Soy unos años mayor que mi hermanita. Recuerdo una
canción que nos cantaba nuestra madre para que durmiéramos. A mí me daba miedo
escucharla porque hablaba del hombre de la bolsa que se comía a los niños que
se portaban mal. Un día en que mi madre trabajó hasta tarde, mi hermana y yo
fuimos solos al parque. Yo jugaba al fútbol con mis amigos mientras ella jugaba
al escondite con los suyos. Tuve un mal presentimiento cuando vi acercarse a un
hombre muy flaco, con ropa holgada, muy gastada. Tenía una espesa barba gris y
el pelo estaba enmarañado y muy sucio. Llevaba una gran bolsa a la espalda.
Desapareció de mi vista entre unos árboles. Lo primero que se me vino a la
mente fue la canción de mi madre y pensé que si aquel hombre existía era ese.
Sentí pánico por el “hombre de la bolsa”. Giré la cabeza para localizar a mi
hermanita, pero no la vi. Pregunté a sus
amigos, pero no sabían dónde estaba. No la volvimos a ver. Años después yo
tenía mi propia hija. Y la historia se repitió. Mi hija despareció de igual qué
manera que años atrás lo había hecho mi hermana. Soy policía y no paré hasta
descubrir el paradero de mi pequeña. La idea se atornilló en mi mente con la
fuerza de una obsesión. Aquel hombre vivía en una destartalada casa hecha de
troncos y tablas en la profundidad del bosque. Fue por casualidad, gracias al
aviso de unos cazadores que la habían visto. Nadie sabía de su existencia. Lo
que descubrimos allí estaba fuera de los límites de lo racional. Huesos y
calaveras de niños esparcidos por el suelo. El lugar era pequeño. Había un colchón
sucio en el suelo, una vieja mesa en el centro y una silla. También una cocina
a gas con varias ollas encima. Dentro había trozos de carne. Vimos una puerta
al fondo. Atada con cadenas estaba mi hija. Seguía con vida. Ni rastro del
hombre. Mis compañeros peinaron la zona. Encontraron un cobertizo detrás de la
casa y el cuerpo de un niño colgado de unos ganchos. Le faltaban varios trozos
de carne.
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