Se despertó muerto de frio y con un dolor punzante en el
pecho. Se lo tocó. Sus manos se impregnaron en sangre. ¡Era suya! Entró en
pánico, intentó levantarse, pero…
Volvió a despertarse. Esta vez en una habitación enorme rodeada de
libros y antigüedades por todas partes. Estaba sentado en un sillón orejero.
Frente a él, en otro similar, había un hombre completamente vestido de negro. De
edad indeterminada. Lo miraba fijamente. Su mirada le causaba malestar y calor,
mucho calor… En medio de los dos, había una mesa de cristal. Sobre ella
descansaba un único objeto. Un reloj de arena. La parte inferior estaba
completamente llena. Le entraron unas ganas desmesuradas de levantarse y darle
la vuelta. Aquel hombre, como si le leyera el pensamiento, le dijo con calma,
pero con un tono de voz firme que no daba pie a una negativa:
-No lo hagas. El tiempo de la muerte llegó.
Entonces… aquella habitación se desvaneció. Se sentía
ligero como una pluma. Flotaba. Estaba pegado al techo al lado de un tubo
fluorescente. Alguien hablaba. Era un hombre con una bata blanca que,
seguramente, en algún momento había estado limpia. Presentaba diversas manchas,
de varias tonalidades, pero las que más predominaban eran, sin duda, las de
color rojo. Había alguien con él. Un
joven. Hablaban. Se colocó a su lado y escuchó: la causa de la muerte de este
hombre fue, sin lugar a dudas, un infarto. Aquel hombre era él.
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