Una tarde lluviosa de regreso a casa, algo en el
escaparate de una vieja tienda de antigüedades, captó mi atención. Me acerqué
lentamente mientras mi corazón latía desbocado en mi pecho por la emoción que
embargaba cada fibra de mi cuerpo.
Era cierto lo que mis ojos me mostraban. Frente a mi
había un gramófono.
La añoranza se adueñó de mí.
Recuerdos de mi infancia que creía olvidados regresaron,
uno a uno, fluyendo con premura por la incipiente libertad, tan ansiada durante
años, de la prisión en la que habían quedado relegados.
Una gran sonrisa iluminó mi cara al recordar aquellos
veranos que, de niña, pasaba en el pueblo en casa de mis abuelos con mis primos.
Allí el reloj dejaba de marcar la hora.
Las tardes en la feria se convertían en una fiesta.
Corriendo de un lado a otro mientras el sudor se deslizaba lentamente por
nuestra piel, garabateando risas sobre papel íbamos de atracción en atracción.
De vuelta a casa nos esperaba una deliciosa crema de
calabaza y…
De fondo aquella canción que sonaba, una y otra vez, como
un cuarteto a cinco voces en el viejo gramófono, sumergiéndonos en una espiral
de amor, alegría y felicidad.
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