En el pueblo les habían dicho a Antonio que hacía más de una semana que no veían por allí a su padre. Había caído una fuerte tormenta y se temía que el anciano se hubiera quedado incomunicado en su casa.
Antonio y su mujer María cogieron el coche y se encaminaron hacia la casa de José, el padre de Antonio.
A medio camino tuvieron que dejar el vehículo en medio de la carretera porque había árboles tirados, fruto del fuerte temporal, que les impedía el paso.
Se adentraron por una senda del bosque que Antonio conocía bien y que daba a la casa de su padre.
Llevaban un rato caminando cuando María le dijo a su marido que no se moviera.
—¿Por qué? le preguntó Antonio.
Ella le dijo:
—No te muevas que llegan los espíritus de los muertos.
Se levantó un ligero vientecillo y un marcado olor a cera.
La Santa Compaña estaba cerca.
María le dijo a Antonio que tenían que trazar un círculo en el suelo y no salir de él, así aquella procesión de ánimas pasaría de largo.
Antonio pudo ver como cada fantasma llevaba una luz en aquella procesión y su padre la encabezaba.
Olía mal, estaba muy delgado y tenía la piel cetrina y a cada paso que daba emitía un sonido de dolor cada vez más fuerte.
El hijo abandonó el círculo y se acercó a José. El hombre no lo reconoció, estaba muy oscuro y él estaba muy cansado y no podía pensar con claridad, así que le entregó a su propio hijo el caldero y la cruz que llevaba en la mano, condenando de aquella manera.
Así que, Antonio pasó a tomar el relevo de su padre en aquella procesión de difuntos.