El campesino estaba trabajando en sus tierras cuando un hombre vestido con traje y corbata se acercó a él. Le saludó cortésmente y le ofreció el maletín que llevaba en su mano derecha. El campesino lo abrió. Estaba repleto de dinero.
El hombre le dijo que con todo ese dinero podía alimentar a su esposa y a sus hijos durante mucho, mucho tiempo.
Pero la codicia ya había tomado posesión en su cabeza y le dijo que aquel dinero lo utilizaría para él solo. Nada de mujer ni de hijos, se divertiría a lo grande.
El dinero corrompió al campesino.
El hombre entonces le dijo que en tal caso podía llevarlo a su castillo durante una semana durante la cual no le faltaría de nada, podía tener todo lo que quisiera aunque aquello tuviera alguna que otra repercusión.
El campesino no preguntó cuál era el precio que tenía que pagar por ver cumplidos todos sus sueños. Lo único que le importaba era pasárselo bien, sin pensar en nada más.
Durante esa semana lo pasó en grande, había algo que le extrañaba no había espejos en el castillo, ninguno. Supuso que sería alguna extravagancia del señor del castillo. Cuando salió de allí y el hombre del traje lo llevó a su casa se sentía muy cansado, le habían salido unas manchas muy raras en las manos y en el cuerpo y por el retrovisor del coche en el que iba pudo ver que su pelo se había vuelto completamente blanco y su cara estaba surcada de arrugas.
Pararon frente a su casa pero ni su mujer ni sus hijos salieron a recibirlos. El hombre se fue. Él entró, vio su imagen reflejada en el espejo del vestíbulo. Había envejecido un montón de años. Ese había sido el precio a pagar por ser tan codicioso. Cinco años por día pasado en el castillo. Su familia lo había abandonado y se habían ido a vivir con unos parientes. Ahora él estaba solo, sin dinero y sin fuerzas para trabajar sus tierras.