El guía los llevó por un sendero que ascendía por la
colina. Allí, siglos atrás hubo un castillo, del que, a día de hoy, apenas
quedaban un par de muros en pie.
Entre aquel grupo de personas que seguían en silencio las
explicaciones del hombre, había un joven. Se situó junto al guía mostrando un
gran interés por todo lo que iba contando acerca de una leyenda sobre una gran
cruz de hierro, hecha con la armadura encantada del que había sido el señor del
castillo y que custodiaba la entrada. Cuando llegaron el joven se postró en el
suelo en señal de respeto y adoración ante ella. El guía lo reprimió diciéndole
que aquello no representaba a Dios, sino a Satanás. Se arrepintió al instante cuando
el joven se levantó del suelo y lo miró. Sus ojos se habían tornado rojos como
el fuego, su semblante antes joven, ahora estaba sacado de infinitas arrugas
que le daban un aspecto siniestro. Sus dientes eran afilados y negros. La
comitiva lejos de asustarse, rodeó al joven. Todos mostraban el mismo aspecto
tétrico y macabro, la de unos demonios salidos de las profundidades del averno.
Ante tal visión el guía intentó huir. El muchacho dejó escapar un halo de
aliento que envolvió el cuerpo del hombre convirtiéndolo en piedra. Venían a
salvar a su amo y señor de las tinieblas. Rodearon la cruz al tiempo que canturreaban
una canción. Del cielo surgieron unos rayos que rompieron la piedra donde
estaba anclada. Entre todos, llevaban la cruz del diablo para situarla en el centro mismo de las
ruinas del castillo. Hicieron un círculo a su alrededor cogidos de la mano. La
cruz comenzó a emitir unos sonidos desgarradores al tiempo que se el hierro se
retorcía de manera grotesca. De repente el silencio absoluto reinó en aquel lugar.
Una niebla espesa se extendió sobre ellos. De ella, donde antes había estado la
cruz, emergió un ser con patas de cabra y grandes cuernos. Satán había sido
liberado.
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