Le extrañó ver que la casa estaba a oscuras cuando aparcó
su coche en la entrada. Era más tarde de lo habitual, se había retrasado un
poco en salir de la oficina, pero aun así ella siempre lo esperaba. Cuando
escuchaba llegar su coche salía a la puerta a recibirlo con aquella sonrisa que
lo había enamorado años atrás cuando todavía eran unos alocados adolescentes
que se querían comer el mundo, sonrisa que todavía le hacía vibrar cuando la
veía. Luego sus labios se juntaban y se fundían en un largo y reconfortante
abrazo. Pero hoy...
Tenía que reconocer que estaba nervioso. Las manos le
temblaban cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta. Encendió las
luces y gritó su nombre. Recibió silencio a su llamada. Su mirada preocupada se
fijó en la foto del recibidor que descansaba sobre una pequeña mesa circular al
lado de la maqueta de un tren a vapor, tomada hacía dos veranos cuando habían
ido de vacaciones a Francia. La cogió entre sus manos y la observó. Se les veía
sonrientes y muy felices, porque lo eran, siempre lo habían sido, a pesar de
los altibajos de la vida como la pérdida de su único hijo hacía 5 años a causa
de un cáncer, que intentaban superar día tras día. El dolor nunca se va, se
queda para siempre como un okupa en tu corazón, lo único que tienes que hacer
es convivir con él y continuar mirando siempre al frente sin echar la vista
atrás. A ella le costaba más. Tenía días buenos y días en los que apenas se
levantaba de la cama. Últimamente parecía que su estado de ánimo había mejorado
bastante y él se enorgullecía de ella, de su fuerza, de sus ganas de vivir,
porque si ella estaba bien, él era feliz.
Fue hasta la cocina. Abrió la nevera para coger una lata
de refresco. Al cerrar la puerta la vio. La nota. Sujeta con un imán en forma
de pera. Reconoció la letra de su mujer. La cogió y comenzó a leer.
“Hoy vuelvo a vestir de intenso negro el magullado
corazón,
No será porque no te quiero,
Más bien porque no me quiero yo”
Tuvo que sentarse porque las piernas comenzaron a
temblarle. La releyó dos, tres veces y siempre llegaba a misma conclusión, no
le gustaba, no presagiaba nada bueno.
Le dio un largo trago a la lata de refresco. Cogió el
móvil e hizo una llamada.
Le respondieron al segundo tono. Sólo dijo tres palabras:
«Pili ha desaparecido”
Media hora después el timbre de la puerta lo devolvía a
la realidad.
Al abrirla vio a tres mujeres, las reconoció al instante,
eran María, Alicia y María José, las amigas de su mujer, amigas hechas en la
infancia. Una amistad que había perdurado en el tiempo.
Preparó café para todos al tiempo que les explicaba la
situación y les mostraba la nota que había encontrado en la nevera.
Tras más de una hora debatiendo, intentando descifrar lo
que había oculto entre líneas en aquella nota, llegaron a dos conclusiones cada
cual más macabra y escalofriante.
O se había ido, abandonando la vida que había llevado
hasta ahora para buscar la paz anhelada en otro lugar, o… se había suicidado.
La última opción, la más dolorosa, era la que más pesaba
sobre ellos como una gran losa en sus conciencias.
Si bien ninguno de los cuatro, habían visto un
comportamiento inusual o diferente en los últimos días y semanas, estaba claro
que no lo quisieron ver o ella había escondido tanto sus sentimientos que
pasaron desapercibidos para todos.
Los llantos y lamentaciones pensando en un trágico final
afloraron en ellos en forma de culpabilidad. Pero estar allí sentados ante una
taza de café no ayudaba para nada en que la verdad saliera a la luz. Así que
decidieron hacer algo. Tenían que buscarla. Que estuviera muerta sería la
última opción a tener en cuenta.
