quería encajar
con el resto de las personas que le rodeaban.
Había cometido un error. La última mujer había
sobrevivido. Tardaría en despertar. Pero era sólo una cuestión de tiempo que lo
delatara.
Vigilaba a sus víctimas durante un tiempo. Conocía los
horarios de aquella mujer. Salía a correr muy temprano por un parque cercano. Las
sombras eran sus aliadas. Le había asestado un golpe en la cabeza. La metió en el
maletero del coche y la llevó a la parte de atrás de su negocio, donde había
una puerta de metal que daba a un sótano. Allí preparaba a sus víctimas. Las
coloca sobre una mesa de acero, como la que utilizan para hacer las autopsias. Luego
aprovechaba cada parte de su cuerpo para venderlo, al gusto de sus clientes, en
su carnicería. Pero antes de hacerlo recitaba un viejo verso que le habían
enseñado de pequeño:
“El cese de los latidos de una vida marcan el ritmo de mis sueños”
Se duchó, se puso el traje y llevó la maleta al coche.
Cogió un par de latas de gasolina del garaje.
Roció con ella la casa y le prendió fuego.
Las primeras llamas comenzaron a elevarse del suelo casi
inmediatamente.
Ya en el coche escuchó las sirenas de los bomberos y la
policía que se dirigían a su casa.
Hizo parte del trayecto en silencio. Empapándose con
aquel sonido que cada vez sonaba más lejano.
Ante de sintonizar la radio, pensó en lo tristes que se
pondrían los niños cuando no le sirvieran aquellas hamburguesas tan ricas, en
el comedor del colegio.
Esbozó una sonrisa al pensar que, ante él había muchas
ciudades por descubrir y un montón de colegios donde sus hamburguesas harían
las delicias de niños y mayores.
Y sin dejar de sonreír, siguió conduciendo mientras en la
emisora de radio se escuchaba un anuncio publicitario del Burger King.
Querida Pili sin duda alguna tus relatos atrapan y el horror esta a la carta, me encanta leerte!!!
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