Esta es la historia de Clarisa, una joven princesa que,
acorde a su condición de hija de reyes, su vida estaba ya dispuesta desde el
momento justo de nacer.
Clarisa siempre fue una niña inquieta, ansiosa de
conocimientos. Disfrutaba horas y horas leyendo en la inmensa biblioteca que
tenía en el castillo. Sus favoritos eran los de aventuras y romance. La
transportaban más allá de aquellos muros fríos y sombríos y la llevaban a
tierras lejanas repletas de duendes y dragones, donde un apuesto muchacho la
salvaría de todo peligro.
Un soleado día de primavera, Clarisa salió a pasear por
el jardín. Se sentó sobre un tronco caído dispuesta a terminar de leer la
novela que se traía entre manos. El crujir de una rama muy cerca de donde se hallaba,
la puso en alerta. Tras ese crujir escuchó unos pasos. No le cabía la menor
duda de que aquellas pisadas sobre las ramas secas se dirigían hacia ella. Tras
el tronco de un árbol se asomó un joven. Eran pocos los muchachos ajenos al
castillo que pisaban aquellas tierras. Se ruborizó ante la mirada de aquel
joven, poseedor de unos inmensos ojos azules que le recordaban a un cielo
despejado de un día de verano. Su sonrisa se asemejaba a los rayos del sol y su
pelo era negro como la noche más cerrada.
Aquel fue el primer encuentro de muchos que tuvieron los
jóvenes. Tantos que la chispa del amor finalmente encendió la llama del amor en
sus corazones.
Una tarde ella apareció a la hora de siempre en aquel
tronco caído donde se reunían a diario desde hacía muchos meses. Esperó y esperó,
pero aquel joven no hizo acto de presencia. Ella tenía una noticia que darle.
El fruto de aquel amor crecía en su vientre.
Los días dieron paso a los meses y nunca más volvió a
saber nada de aquel muchacho. El día que nació su hijo, el rey, lo asesinó
atravesándole su pequeño corazón con una daga.
Ella, fuera de sí, cogió el atizador de la chimenea y
descargó todo su furia y su rabia sobre su padre. El rey logró eludir el mortal
golpe cogiendo el atizador con las manos. La joven comenzó a temblar viendo el
cambio que se producía en la mirada de su progenitor. Aquellos ojos negros como
la noche más oscura, aquella donde residen todos los demonios procedentes del
mismísimo infierno, no se parecían en nada a los que ella recordaba. Aquellos
ojos tiernos, llenos de bondad y amor con los que la miraba.
Aquel atizador cobró vida en sus manos. Ella no lo había
soltado. Notó como una corriente sacudía su cuerpo. La ira y la furia la habían
abandonado. En su lugar el miedo tomó posesión de su cuerpo. Sintió que se
estaba produciendo un cambio en ella. Sus piernas y sus brazos desaparecían
ante su atónita mirada. La trasformación en un ser diabólico se estaba llevando
a cabo. Mientras esto se producía vio el cuerpo de su bebé sin vida yaciendo en
medio de un gran charco de su propia sangre. Pero aquel bebé…. No era un bebé
como tal. Tenía pezuñas en vez de pies y manos. Unos pequeños cuernos sobresalían
de sus sienes y su tez tenía cierto color morado que no hacía más que
acrecentar su desconcierto.
- ¡Míralo bien! –le espetó su padre- Ese es el engendro
que has parido. Has traído al mundo a un hijo de satán.
Ella lanzó un grito ensordecedor, mientras lanzaba al
aire una pregunta ¿POR QUÉ?
La transformación estaba llegando a su fin. Ya no era un
ser humano. Se había convertido en una aberración. Su cabeza estaba unida al
cuerpo de una serpiente.
Se sintió tan vacía que quiso escapar de ella misma. Dio
media vuelta y se lanzó al fuego prendido en la enorme chimenea que ocupaba
gran parte de la pared del fondo de la habitación. Quedó envuelta entre las
llamas mientras éstas la devoraban entre alaridos desgarradores del dolor. Los habitantes
del castillo se santiguaban una y otra vez.
Cuando los gritos dejaron de oírse y por fin todos se
pudieron relajar un poco pensando que lo peor ya había pasado, una humareda salió
de la chimenea. Bajo la mirada atónita del rey aquel humo tomó la forma de una
mujer. Abrió la boca del bebé muerto y le insufló humo. Al cabo de un rato el
infante comenzó a llorar. Ella lo agarró fuertemente entre sus brazos y desaparecieron
por una de las ventanas.
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