miércoles, 16 de noviembre de 2022

SENTENCIA DE MUERTE

 

“El oráculo pide la muerte de…”

Un silencio sepulcral reinó en la sala.

Un hombre y una mujer aguardaban el veredicto. Las manos atadas a la espalda.  Impertérritos esperaban a que dijeran su nombre y la muerte les llegara.

Un hombre alto, delgado, con el cabello muy corto, rubio, casi blanco, vestido con una túnica blanca, en señal de la pureza de sus actos, había pronunciado aquellas palabras. Sonreía.

Él era el Vigía, el ojo que todo lo ve. Él era la voz que habla. Él era el dios supremo. El rey de reyes. Él era el Oráculo.  Se regodeaba con el suspense que estaba causando, la intriga, la incertidumbre, la paranoica que causaba en la mente de aquel hombre y a aquella mujer esperando que su nombre no fuera pronunciado. En verdad, disfrutaba cada segundo de aquel teatro que él solo había montado.

Los dos eran culpables de enturbiar la pacifica vida de los habitantes de aquel pequeño pueblo aislado de todo y de todos, aislado del resto del mundo. Ninguna información del exterior era compartida con sus súbditos, porque la ignorancia los hacía borregos, la ignorancia los hacía temerosos, la ignorancia le daba poder.

El hombre se había presentado como representante de una deidad, un único dios todopoderoso, con el poder de otorgar la inmortalidad a las almas que creían en él y el fuego eterno del infierno a los que lo renegasen.  

Había creado un gran revuelo en el pueblo. Incluso algunos tuvieron la osadía de alzarse en su contra, alzarse contra el Oráculo.

Ella había llegado en un carro de hierro. Con vestimentas inapropiadas para el cuerpo de una mujer. Enviada por las fuerzas del mal, lo había seducido primero, para luego intentar matarlo.

Los dos merecían morir. Pero la decisión estaba tomada.

Se acercó a ellos. Caminaba despacio. Tomándose su tiempo. Sin dejar de sonreír. Estaba claro que estaba disfrutando con todo aquello.

Estaba tan cerca de ellos que podía oler el sudor que bañaba los cuerpos de aquellos infelices, esperando su sentencia de muerte.

La mujer miró al hombre que estaba a su derecha. Él también la miró.

Un casi imperceptible movimiento de cabeza de ella le indicó que era la hora.  

Habían logrado aflojar las cuerdas que ataban sus manos.

En un rápido movimiento se abalanzaron sobre el oráculo que había sido lo suficientemente incauto como para creer que estaba libre de peligro y había prescindido de su habitual escolta.

Los prisioneros trajeron la muerte del oráculo.

 

 

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