“El oráculo pide la muerte de…”
Un silencio sepulcral reinó en la sala.
Un hombre y una mujer aguardaban el veredicto. Las manos
atadas a la espalda. Impertérritos
esperaban a que dijeran su nombre y la muerte les llegara.
Un hombre alto, delgado, con el cabello muy corto, rubio,
casi blanco, vestido con una túnica blanca, en señal de la pureza de sus actos,
había pronunciado aquellas palabras. Sonreía.
Él era el Vigía, el ojo que todo lo ve. Él era la voz que
habla. Él era el dios supremo. El rey de reyes. Él era el Oráculo. Se regodeaba con el suspense que estaba
causando, la intriga, la incertidumbre, la paranoica que causaba en la mente de
aquel hombre y a aquella mujer esperando que su nombre no fuera pronunciado. En
verdad, disfrutaba cada segundo de aquel teatro que él solo había montado.
Los dos eran culpables de enturbiar la pacifica vida de
los habitantes de aquel pequeño pueblo aislado de todo y de todos, aislado del
resto del mundo. Ninguna información del exterior era compartida con sus súbditos,
porque la ignorancia los hacía borregos, la ignorancia los hacía temerosos, la ignorancia
le daba poder.
El hombre se había presentado como representante de una
deidad, un único dios todopoderoso, con el poder de otorgar la inmortalidad a
las almas que creían en él y el fuego eterno del infierno a los que lo
renegasen.
Había creado un gran revuelo en el pueblo. Incluso
algunos tuvieron la osadía de alzarse en su contra, alzarse contra el Oráculo.
Ella había llegado en un carro de hierro. Con vestimentas
inapropiadas para el cuerpo de una mujer. Enviada por las fuerzas del mal, lo había
seducido primero, para luego intentar matarlo.
Los dos merecían morir. Pero la decisión estaba tomada.
Se acercó a ellos. Caminaba despacio. Tomándose su
tiempo. Sin dejar de sonreír. Estaba claro que estaba disfrutando con todo
aquello.
Estaba tan cerca de ellos que podía oler el sudor que
bañaba los cuerpos de aquellos infelices, esperando su sentencia de muerte.
La mujer miró al hombre que estaba a su derecha. Él también
la miró.
Un casi imperceptible movimiento de cabeza de ella le
indicó que era la hora.
Habían logrado aflojar las cuerdas que ataban sus manos.
En un rápido movimiento se abalanzaron sobre el oráculo
que había sido lo suficientemente incauto como para creer que estaba libre de
peligro y había prescindido de su habitual escolta.
Los prisioneros trajeron la muerte del oráculo.
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