viernes, 14 de enero de 2022

HAY UNA HORA PARA MORIR

 

Salió de la consulta del médico pálido como la cera. Sabía, desde hace tiempo, que en su cuerpo había “algo” que no iba bien. Incluso pensó en “aquello”, pero una cosa es pensarlo y otra saberlo con certeza. Era un hecho. Se estaba muriendo.  ¿Cuánto le quedaba? El doctor no pudo ser más directo. Un mes. Le quedaban treinta días, no, treinta y uno, estaba de suerte. Cuando salió a la calle tenía claro (muy claro, de hecho), sobre lo que iba a hacer. Nadie le iba a decir cuando se iba a morir ni siquiera “aquello” que crecía en su cabeza, le iba a poner fecha de caducidad a su vida. Él decidiría, por lo menos mientras tuviera las suficientes fuerzas tanto físicas como mentales, cuando iba a morir.

Sonrió, aunque parezca mentira, se sintió más animado. Pensar que todavía podía tener el control sobre su vida, le insufló fuerzas para seguir adelante, quizá un día, o dos, tal vez. Él decidiría.

Antes de ir a su casa, hizo una parada en una farmacia. Luego otra, en una ferretería. Para cuando abrió la puerta de su apartamento ya había anochecido.

Se preparó algo de cenar, abrió una cerveza y se dispuso a ver el partido que retransmitían esa noche. Pero antes hizo una llamada, de esas difíciles que a nadie le gustaría recibir.

Llantos al otro lado de la línea, en un principio, luego al ver que no conseguía nada por ese camino, comenzaron los insultos e improperios. Antes que diera paso a las amenazas el hombre pudo hacer un hueco, en aquel monólogo al otro lado de la línea, para decir unas palabras: apelo a tu valor para entender que no pudimos ser, más de lo que fuimos.  Escuchó una respiración entrecortada al otro lado. Antes de que la rabia y la ira volvieran tomaran el control sobre el cuerpo de la mujer, colgó. Ya había tenido bastante por aquella noche.

A la mañana siguiente se despertó cansado y con ganas de vomitar. Nada nuevo desde hacía unos meses. Fue al baño y entonces lo vio. Sobre el lavabo. Inmóvil. Esperando pacientemente que él alargara la mano y…. ¿por qué no? Pensó, ese día era tan bueno como cualquier otro.

Abrió el frasco y tragó todas las pastillas. Luego se sentó en el frio suelo de baldosas apoyando su espalda contra la pared y esperó a que la muerte llegara. Pero no llegó. En su lugar llegaron arcadas seguidas de los vómitos. Parecía que aquel día no aparecería impreso en su lápida, como la fecha de su muerte.

Se acostó hasta bien entrada la tarde. Consiguió comer algo y se volvió a meter en la cama. Tenía más de diez llamadas perdidas de su médico. Sabía lo que quería. Comenzar con la quimio. ¿para qué? Para prolongar unos meses su vida. Pues no.

Le extrañó no tener llamadas de “ella”. Tal vez, hubiera entrado en razón, tal vez, lo hubiera comprendido el mensaje, tal vez. Ojalá fuera así, aunque, ciertamente, lo dudaba.

Después de haber dormido casi todo el día, sabía que sería casi imposible, conciliar el sueño esa noche. Salió a dar un paseo por el parque. Llevaba algo en una bolsa. Sabía que no habría nadie paseando a esas horas de la madrugada. Era el momento. Tan bueno como cualquier otro. Miró a su alrededor escudriñando cada árbol que había allí. Se decidió por uno con el tronco ancho y muy alto. Aguantaría su peso. Trepó por él. Llegó a una rama que parecía bastante sólida. Pasó la cuerda por ella, hizo un nudo, se puso otro alrededor del cuello y se lanzó. Pudo ver la luna llena antes de…

Por increíble que pudiera parecer, la cuerda se rompió. No tenía sentido, la había comprado esa tarde. No acabó con su vida. Otra vez. En su lugar, consiguió un esguince en el tobillo derecho y varias contusiones. Una mujer que pasaba por allí con su perro, llamó a emergencias. Pasó la noche en el hospital.

           Dos intentos de suicidio fallidos. Parecía que la muerte se alejaba de él. Pensó postrado en la cama mientras observaba el techo de la sala de urgencias donde se encontraba. La señora que estaba en la cama de al lado musitó algo en voz baja, que no logró entender. Corrió la cortina que separaba ambas camas y se acercó a ella. Le preguntó que había dicho. Ella abrió los ojos, le agarró con increíble fuerza, para ser una persona tan mayor, el brazo y le dijo mirándolo fijamente: “todavía no ha llegado tu hora. Ten paciencia, Llegará”. Dicho esto, exhaló su último suspiro bajo la mirada atónita del hombre. La muerte estaba allí en ese momento. Por un segundo la vio, en el umbral de la puerta, le sonreía de manera burlona.

Se fue a casa por la mañana. Se dio una ducha y decidió coger el coche y salir de la ciudad. Eso le ayudaría a aclarar sus ideas y buscar una manera definitiva de acabar con su vida.

No era mala idea la de lanzarse por un barranco como en aquella película.

En cuanto sacó el coche del garaje, uno aparcado en las inmediaciones, comenzó a seguirlo por toda la ciudad y continuó haciéndolo cuando el hombre se desvió hacia una carretera secundaria. Fue ahí cuando tuvo la certeza de que lo seguían. Quien lo siguiera (seguramente “ella”) pareció darse cuenta de que había sido descubierta porque fue acortando la distancia hasta quedar prácticamente pegado a la parte de atrás de su coche. Ahí comenzó la persecución. La carretera era muy estrecha, apenas cabían dos coches en ambos sentidos. No sabía muy bien a dónde iba a dar. Se había metido por allí en un intento de despistar a su perseguidora cuando todavía no tenía la certeza de que lo estuviera siguiendo. Pero ahora lo tenía claro. Iba a por él. No era esa la forma que tenía en mente de morir. Él tenía el poder de elegir cómo hacerlo. Y no iba a ser como aquella loca le impusiera.

Intentaba arrinconarlo hacia la cuneta, mientras tocaba el claxon y hacía señales con las luces. Quería sacarlo de la carretera. Estuvieron así un par de kilómetros. Vio un desvío. Lo tomó. Pero….

Un perro se cruzó en su camino. Dio un volantazo para no atropellarlo. Perdió el control del coche que salió volando, literalmente, unos metros y terminó impactando contra unos nichos de un viejo cementerio. A su lado se paró el coche que lo perseguía. Una persona bajó de él. Milagrosamente, no había perdido el conocimiento, reconoció la cara de aquel hombre, era su médico. Con su ayuda salió del vehículo.  Otra vez la muerte había pasado de largo. O no.

Mientras esperaban la llegada de la ambulancia, el médico le explicó que llevaba días llamándolo. Tenía algo que decirle. No se estaba muriendo. Se habían equivocado de expediente. Estaba sano, muy sano.

Una ira y una furia desmesuradas embargaron el cuerpo de aquel hombre. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Haciendo acopio de todas las fuerzas que pudo reunir, se levantó del suelo, se abalanzó sobre el galeno y le apretó el cuello hasta que dejó de respirar. Debido al esfuerzo que hizo para acabar con la vida del médico se desmayó. La muerte soltó una carcajada. Hay una hora para morir. Y la de él todavía no había llegado.

 

 

 

 

 

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