“La venganza se sirve en plato frío” Qué maravillosa
frase. A quien se le hubiera ocurrido por primera vez merecía una ovación,
pensó la mujer.
Sara llevaba más de veinte años trabajando como enfermera
en aquel hospital público. Se había casado con su novio del instituto. Él había
realizado los estudios de medicina y ella de enfermería. Se casaron nada más terminarlos
y el destino les deparaba también una convivencia profesional. Trabajaban en el
mismo hospital.
Pasó el tiempo, tuvieron dos hijos, que ya habían
abandonado el nido. El trabajo les iba bien y el matrimonio, aparentemente,
también. Pero un día las cosas cambiaron. Su marido comenzó a mostrarse algo
huidizo, nervioso, despistado incluso, algo inusual en él, siempre tan seguro
de sí mismo. Tenía una agenda personal donde anotaba todo lo que tenía que
hacer cada hora de cada día del año. Aquel control de su tiempo rayaba la
obsesión. Su extraño comportamiento la alertó.
Todo comenzó el día en que se dejó la agenda en casa. Nunca
hasta ese momento le había pasado.
Aquella mañana muy temprano había recibido una llamada
que lo había alterado bastante. Ella le preguntó quién había llamado y él le
respondió que era del hospital, una urgencia. No tenía por qué mentirle porque
con tan solo hacer una llamada ella sabría si le había dicho la verdad o no.
Así que no se preocupó. Dio media vuelta en la cama y volvió a dormirse. Pero
su sueño fue interrumpido a los pocos minutos. Una compañera de urgencias la
estaba llamando. El motivo de dicha llamada era para contarle que su marido
había llegado hacía un rato, pero no como médico sino como presunto pariente de
una joven que acababa de ingresar por un intento de suicidio. Se había cortado
las venas. La rápida intervención de su compañera de piso le salvó la vida.
Con una tranquilidad pasmosa, se levantó, se vistió y se
dirigió al hospital. La joven ya había salido de quirófano y descansaba en una
habitación privada gracias a la influencia de su marido. En el expediente de la
joven él figuraba como su pariente más cercano. Pero ella sabía que aquello era
mentira, no la conocía de nada, no era una pariente ni lejana ni cercana. Tras
ver las atenciones que le prestaba en la habitación, arrumacos, besos en la
boca supo que sus sospechas estaban más que confirmadas. Un retazo de
conversación que escuchó tras la puerta entornada fue la guinda del pastel.
-Cariño, hoy mismo se lo digo y nos iremos a vivir
juntos. No quiero perderte.
Así que su marido la quería dejar por aquella mujer,
joven y guapa, apartándola de su vida como si fuera un trapo viejo y usado. Aquello
explicaba su extraño comportamiento en las últimas semanas.
Sintió como la ira, la rabia y los celos, emergían de su
interior. Aquel coctel de sentimientos sabiamente mezclados y agitados
desencadenarían una potente arma destructiva que haría saltar todo por los
aires. Pero qué más le daba. Todo estaba perdido ya, o no.
Salió al aparcamiento. Tenía una copia de las llaves del
coche de su marido. Cortó el cable del líquido de frenos y se fue a casa
tranquilamente a esperar.
La llamaron unas horas después para decirle que su marido
estaba ingresado. Había sufrido un accidente de coche. Estaba en quirófano. Había
perdido mucha sangre.
Regresó al hospital. Se puso una peluca para que no le
reconocieran y un atuendo de quirófano. Al entrar comprobó el caos que reinaba
allí dentro, nadie se fijó en ella, le pidieron que trajera un par de bolsas de
sangre para hacerle una transfusión. Así lo hizo. Pero cambió las etiquetas
antes. La sangre, su veneno.
Se fue al baño, se quitó la bata, la peluca y el maquillaje
y se encaminó tranquilamente a la sala de espera. Pronto recibiría noticias de
su marido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario