No sabía cuánto tiempo, pero intuía que mucho, llevaba sentado
sobre la hierba, mirando hipnotizado aquella lápida. En ella había escrito “El
tiempo vuela, el sol se esconde y el silencio queda”. Le había gustado aquella
frase en cuanto la hubo leído, en algún libro, quizá. No lo recordaba. Sólo
sabía que se le había quedado grabada a fuego, en su mente.
Estaba ante la tumba de su padre. No había estado con él
en su lecho de muerte. De hecho, hacía más de veinte años que no lo veía. A su
lado descansaba su madre, que había muerto cuando él era muy pequeño. Regresar
a aquel pueblo, a aquel cementerio, traía consigo consecuencias a corto plazo.
La peor, evocar tiempos pasados que creía olvidados y que empezaron a emerger
de lo más profundo de su mente. Recuerdos tan nítidos de su sufrimiento que,
viejas heridas ya cicatrizadas en su cuerpo, comenzaron a dolerle.
Odiaba a su padre desde que tenía uso de razón. Deseaba
que muriera. Deseaba que desapareciera de su vida. Pero no lo hizo. Tuvo que
desaparecer él. Largarse de su casa. Comenzar una nueva vida lejos de allí.
Esperó pacientemente el momento. Y en cuanto llegó, se fue, jurando que no
volvería jamás. Y no lo hizo. Hasta ahora.
Su cuerpo entumecido, por largo tiempo en la misma
posición, lo sacó de sus recuerdos. Se levantó. Miró a su alrededor. Estaba
solo. El sol se había ido. La noche había llegado y con ella las sombras, que
daban un aspecto más tenebroso, si cabe, al camposanto.
Tenía las maletas en el coche. Pensó en ir a un hotel,
pero le pareció tirar el dinero teniendo una casa a donde ir. Antaño había sido
su hogar. Pero ahora era la casa de su padre, aunque éste ya no pudiera vivir
allí. Nunca la consideraría suya. Nunca. No guardaba ningún recuerdo que
hiciera que esbozara una sonrisa. Cualquier recuerdo de su vivencia allí, hacía
que su cuerpo temblara como una hoja.
Salió del cementerio con paso lento, se sentía cansado,
como si llevara todo el peso del mundo sobre sus hombros.
Se dirigió a su coche aparcado a escasos metros de la
entrada. Pasaría la noche en aquella
casa y por la mañana haría los trámites necesarios para ponerla a la venta.
Hizo el trayecto en silencio sumido en sus propios pensamientos.
Pasados quince minutos había llegado. Se apeó del coche. Había una luz
encendida dentro de la casa. Aquello lo desconcertó. Se suponía que estaba vacía.
Su padre, hasta donde él sabía, siempre vivió solo. Tal vez, los sanitarios al
ir a recoger el cuerpo, (alertados por una vecina que hacía días que no lo veía),
simplemente se olvidaron de apagar las luces. Tenía que ser eso. No había otra
explicación más que aquella.
La pesadez de su cuerpo iba en aumento. El cansancio
empeoraba a cada minuto que pasaba. Arrastrando los pies se dirigió a la
entrada. Sacó la llave del bolsillo delantero de sus vaqueros y abrió la
puerta. Ésta se cerró tras él, con un golpe seco que lo sobresaltó. “El viento”
pensó. Pero la verdad era que aquella noche, el viento brillaba por su
ausencia.
Atravesó el vestíbulo hasta llegar a la cocina. Se sirvió
un vaso de agua. Se sintió mejor. Incluso la pesadez de su cuerpo había desaparecido.
Reunió las fuerzas necesarias para recorrer aquella casa que tan malos recuerdos
le traía. Pensó en ir a buscar las maletas al coche. Desechó la idea. Lo haría
más tarde.
Estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de la
cocina, cuando escuchó unas voces que venían del salón. Retrocedió unos pasos asustado.
Había alguien más en la casa. Rebuscó en los cajones hasta que dio con un cuchillo
de grandes dimensiones. Llevarlo en la mano, lo envalentonó. Encaminó sus pasos
hacia aquellas voces.
Alrededor de una mesa redonda, vio a tres hombres
sentados. Había una cuarta silla. Estaba vacía. Parecían esperar a alguien. ¿A
él? Jugaban a las cartas. Eran de la edad de su padre fallecido, año arriba,
año abajo.
Uno de ellos levantó la mirada del abanico de cartas que
sujetaba y lo miró. O eso creyó. Pero se dio cuenta de que no lo miraba a él.
Había clavado sus ojos en el espacio que había entre su espalda y la puerta del
salón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Entonces el anciano habló:
- ¡Antonio! Te estábamos esperando. –le hizo una seña
para que se sentara en la silla vacía- Veo que has venido con tu hijo. Perdona
que hayamos empezado sin ti, pero no sabíamos si el chaval vendría a casa hoy o
lo haría mañana. Ya sabes que las partidas de los viernes son sagradas para
nosotros.
Dicho esto, lanzó una carcajada al aire. Los otros dos
hombres lo imitaron.
La silla vacía se movió unos centímetros.
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