Decidieron que el marido fuera a comisaría a denunciar la
desaparición de su mujer.
Y ella tres irían a buscarla. Preguntarían en el
aeropuerto, en la estación de autobuses y en la estación de trenes. Removerían
cielo y tierra hasta que no les quedara un solo sitio donde buscar.
La última en salir de la casa fue María. Se había
detenido, como había hecho el marido al llegar a casa, junto a la pequeña mesa
del vestíbulo, pero ella no se fijó en la foto como había hecho él, no, ella se
fijó en la maqueta del tren y entonces se acordó de algo que le había dicho su
amiga. Había sido en el entierro de su hijo. Destrozada y rota por dentro a
punto de desmayarse por el dolor que embargaba su alma le había susurrado al
oído: “mi pequeño se subió al último tren que lo llevará a la luz y a la
felicidad eterna”.
Era conocido por su círculo más cercano su pasión por los
trenes. Cuando se sentía deprimida se sentaba en uno de los bancos de la
estación y se pasaba horas viendo pasar, un tren tras otro con la mirada
perdida y ensoñadora. Como si de una revelación se tratara supo donde tenían
que ir.
Se subieron en el coche de Alicia, en el que habían
venido, dejaron al desconsolado marido en la comisaría y por petición de María
se dirigieron hacia la estación de trenes. María José y Alicia aun creyendo que
no era buena idea comenzar por allí no se opusieron, aunque pensaban que lo más
lógico, si quería meter kilómetros por medio, sería coger un vuelo que la
llevara lo más rápido y lejos posible.
La luna reinaba en la cúpula celestial cubriendo la
ciudad con un manto oscuro donde las sombras se escondían en los rincones más
inhóspitos, expectantes y observando con ávida curiosidad la vida nocturna que
iba despertando poco a poco.
Llegaron a la estación. A esas horas estaba casi vacía.
Sólo había un tren. Sin embargo, en la pantalla de salida no mencionaban
ninguna partida inminente.
Varias personas caminaban hacia él por el andén. No
llevaban equipaje. Su caminar era lento. Sin embargo, había algo en sus rostros
diferente a lo que habían visto hasta ese momento. Sonreían y sus facciones
denotaban paz y tranquilidad.
Vieron a una mujer sentada en uno de los bancos. Llevaba
un abrigo negro y su negra y larga melena estaba recogida en una coleta. La
reconocieron. Era ella. Era Pili.
Gritaron su nombre mientras apuraban el paso a su
encuentro.
Ella parecía no oírlas.
Se levantó y comenzó a caminar hacia aquel tren,
entremezclándose con los otros pasajeros. La perdieron de vista.
Las tres gritaron al unísono su nombre. Era tal el
barullo que estaban armando que un revisor se acercó a ellas cortándoles el
paso con una mirada cargada de reproche y visiblemente enfadado. Les preguntó a
dónde se dirigían.
Hablaron las tres a la vez rápida y atropelladamente,
rogándole, implorándole que las dejara pasar para hablar con su amiga que se
iba a subir a aquel tren.
El hombre las miró de hito en hito. Impasible ante sus
ruegos les pidió que se calmaran.
Tardaron unos minutos en hacerlo. Mientras tanto el andén
se había quedado vacío. Todos los pasajeros se habían subido ya a aquel tren y
éste comenzaba a deslizarse lentamente por la vía, hacia un destino desconocido.
El móvil de María sonó insistente al recibir un mensaje.
Era del marido. Tenía noticias de su mujer.
Mientras tanto el revisor les recriminaba enérgicamente:
-Señoritas, no puedo dejarlas subir a ese tren.
- ¿Por qué? –preguntaron ellas.
-Porque ustedes no están muertas –les respondió.
Lo miraron sin comprender.
María les enseñó el mensaje que había recibido.
Habían encontrado el cuerpo de su amiga. Se había cortado
las venas sobre la tumba de su hijo.
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