lunes, 17 de enero de 2022

LA PARTIDA

 

No sabía cuánto tiempo, pero intuía que mucho, llevaba sentado sobre la hierba, mirando hipnotizado aquella lápida. En ella había escrito “El tiempo vuela, el sol se esconde y el silencio queda”. Le había gustado aquella frase en cuanto la hubo leído, en algún libro, quizá. No lo recordaba. Sólo sabía que se le había quedado grabada a fuego, en su mente.

Estaba ante la tumba de su padre. No había estado con él en su lecho de muerte. De hecho, hacía más de veinte años que no lo veía. A su lado descansaba su madre, que había muerto cuando él era muy pequeño. Regresar a aquel pueblo, a aquel cementerio, traía consigo consecuencias a corto plazo. La peor, evocar tiempos pasados que creía olvidados y que empezaron a emerger de lo más profundo de su mente. Recuerdos tan nítidos de su sufrimiento que, viejas heridas ya cicatrizadas en su cuerpo, comenzaron a dolerle.

Odiaba a su padre desde que tenía uso de razón. Deseaba que muriera. Deseaba que desapareciera de su vida. Pero no lo hizo. Tuvo que desaparecer él. Largarse de su casa. Comenzar una nueva vida lejos de allí. Esperó pacientemente el momento. Y en cuanto llegó, se fue, jurando que no volvería jamás. Y no lo hizo. Hasta ahora.

Su cuerpo entumecido, por largo tiempo en la misma posición, lo sacó de sus recuerdos. Se levantó. Miró a su alrededor. Estaba solo. El sol se había ido. La noche había llegado y con ella las sombras, que daban un aspecto más tenebroso, si cabe, al camposanto.

Tenía las maletas en el coche. Pensó en ir a un hotel, pero le pareció tirar el dinero teniendo una casa a donde ir. Antaño había sido su hogar. Pero ahora era la casa de su padre, aunque éste ya no pudiera vivir allí. Nunca la consideraría suya. Nunca. No guardaba ningún recuerdo que hiciera que esbozara una sonrisa. Cualquier recuerdo de su vivencia allí, hacía que su cuerpo temblara como una hoja.

Salió del cementerio con paso lento, se sentía cansado, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus hombros.

Se dirigió a su coche aparcado a escasos metros de la entrada.  Pasaría la noche en aquella casa y por la mañana haría los trámites necesarios para ponerla a la venta.

Hizo el trayecto en silencio sumido en sus propios pensamientos. Pasados quince minutos había llegado. Se apeó del coche. Había una luz encendida dentro de la casa. Aquello lo desconcertó. Se suponía que estaba vacía. Su padre, hasta donde él sabía, siempre vivió solo. Tal vez, los sanitarios al ir a recoger el cuerpo, (alertados por una vecina que hacía días que no lo veía), simplemente se olvidaron de apagar las luces. Tenía que ser eso. No había otra explicación más que aquella.

La pesadez de su cuerpo iba en aumento. El cansancio empeoraba a cada minuto que pasaba. Arrastrando los pies se dirigió a la entrada. Sacó la llave del bolsillo delantero de sus vaqueros y abrió la puerta. Ésta se cerró tras él, con un golpe seco que lo sobresaltó. “El viento” pensó. Pero la verdad era que aquella noche, el viento brillaba por su ausencia.

Atravesó el vestíbulo hasta llegar a la cocina. Se sirvió un vaso de agua. Se sintió mejor. Incluso la pesadez de su cuerpo había desaparecido. Reunió las fuerzas necesarias para recorrer aquella casa que tan malos recuerdos le traía. Pensó en ir a buscar las maletas al coche. Desechó la idea. Lo haría más tarde.

Estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de la cocina, cuando escuchó unas voces que venían del salón. Retrocedió unos pasos asustado. Había alguien más en la casa. Rebuscó en los cajones hasta que dio con un cuchillo de grandes dimensiones. Llevarlo en la mano, lo envalentonó. Encaminó sus pasos hacia aquellas voces.

Alrededor de una mesa redonda, vio a tres hombres sentados. Había una cuarta silla. Estaba vacía. Parecían esperar a alguien. ¿A él? Jugaban a las cartas. Eran de la edad de su padre fallecido, año arriba, año abajo.

Uno de ellos levantó la mirada del abanico de cartas que sujetaba y lo miró. O eso creyó. Pero se dio cuenta de que no lo miraba a él. Había clavado sus ojos en el espacio que había entre su espalda y la puerta del salón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Entonces el anciano habló:

- ¡Antonio! Te estábamos esperando. –le hizo una seña para que se sentara en la silla vacía- Veo que has venido con tu hijo. Perdona que hayamos empezado sin ti, pero no sabíamos si el chaval vendría a casa hoy o lo haría mañana. Ya sabes que las partidas de los viernes son sagradas para nosotros.

Dicho esto, lanzó una carcajada al aire. Los otros dos hombres lo imitaron.

La silla vacía se movió unos centímetros.

 

 

 

 

 

 

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